jueves, 25 de agosto de 2022

La felicidad pública

Un fragmento de la novela La mujer biblioteca (Ediciones El Pozo, 2021).

Encuentro de bibliotecarios en Atlanta en mayo de 1899. 
Marilla Waite Freeman es la chica en medio de los hombres con bigotes de morsa.


 En mayo de 1899, Marilla asistió al congreso general de la American Library Association, en Atlanta (Georgia). Allí fue tomada la primera foto suya que encontré: la del cuello largo y las morsas a su lado. Marilla era una mujer espléndida de veintiocho años, y su éxito con la Biblioteca Pública de Michigan City no había pasado desapercibido. Marilla presentó en el congreso la ponencia “Manejo de bibliotecas públicas pequeñas”. Allí están esbozados con claridad los principios que regirían su vida profesional y su idea del papel de las bibliotecas en la sociedad:

La biblioteca pública no solo debe ser el centro educativo del pueblo o la ciudad, y en ocasiones su centro artístico; también debe convertirse –en el lenguaje de la nueva sociología– en un centro de servicio social. Esa es la gran oportunidad que tiene la bibliotecaria de la pequeña biblioteca pública. Es afortunada en el privilegio de tener un contacto personal con su público, y de ella depende, en buena medida, la atmósfera de la biblioteca. La bibliotecaria debe estar alerta, tener tacto, ser anfi­triona agradable, preparada al mismo tiempo para dar sugerencias útiles a los tímidos o indecisos y para responder con rapidez e inteligencia al hombre que sabe lo que quiere y lo quiere de inmediato. Permitámosle, si es posible, encontrar algún tiempo para relacionarse personal­mente con los lectores. Si la “pequeña biblio­tecaria” conoce, como debe, los libros que maneja, y si recuerda no solo los nombres y los rostros, sino las diferentes personalidades de sus lectores, puede –de manera callada y discreta– dirigir la tendencia general de la vida intelectual de su comunidad. Debe ser accesible, no solo dentro de la biblioteca, sino también fuera de ella, y es importante que no rechace que los niños en la calle la señalen y la reconozcan como “la mujer biblioteca”. Debe estar lista, no solamente para presentarse, sino para responder entusiasta a conversaciones sobre libros y sobre la biblioteca, incluso en ocasiones sociales donde “comerciar” se considera tabú.

La expresión “library lady” se traduciría de manera más aproximada como “señora biblioteca”, porque hay algo de respeto en la palabra “lady” (que también se puede traducir como dama). Pero, si somos muy literales, hay algo que se pierde –o hay ganancias indeseadas– en la traducción. Lo que Marilla intenta señalar es la expresión informal de una ingeniosa metáfora. Cuando la veían y la señalaban en la calle, los niños no decían que era la señora que trabajaba en la biblioteca (aunque esa era la idea de ese afectuoso reconocimiento), sino que Marilla misma era la biblioteca.

La lectura de Marilla en el congreso de la ALA –su primera aparición pública importante– debió producir sorpresa entre sus oyentes. Era una mujer joven e inteligente que parecía tenerlo todo muy claro sobre la función de las bibliotecas y sobre las estrategias para convertirlas en centros vitales de sus comunidades. Fue su presentación en sociedad. Desde entonces se convirtió en figura destacada del gremio de los bibliotecarios en los Estados Unidos. En su presentación, Marilla no solo hizo despliegue de entendimiento y sutileza, también de una personalidad segura y atrevida, capaz de hablar sin titubeos hasta con el “hombre que sabe lo que quiere y lo quiere de inmediato”. Ese sería el tono de sus artículos sobre bibliotecas durante seis décadas. Ya en su primera lectura estaban claros sus temas y los rasgos que caracterizarían su persona pública: una feminidad fuerte, una inteligencia a la que ningún tema o ámbito le eran ajenos, una clara consciencia de su poder y su influencia.

En la presentación –que Library Journal reseñó con detalle y luego publicó en su integridad– Marilla habló de una variedad de temas. Como tuvo la fortuna de ofrecerla justo el Día de los niños, se refirió en primer lugar a los espacios de la biblioteca que debían destinarse a los más pequeños y a la manera de interesarlos en los libros. Habló de los tamaños de las mesas, de la disposición atractiva de los libros y hasta de la actitud general con esos “clientes especiales” de la biblioteca: “No hay que excluir a los más pequeños. Si son capaces de escribir su nombre, son bienvenidos”. Habló del trabajo en colaboración con los maestros de las escuelas. Propuso estrategias para que muchos gestionaran la expedición de su tarjeta de lector y se informaran sobre los títulos disponibles: convenios con la prensa, carteles en las calles, despliegues en las vitrinas. También reflexionó sobre las ventajas y desventajas de dar acceso completo a los estantes, un tema de acaloradas discusiones en aquel tiempo: “El acceso del público a los anaqueles –ya sea total o parcial– no solo ahorra tiempo al público y a la bibliotecaria, sino que es la fuente de esa libertad y satisfacción que debe ser inherente a una institución cuyo primer propósito es la felicidad pública”.

Leer a Marilla requiere estar preparados para saltar de los detalles más triviales a las preocupaciones primordiales del ser humano. Así como el acceso del público a los estantes conduce de inmediato al tema de la felicidad pública, cada uno de los temas sobre los que escribiría a lo largo de su vida tendría las resonancias de un tratado de filosofía.

Uno de los puntos centrales de su presentación en Atlanta fue la necesidad de promover ampliamente las bibliotecas: “El primer artículo en el credo de los bibliotecarios modernos debe ser publicitar”. Habló de la importancia de lo visual. Propuso que la biblioteca hiciera exposiciones y despliegues relacionados con las lecturas de los clubes o con algún evento o personaje destacados. Contó que, para la Navidad de 1898, su biblioteca había decorado dos paneles, uno con imágenes de la Virgen, “tomadas de revistas o prestadas por amigos de la biblioteca”, y el otro con portadas de revistas dedicadas el tema. Adicionalmente, las paredes de la biblioteca fueron decoradas con carteles. Explicó que las imágenes de los paneles se cambiaban cada semana y que, en el momento, había reproducciones de pinturas de artistas modernos. Esas imágenes tenían como propósito ilustrar un curso de extensión sobre arte que la Universidad de Indiana estaba ofreciendo en la biblioteca: “Toda biblioteca, sin importar lo pequeña que sea, debe tener un boletín mural o un tablero situado en un lugar muy visible. La idea es que allí se peguen –o se escriban con tizas de colores– listas atractivas de nuevos libros, noticias de aniversarios de personajes destacados –acompañadas con una imagen suya– y, en últimas, todo lo que atraiga la atención de los visitantes y los aliente a utilizar nuestros servicios”.

Para Marilla, el medio más popular para atraer el interés del público eran las exposiciones.  Una de esas exposiciones reunió imágenes tomadas por usuarios de la biblioteca aficionados a la fotografía. Habló del éxito de la exposición con motivo del Día de la naturaleza y concluyó que las exposiciones sobre arte eran la “más placentera y legítima” función de la biblioteca. Insistió en que, ya fuera con originales o reproducciones, incluso con recortes de revistas, la biblioteca debía tener el aspecto de una galería de arte.

Tan importante como el trabajo con los niños era para ella la función que la biblioteca cumplía con las “clases trabajadoras”. Dijo que, en cualquier población lo suficientemente grande para tener una biblioteca pública, era muy probable que hubiera centros industriales y –en ese caso– había que atraer de manera especial a la masa de trabajadores. Explicó que una de las tareas de los bibliotecarios era identificar todas las clases y gremios de su sociedad y tener materiales de interés para todos. Pero no bastaba con tener los libros: era preciso buscar la manera de que los libros y sus lectores se encontraran. Agregó que era importante que la biblioteca estuviera situada en una calle comercial de importancia, donde la clase trabajadora, mientras transitaba por el lugar, encontrara conveniente entrar alguna noche al luminoso salón de lectura. “La mejor manera de picar la curiosidad es poner a su alcance un buen número de publicaciones nuevas y entretenidas, revistas ilustradas, publicaciones populares y divertidas, reseñas confiables”. En medio de la oferta, propuso tener al menos una revista técnica, según los oficios de los trabajadores en el pueblo, así como la revista Scientific American y sus suplementos, “para los chicos y adultos de espíritu inventivo”.

Marilla no dejó de lado la población de inmigrantes recientes y señaló la necesidad que existía en Michigan City de tener libros y periódicos en alemán, para aquellos que solo podían leer en su lengua nativa. Fue clara en afirmar que también quienes no hablaban ni leían en inglés debían gozar del privilegio de acceder a la biblioteca y a la palabra impresa: “Muchos padres alemanes, demasiado tímidos para acercarse ellos mismos a la biblioteca, suelen enviar a sus hijos, quienes aprovechan el privilegio de poder prestar dos libros a la vez para sacar un libro en alemán para su padre o su madre y uno en inglés para ellos”.

Además de promover la biblioteca en los periódicos, con anuncios sobre sus servicios y los nuevos títulos disponibles, Marilla propuso ubicar carteles y formularios de registro en lugares estratégicos: locales comerciales, hoteles, estaciones de ferrocarril, fábricas. Para llegar a sectores de la población más aislados, sugirió que se crearan bibliotecas ambulantes: pequeños paquetes de libros que serían enviados a un hogar o un negocio pequeño y desde donde podrían distribuirse a niños y adultos del sector. Como no consideraba suficiente llevar los libros, propuso actividades especiales, como reuniones con los niños para leer y discutir las historias leídas.  En el caso de las bibliotecas ambulantes, mencionó el caso concreto de la caja de libros que semanalmente renovaba un miembro del Departamento de Salvavidas de Michigan City. “Los miembros de los departamentos de bomberos, cuerpos de policía o cuadrillas de salvavidas aprecian el esfuerzo que hacemos para proveerlos con lecturas interesantes que les permitan ocupar de manera provechosa las horas monótonas en las estaciones”.

Ni en esta ni en ninguna de sus numerosas presentaciones públicas o artículos profesionales Marilla hablaría jamás de su tarea como un logro personal. Aquella vez señaló que la eficacia de esas iniciativas radicaba en el entusiasmo de la bibliotecaria y su “cuadrilla de ayudantes”, y concluyó su presentación con las líneas finales de un poema de Kipling: “Y los buenos de ayer serán felices; sentados en sus áureos escabeles, jalbegarán su tela de diez leguas con caudas de cometas por pinceles. De modelos tendrán santos genuinos, como Pedro, Pablo y Magdalena. Y el Maestro será, solo el Maestro, quien elogie o censure con soflama, y no trabajaremos por dinero, y no trabajaremos por la fama. Cada quien al placer de su propia obra, diseñara en su estrella solitaria la esencia de las cosas que allí mire, para el Dios que las hizo de la nada”.

La conferencia en Atlanta le permitió a Marilla asomarse con pasos decididos en el gremio de los bibliotecarios. Muchos años después, a finales de 1945, después de una larga y fructífera carrera profesional, Marilla recordaría que esa fue la primera conferencia que dio en su vida. Reconoció que su presentación, “basada en una experiencia muy breve en el manejo de bibliotecas pequeñas” tuvo lugar en un pequeño salón y no en la Opera House, donde se presentaron las grandes figuras de aquella época. Recordó que, en la Opera House, había escuchado una conferencia “premonitoria” de Melvin Dewey. Pero, más que la conferencia de Dewey, uno de sus recuerdos más vivos del congreso fue “el homenaje que el periodista Temple Graves le rindió a nuestra encantadora anfitriona, Anne Wallace”, de quien ya hemos hablado. Wallace acababa de conseguir que el millonario Andrew Carnegie (“Nuestro santo patrón Saint Andrew”) donara una enorme suma de dinero para la construcción de la primera Biblioteca Pública de Atlanta. Marilla evocó a su amiga como “un Henry W. Grady en enaguas, un Napoleón en blusa rosada”. Como no quiero que se desacomoden, diré que Henry Grady (1850-1885) fue un periodista y orador nacido en Athenas (Georgia), cuyo liderazgo fue fundamental para que los estados confederados del Sur siguieran formando parte de los Estados Unidos, tras la derrota en la Guerra Civil. Si no saben quién es Napoleón, les va a tocar desacomodarse. Más adelante, en este recorrido, conocerán a una chica obsesionada con él.

Casi medio siglo después de la conferencia, Marilla seguía recordando “el suculento asado” que se ofreció a los participantes en el congreso y “la presentación inimitable del cuarteto Lard-Can, cuyo líder, con el brío y la recursividad de su raza, dirigió las dos guitarras y una mandolina, mientras marcaba el ritmo dando golpes a una enorme caneca de metal”. Con el tiempo he llegado a pensar que la fotografía de los bibliotecarios en Atlanta –donde también aparece Anne Wallace– fue tomada cuando el cuarteto Lard-Can hacía las delicias de la concurrencia.

 

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