viernes, 15 de octubre de 2021

La epidermis del cielo

 Un texto de Wenceslao Triana sobre Teresa de Ávila




 Todo viaje es un éxtasis. La palabra éxtasis, con todas las grandilocuentes emociones que sugiere, significa también estar fuera de un espacio o designa un espacio por fuera del espacio. Viajar, entonces, suele ser un éxtasis prolongado.

Emprendí hace varios meses mi viaje a la madre patria con la idea de que saldría de mi vida cotidiana y, al hacerlo, me saldría de mí mismo. Quise darle a mi viaje una connotación mística, o al menos transformadora, porque estaba decidido a dejar atrás muchos lastres pesados y a encontrar en el recorrido una imagen de mí mismo más ligera y renovada.

Por eso no es de extrañar que uno de mis principales intereses, mientras estuve allá, fue el de seguir las huellas de místicos y santos, especialmente de aquellos que unieron a su febrilidad el cultivo de las letras.

Dejaré para otro día la historia de mi visita al más santo de todos los poetas y al más poeta de todos los santos. Hoy quiero hablar de una contemporánea y amiga suya, una de las mujeres más influyentes y poderosas de la historia: Teresa de Ávila.

Durante buena parte de mi viaje a España mi centro de operaciones fue Segovia, la antiquísima ciudad que, según la leyenda, fue fundada por Hércules y donde persiste un acueducto romano cuyo origen concreto no ha sido posible precisar. Ávila está muy cerca de allí, a poco menos de una hora, tras un monótono recorrido a través de tierras áridas que lo llevan a uno a preguntarse qué motivación pudieron encontrar tantos pueblos: romanos, árabes, castellanos, para querer tener dominio sobre ese lugar.

El paisaje es el mismo de siglos y milenios atrás. A la izquierda la sierra de Guadarrama, a la derecha un quebrado horizonte de piedra. Lo único distinto es la recta carretera que conduce al risco donde se erigen las murallas de Ávila, otro antiquísimo monumento de origen imprecisable.

Afuera pacen tranquilos los toros de piedra que parecen estar allí desde que la tierra fue creada. Adentro se apiñan siglos de historia, iglesias y calles estrechas, conventos y museos. Pero no es de edificios que quiero hablarles, sino de un hallazgo más pequeño y al mismo tiempo más grande.

Ocurrió cerca del convento que dirigió por muchos años Teresa de Ávila. El convento fue su centro de operaciones, fue el lugar desde donde inició decenas de expediciones a toda la península para hacer sus fundaciones, fue el sitio donde manejó un poder que algunos comparan con el que hoy tiene Bill Gates, fue incluso el lugar donde tuvo éxtasis místicos que la elevaban del suelo, como el éxtasis famoso en el que Cristo la hizo su esposa.

Toda esta información habría sido para mí una simple curiosidad si no acierto a entrar a una pequeña librería que está justo al lado del convento. Allí venden obras de la santa y de su protegido, San Juan de la Cruz. Allí venden toda clase de imágenes y escapularios. Allí es posible comprar regalitos baratos para los allegados.

Como no tenía prisa, me dediqué a hojear libros, a leer placas conmemorativas, a internarme hasta el fondo de la librería. Entonces encontré el dedo disecado de la santa.

Al principio no lo distinguí bien, estaba en una pequeña capsulita de cristal, en medio de un portareliquias ostentoso. Casi estuve a punto de seguir de largo, de entretenerme con el tejido de un látigo antiguo, cuando mi vieja conciencia me golpeó en el hombro y me dijo: "Mira bien, Wenceslao. Pocas veces se tiene el privilegio de verle el dedo a una santa.”

Entonces tuve la primera epifanía de mi viaje. Eso que estaba ante mis ojos, esa garrita sombría y endurecida que parecía estar haciendo un gesto obsceno, ese pedacito de muerta sublime adornado con un anillo enorme, fue alguna vez parte de una mano que había tocado a Dios.

Mis lectores vendrán ahora a aguar la fiesta y el milagro diciendo que no es para tanto, que no fue que Teresa tocó a Dios, sino que sólo creyó verlo de tanto alterarse la conciencia con tisanas de opio, oraciones y autofla­gelaciones.

Y yo les diré: “Claro, sigan creyendo que no creer es más meritorio.”

A mí me bastan tres versos, esos que dicen: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta dicha espero, que muero porque no muero”, me resulta suficiente esa paradoja incomprensible y eterna para saber que la garrita que vi esa tarde, cuando paseaba por Ávila, consiguió darle un rasguño a la epidermis del cielo.

 

Marzo 29, 2006.


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