miércoles, 28 de octubre de 2015

Sueño de otras escalinatas


El verano en Nueva York ha venido llegando poco a poco, indeciso, cargado de frescuras, de nubes pesadas y de lluvias, de ocasionales días soleados que invitan a la gente a desbordarse por las calles, a concurrir, peregrinar, a esos lugares donde conviven y se juntan lo profano y lo sagrado. Es poco más de mediodía y lugareños y turistas van llegando a Times Square, el ombligo luminoso de Manhattan, con sus avisos inmensos y sus enormes pantallas, ese centro magnético imposible de abarcar con una sola mirada, reflejo arquitectónico de nuestra pequeñez y nuestra inmensidad.
Llegan los niños y los ancianos, coincidiendo en los extremos opuestos de la vida. Van llegando los demás, creyéndose a salvo del nacimiento o de la muerte. No paran de llegar los viajeros rosados del interior del país, con sus pasos enfáticos y la sorpresa mal disimulada. Llegan los gestos inescrutables de los asiáticos, la reciente altivez de los afroamericanos, la tibieza intensa de los hindúes, la palidez flotante de los europeos, los turbadores turbantes de los árabes, las barbas largas y ostentosas del judío ortodoxo, los hispanos, los eslavos, los magnates, los esclavos; se acercan desde orígenes diversos, van alzando las miradas sorprendidas, se congregan, se revuelven, se diluyen, toman fotos, se entrecruzan, se ignoran, se miran, se huelen, se rozan, se confunden en una sopa humana.
Llegan los saris tejidos de arco iris y las ropas de marca, los bolsos finos y los morrales prácticos, las gafas caras y los lentes necesarios, los zapatos tenis y las sandalias y los tacones de punta y los pies descalzos, ampollados, quejumbrosos, pidiendo masajes y descanso. Llegan los músicos callejeros y los vendedores de paseos. Llegan los empleados con sus almuerzos, las hamburguesas y las ensaladas, las barritas de chocolate y los rollitos de sushi, las botellas de agua, los mapas, los sombreros, las sonrisas y los gestos de cansancio, los éxtasis y los taxis, las ambulancias y los vendedores ambulantes.
Llegan las cámaras con sus megapixeles, los audífonos que aíslan del mundo y le dan fondo musical a los instantes, los celulares, cargados de voces de otros lados; llegan y llegan toda clase de aparatos a las escalinatas de Times Square, a la multitud de sillas con que ahora intentan hacer más acogedor el sitio, a las aceras siempre atiborradas, con gente que entrega papelitos que invitan a comedias, a conferencias de auto superación, a presentaciones de danzas exóticas, a visitar charlatanes que resuelven los problemas en los negocios o en el amor.
Llegan los humildes y los presumidos, los sigilosos, los inseguros, los intensos, los tranquilos, los felices, los rabiosos, los preocupados y los despreocupados. Crece la audiencia y llega el rostro humano, el misterio mayor, al lado de las manos la cosa más extraña que uno pueda imaginarse. Llegan las pieles, tersas, maltratadas, cubiertas de vellos, de cabellos coloridos o descoloridos, domados o agrestes, ausentes o a borbotones. Llegan las narices siempre curiosas, siempre sensibles, oliendo el mundo y el inframundo, largas, cortas, amplias, finas, romas. Llegan las bocas, sonriendo, comiendo, gritando, hablando en toda clase de lenguas. Llegan los ojos de miles de colores, mirados y mirando a todos lados, buscando, leyendo, pero a la vez mostrando las cosas que habitan en el alma.
Llega, va llegando sin pausa el tiempo que todo arrastra y que abre espacio para que vengan otros que a su vez también van a marcharse. Llega la muerte y se lleva los rostros que he visto esta tarde de verano y estos ojos con los que he visto y estas palabras con que intento inútilmente dejar el testimonio de ese sitio donde puede vislumbrarse un pedacito de ese monstruo con infinidad de rostros que algunos llaman Dios y otros, materia a la deriva por la nada.

Nueva York, junio de 2009.  

Fragmento de "Impromptus en la isla"







domingo, 25 de octubre de 2015

Metrocles el enigmático



Hay libros que me van a durar toda la vida. El volumen único con las vidas de Plutarco, editado en 1846 por Harper and Brothers, en Nueva York, es uno de ellos. Sus ochocientas pági­nas a dos columnas hay que leerlas con lupa y tomaría mucho tiempo y dedicación agotarlas. De hecho, en la primera página de mi ejemplar descua­dernado, un tal William J. Keech escribió con lápiz que la lectura de ese universo le había tomado desde el 7 de enero de 1855, hasta el 11 de enero de 1858. Empecé a leerlo el 30 de enero del 2006 y no he podido pasar de la vida de Teseo. Me sorprendió un montón que se cansara de Ariad­na, así como el equívoco trágico con las banderas de su barco.

Pero no es de esa maravilla que quiero hablar, sino de otra maravilla cuyo carácter inagotable no viene de la profusión, sino de la sutileza: “Las vidas, opiniones y sentencias de los filó­sofos más ilustres”, de Diógenes Laercio. Es un libro fasci­nante. Mi edición de 1940, con la pudorosa traducción de José Ortíz y Sanz, publicada en Madrid en dos volúmenes por la Biblio­teca Clásica Universal, tiene también su propia historia. Pero tampoco es del libro que quiero hablar, sino de una pá­gina de ese libro, aquella donde se cuenta la vida de Metro­cles, una de las vidas más asombrosas que he leído.

Empieza Diógenes diciendo que Metrocles era hermano de Hiparquia la obstinada, y discípulo de Crates. Por cierto, lo que pasó entre esos dos –Crates e Hiparquia– es digno de una revis­ta escandalosa de farándula. Pero no se ha repuesto uno después de esta información tan pródiga, cuando ya la biogra­fía de Metrocles se torna accidentada. Resulta que, antes de ser dis­cí­pulo de Crates, Metrocles había estudiado con Teofrasto, “donde estuvo a punto de perder la vida. “Nada nos dice Dió­ge­­nes sobre los pormenores de ese accidente. Como si per­der la vida cuando se estudia fuera pan de cada día. Espero leer la vida de Teofrasto para buscar algunas luces.

Pero aquel incidente no fue el más importante de la vida de Metrocles. El evento decisivo, lo que cambió su destino, fue haber soltado un pedo cuando asistía a una lección muy con­currida con el filósofo Crates. La vergüenza de Metrocles fue total, entre otras cosas porque el olor era insoportable y tuvieron que disolver la clase. Cuenta Diógenes que tanto fue el rubor y la pena de Metrocles que se encerró en un cuarto, dis­puesto a dejarse morir de hambre. Cuando Crates supo aquello le pidió que lo recibiera por un momento y trató de convencerlo con palabras, diciéndole que no había nada absurdo o ridículo en lo que había hecho, que monstruoso habría sido no hacerlo e ir en contra de la naturaleza. Pero Metrocles no se veía convencido. Entonces Crates dio una de las lecciones más magistrales que profesor alguno haya dado: dejó salir un pedo más ruidoso y maloliente que el de su discípulo abochornado.

La historia tendría un final feliz, si pensamos que Metrocles se curó de su vergüenza y fue alumno adelantado y filósofo de renombre. Se dice que suyo es el decir que “unas cosas se ad­quie­ren por dinero, como la casa; otras con el tiempo y la aplicación, como la disci­plina”, y que “las riquezas son nocivas si de ellas no se hace buen uso”. Pero Diógenes nos deja un sabor bastante amargo cuando agrega que Metrocles vivió hasta edad muy avanzada y al final halló la muerte “sofocán­dose a sí mismo”. Cada vez que releo esa frase no puedo dejar de pensar que Metrocles tal vez llegó a cimas altísimas, en el refinamiento de su vicio. 






 Texto publicado en Vivir en El Poblado





jueves, 22 de octubre de 2015

El infierno tan temido

Juan Carlos Onetti
                                                                                      

El hombre era viudo, cuarentón y periodista. Tenía una hija que adoraba y un aire de desamparo. La chica de veinte años adivinó su soledad “adivinó que estaba amargado y no ven­cido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse”. Ella era actriz de teatro y empezó a interesarse en el hombre que se dedicó a asediarla en silencio, a esperarla y dejarse ver en un banco del parque, antes de las funciones.

La primera vez que estuvieron solos, la mujer pensó en el amor, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. Pensó que la mayor sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Se puso a creer en él, se impuso adoraciones fetichistas, “se fue orien­tando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos de las actitudes del cuerpo del hombre”. Entregada por entero a ese hombre, confió en que la lujuria descansaría y la olvidaría.

Él creía fabricar lo que le estaban imponiendo. Pero no era ella quien se lo imponía: “Todo”, dijo él tras un encuentro intenso, “absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o que inventemos nosotros”.

Cuando el hombre y la muchacha se casaron, los amigos del hombre guardaron silencio, suprimieron sus vaticinios pesimistas. La primera separación fue a los seis meses de casados. Ella había seguido trabajando con la compañía teatral. La gira por pueblos de provincia la hacía sentir en el centro de un universo con sus luces dirigidas hacia ella. Dejaron de verse por dos meses y él trató de repetir las rutinas de cuando estaban juntos. Ella, por su parte, no dejó de repetirse sus palabras: “absolu­tamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos”. Sólo ella y su esposo existían en el mundo. El resto de la gente era como piezas de utilería.

Una sombra, una figura de cartón, era aquel hombre que empezó a esperarla a la salida del teatro en uno de los pueblos de la gira. Ella no consideró necesario mencio­narlo en las cartas. Se lo contó a su esposo poco después del regreso, “con el orgullo y la ternura de haber inventado una nueva caricia”. El hombre cerró los ojos y sonrió; le pidió a la mujer que se desnudara y le contara de nuevo aquella historia. Ella describió gustosa, atenta a no perder detalles, aquella peculiar inten­sidad del amor que había sentido por él en El Rosario, “junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie”.

“Bueno; ahora te vestís”, dijo el hombre con la misma voz asombrada y ronca con que había repetido que todo era posi­ble. Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse la ropa.

Al día siguiente el hombre inició los trámites del divorcio. Recuperó las rutinas de su vida antes de ella. Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija. Combatió el deseo fiero de bus­carla. Imaginó actos de amor nunca vividos para ponerse enseguida a recordarlos.

La mujer abandonó el pueblo un mes después de la última conversación. La primera carta llegó al diario poco después; traía una foto tamaño postal. El hombre habría dado cualquier cosa por olvidar lo que vio. Las cartas siguientes empezaron a llegarles a personas cercanas, a parientes o amigos, siempre con una foto: la mujer en la cama, con alguien distinto. El hombre “se sentía como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva”. Ya había hablado de matarse. Ya había dicho y repetido en llorosas borracheras que la culpa era suya y no de la mujer. Para nadie fue sorpresa lo ocurrido cuando la mujer atinó a enviarle una foto a su hija, “lo único que Risso tenía de veras vulnerable”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 22 de octubre de 2015.







domingo, 18 de octubre de 2015

Lecturas que alientan



Tienen razón los que dicen que cuando publicamos un libro deja de pertenecernos. A partir de ese momento, lo que viaja entre las páginas pertenece a los lectores. 
Esta semana me ha deparado un par de curiosas sorpresas. El notificador de twitter me informó que alguien en México había emitido un concepto sobre mi novela, “El origen del mundo”, publicada en México en noviembre de 2010. 
Ahora me llega una inquietante fotografía de alguien que decidió no identificarse (el nombre en su correo electrónico –“Sevanella”– no es muy revelador) y parece estar disfrutando de "Santa María del Diablo".



De modos distintos, las dos reacciones inspiran y alientan.






viernes, 9 de octubre de 2015

Florence, la temeraria

Florence Stonebraker, 
en la sección 'Vidas de artistos",
de la Revista Cronopio.





Poco, por no decir nada, se sabe de la vida de Florence Stonebraker. La información que se tiene no alcanza ni para llenar un párrafo. Se sabe que nació en 1896 –pero no se sabe dónde–, que alguna vez estuvo casada con un hombre de apellido Stuart, y que murió en Glendale (California), en 1977.  Por los escenarios de sus novelas, se ha conjeturado que nació en la costa Este –probablemente en Connecticut– y que en algún momento –tal vez durante la Segunda Guerra Mundial–se mudó a California. Nunca concedió entrevistas. No parece haber fotos suyas. No se sabe si tuvo hijos o hermanos. Se calcula que escribió más de doscientas novelas.







Riesgos profesionales

La columna de Vivir en El Poblado 



“Aquellos que han trabajado con más celo por instruir a la humanidad son los que más sufrimiento han padecido por culpa de la ignorancia; y los descubridores de nuevos caminos en las ciencias y en el arte raras veces han vivido para ver sus propuestas aceptadas por el mundo”. La afirmación es de Isaac Disraeli (1766-1848), padre del primer ministro inglés y modelo del personaje que decide vivir entre libros, en lugar de andar metido en el juego de poderes y de intrigas que es la vida en sociedad.

Disraeli escribió obras deliciosas, entre ellas Un ensayo sobre la personalidad literaria, Calamidades de los escri­tores, Disputas entre escritores y, la más popular, Curiosidades de la literatura, un tratado de 1.800 páginas que no tiene página aburrida. A este último le tenía el ojo echado desde hace un año, pues la librería de viejo que está cerca de mi casa tenía una hermosa edición de 1865 en cuatro volúmenes. Fue preciso hacer algunos sacrificios para poder llegar con el dinero donde mi amigo el librero y pedirle esa joya que a nadie más le había interesado. Desde entonces vivo mis días esperando la noche para volver a meterme en ese mundo fascinante de los libros.

Debo confesar que apenas voy por la mitad del primer volumen, pero lo hallado hasta ahora es extraordinario. He sabido, por ejemplo, que uno de los pasatiempos favoritos de Spinoza era organizar peleas de arañas, y que el cardenal Richeliu retaba a todos sus visitantes a competencias de saltos. Uno de los capítulos más conmo­vedores que he encontrado es el de las persecuciones y maledicencias de que han sido víctimas los estudiosos y los creadores. Disraeli menciona los casos dramáticos de Galileo y Sócrates, ambos condenados a muerte por sus ideas. Cuenta que Anaxágoras fue conducido a prisión por tratar de propagar la noción de un Ser Supremo, que Aristóteles se envenenó a causa de las persecuciones de que fue objeto y que Heráclito —por razones similares— renunció a todo contacto con los seres humanos.

Cornelio Agripa se vio obligado a abandonar su fortuna y su país, por haber afirmado que Santa Ana había tenido tres maridos. Cuenta la historia que cuando Agripa caminaba por su ciudad las calles se vaciaban; nadie quería correr el riesgo de ser visto en su cercanía. Como Agripa, Roger Bacon y otros más fueron acusados de brujería. Descartes estuvo a punto de ser quemado por sus ideas. Cuando Urbano Grandier fue llevado al estrado por culpa de sus estudios, tuvo la mala fortuna de que una mosca se posara en su frente. Un monje, que había oído que Belcebú en hebreo significaba “el señor de las moscas”, tomó aquello como una prueba en su contra.

En los terrenos literarios los ataques son pan de cada día. Homero fue acusado de haber robado a otros autores los mejores pasajes de su Ilíada y su Odisea. Los hijos de Sófocles trataron de declararlo demente para disponer de sus propiedades. En la Grecia de Pericles se hablaba con frecuencia de la vanidad de Píndaro, del burdo estilo de Esquilo y de los pobres argumentos de Eurípides. Cicerón acusó a Sócrates de usurero. Platón fue acusado de ladrón, mentiroso, lujurioso e impío. Aristóteles, de ignorante y vanidoso. Virgilio, de mediocre y plagiador. Heródoto y Plutarco, de parcializados.


La lista es extensa, pero la idea es clara. René Higuita la resumió en una entrevista que le hice hace años, cuando estaba en la cárcel: “A un árbol sin frutos no le tiran piedras”. Es grande la tentación de hacer con la literatura colombiana lo que Disraeli hizo con los clásicos. En ese campo hay, sin duda, materiales muy jugosos; pero, cuando uno piensa en los castigos que podría recibir si se metiera con las vacas sagradas, comprende que es mejor seguir leyendo tranquilito y bien lejitos del “mundanal ruido”. 


Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de octubre de 2015.







lunes, 5 de octubre de 2015

En plan de lectura, con Santa María del Diablo

    

  Santa María del Diablo fue la novela elegida para las sesiones más recientes del programa "En plan de lectura", que organizan el Centro Comercial Santa Fe y el periódico Vivir en El Poblado, y coordina el escritor y formador de lectores Esteban Carlos Mejía.

     La primera reunión tuvo lugar el lunes 21 de septiembre, y tuve la fortuna de hablar sobre la novela con un grupo de lectores atentos y generosos. Para un escritor, compartir con lectores que están leyendo o han leído su libro es un momento de enorme alegría.



   El grupo volvió a reunirse este lunes 5 de octubre para la segunda sesión sobre el libro y, al parecer, hasta un descendiente de Leoncico se hizo presente en la discusión.


   Me han hecho llegar fotos de la segunda reunión. Gracias a Esteban Carlos, al centro Comercial Santa Fe, a Vivir en El Poblado, y especialmente a ese grupo de lectores que me han dado una de esas dichas profundas que alientan para seguir haciendo literatura.







domingo, 4 de octubre de 2015

Un honor explosivo



Muchas veces polémico,  casi siempre sorprendente,
el Premio Nobel de Literatura sigue siendo
el galardón literario más prestigioso del mundo.

Una reflexión sobre los premios Nobel, 
en el suplemento Generación,
de El Colombiano.

Publicado el 4 de octubre de 2015.

Octubre es un mes especial para los apasionados por la literatura. Cada año, a principios del mes, se anuncia el ganador del Premio Nobel: la distinción literaria más reputada del mundo. Este jueves o el siguiente (la fecha se mantiene en secreto), un nuevo nombre alcanzará la cúspide más alta del prestigio literario. Puede ser Murakami, con su prosa monocorde como música de centro comercial. Puede ser Philip Roth, a quien su condición de eterno candidato le está infligiendo la misma tortura que Borges recibió el siglo pasado. Puede ser un oscuro escritor o escritora que sostenga la idea de que el Premio no es sólo para los afamados. Lo cierto es que, con el anuncio de esta semana, recordaremos que existe un país llamado Suecia y habrá una avalancha de expertos en el galardonado y las ventas de sus libros harán las delicias de algunas editoriales.
Para un observador desprevenido puede resultar absurdo que un grupo de académicos pueda reconocer los mejores escritores de su tiempo. Su tarea es absurda si pensamos que el tiempo suele ser el mejor crítico y a veces tarda siglos en ofrecer su dictamen. Por muy largos que sean sus inviernos, y por muy aplicados que sean en leer, los académicos suecos parecen condenados a equivocarse. Lo verdaderamente admirable es que alguna vez hayan acertado.
Como ocurre con toda selección, al Premio Nobel de literatura se le aplica el refrán: “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Parece haber consenso entre los que están y son. Pocos se atreven a poner en duda que el premio lo merecieran Beckett o Faulkner, Hemingway, Camus o García Márquez, Octavio Paz, Thomas Mann o George Bernard Shaw. También suele haber consenso entre los que no se merecían la distinción. Es unánime la idea de que la academia cometió un exabrupto coronando a don José de Echegaray, en 1904 (el primer autor de lengua castellana que recibió el premio) o a Elfriede Jelenik, en 2004, sobre quien nadie –ni ella misma– se explica cómo llegó a ganar. El Nobel para Jelenik determinó la renuncia del académico Knut Ahnlud, quien consideró que esa concesión le había hecho un daño irreparable a la reputación del Premio.
Pero los ánimos se caldean cuando llega la hora de nombrar a los que merecían la distinción y nunca la recibieron: Leon Tolstoy, Rainer María Rilke, James Joyce, Marcel Proust, Franz Kafka, Henry James, Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, Jorge Luis Borges. La lista varía según los gustos, pero muchos sostienen que fue el Premio Nobel el que se perdió el honor de contarlos entre sus ganadores.

Un premio problemático

A finales del siglo XIX, el científico sueco Alfred Nobel acumuló una gran fortuna fabricando comercialmente la dinamita. En 1895, un año antes de su muerte, Nobel destinó 9.200.000 dólares a la concesión de un premio que reconociera aportes, en diversas disciplinas, para el avance de la humanidad. Entre esas “disciplinas” incluyó la literatura y, desde entonces, los 18 miembros de la Academia Sueca de las Letras se han dedicado a repartir laureles con irregular puntería. Al principio distinguieron autores locales o de países vecinos. Luego comprendieron que el dinero del premio lo hacía el más jugoso del mundo y empezaron a coronar escritores de otras latitudes.
El Premio se concede por el conjunto de una obra, no por un solo libro, y su monto ha variado con los años según la fluctuación de los intereses que arrojen las inversiones. Para el 2015 habrá un recorte del 20 por ciento: los ganadores recibirán un poco más de 900 mil euros, en lugar de 1 millón 120 mil euros que recibieron los ganadores del año pasado. Al referirse al monto recibido, el escritor inglés George Bernard Shaw dijo que era “como un salvavidas que se le arroja al nadador cuando ha llegado a la orilla”.
No se ha dejado de notar que el Premio Nobel tiene dos manchas inocultables: el hecho de que provenga del invento humano que más muertes ha causado, y que su rentabilidad provenga –muy probablemente– de inversiones en países del tercer mundo, como algunas minas en África; en otras palabras, de la explotación y esclavitud de miles de personas. Pero la mayoría de los galardonados, por muy críticos que fueran, han preferido ignorar esos detalles y han recibido el Premio emocionados.
La concesión del Nobel de Literatura ha estado rodeada de intrigas. Se dice que una de las razones por las que Jean Paul Sartre rechazó el premio fue porque se lo habían concedido primero a Albert Camus; que a Graham Greene y Somerset Maugham se les negó por ser demasiado populares; que Winston Churchill  recibió la distinción en literatura porque no había manera de que pasara como científico. Una de las historias más dramáticas en torno al Premio Nobel fue la eterna candidatura de Jorge Luis Borges. Durante décadas el escritor argentino sonó como favorito. Cada mes de octubre periodistas y curiosos invadían su casa. Esa inminencia de premio terminó por ser una tortura. Se dice que Borges no recibió el Nobel porque, el año que iban a premiarlo, aceptó una condecoración del dictador chileno, Augusto Pinochet, y elogió “su lucha contra el comunismo”. Otros sostienen que perdió toda posibilidad cuando se burló de las opiniones literarias de un miembro de la Academia Sueca.
Lo cierto es que el Premio Nobel no ha sido una distinción desligada de intereses políticos y, en la segunda mitad del siglo veinte, la Academia mostró abierta preferencia por escritores de izquierda, como Pablo Neruda y Gabriel García Márquez. Cuando la Academia Sueca consideró la posibilidad de concederle el Premio a García Márquez, uno de los argumentos que circulaban era que la concesión del Premio al colombiano favorecería el regreso del socialdemócrata Olof Palme a la posición de Primer Ministro, como en efecto ocurrió.

Colombia y el Nobel

La concesión del Premio Nobel a Gabriel García Márquez, en 1982, dejó claro que además del mérito literario se requiere una activa labor de relaciones públicas. García Márquez buscó el Nobel e hizo lo necesario para obtenerlo. En las redes virtuales circula el video de una conversación entre el colombiano y Pablo Neruda, cuando a éste se le concedió el Nobel en 1971. Allí Neruda dejó saber que estaba abogando por la candidatura de su amigo, y un sobrador García Márquez dio a entender que recibir esa distinción sólo era cuestión de tiempo.
En 1980, meses antes de que se le concediera el Nobel, García Márquez publicó una serie de artículos sobre el tema. En ellos analiza el fenómeno desde distintos ángulos y llega incluso a la minucia de explicar que la palabra Nobel tiene el acento en la e. García Márquez habla de la fuerte campaña de relaciones públicas para que el premio se le concediera a Naipaul (lo recibiría en 2001). Menciona los aciertos y desaciertos más notables en la concesión del galardón. Señala curiosidades: que el más joven en recibirlo fue –y sigue siendo– Rudyard Kipling (de 42 años) y el más viejo, el alemán Paul Heyse (superado luego por la ganadora en 2007, Doris Lessing, de 88 años).  En esa serie, el futuro Nobel hablaría también de las supersticiones, en especial de la leyenda de que los ganadores suelen morir poco después de recibir el Premio.
Pero la serie sobre los Premios Nobel revela más que eso. Como en “El corazón delator”, el cuento de Poe, García Márquez habla de su acercamiento a Arthur Lundkvist, el único miembro de la Academia Sueca que leía castellano en aquel tiempo. García Márquez se refiere a la visita a casa de Lundkvist en Estocolmo y a su colección de libros con dedicatorias “lagartas”. García Márquez no fue ajeno a esa tradición y también le dejó un libro dedicado.
Años después, el mismo García Márquez confesaría que la publicación de su Crónica de una muerte anunciada fue decisiva para que se le otorgara el Nobel. A mediados de los años setenta, el colombiano había dicho que no volvería a publicar hasta que Pinochet dejara el poder en Chile. La Academia manifestó su preocupación por el hecho de que un ganador del Nobel no tuviera intención de volver a publicar. García Márquez disipó las dudas, publicó su novela, y un año después, en diciembre de 1982, llevó el calor y la alegría del Caribe al oscuro invierno del país escandinavo.
Es poco probable que otro escritor colombiano reciba el Premio Nobel en el futuro inmediato. Fernando González, Germán Pardo García, León de Greiff y Baldomero Sanín Cano llegaron a ser postulados.  El primero estuvo cerca de obtenerlo, y los dos últimos presionaron a sus amigos para que los postularan. Se dice que escritores contemporáneos como William Ospina, Juan Gabriel Vásquez y Juan Manuel Roca han procurado acercarse a la Academia Sueca. Pero las probabilidades para ellos no parecen muy altas.
La Academia empieza cada año su proceso de selección con una lista extensa de candidatos. Para este año la lista tuvo 198 autores, entre ellos 30 que se consideran por primera vez. La lista se redujo a veinte candidatos y posteriormente a cinco, que son los que los académicos se dedicaron a leer durante el verano. Los anuncios se hacen en octubre, por ser el mes en que nació Alfred Nobel. La ceremonia de premiación tiene lugar el 10 de diciembre, la fecha en que murió.

Sólo el monto de dinero conferido mantiene al Premio Nobel en su sitial de honor. A medida que avanzamos en el siglo veintiuno, la trascendencia de este premio ya no es la que era en el siglo pasado y no sería de extrañar que algún magnate ocioso decidiera destronarlo. Lo cierto es que dentro de pocos días el mundo hablará con estruendo sobre el nuevo ganador. Habrá fotos, reimpresiones, traducciones y lectores deseosos de leer al elegido. Pero pronto pasarán los sobresaltos de esa súbita explosión. En este mundo frívolo –que el nobel Vargas Llosa denunciara y a la vez alimentara con su romance senil– son tantas las noticias que circulan cada día, y todo cae tan pronto en el olvido, que la gloria de los nobeles no alcanza ni siquiera para el año que dura su reinado.