Del capítulo 'Dale tete a la luna', en La risa del muerto.
Sonaba como una mañana tranquila y tibia después de una
noche de lluvia. El oboe cantaba con una alegría nostálgica.
Recuerdo que pusimos, a lado y lado del vientre, unos
audífonos con una vieja y dulce melodía de llegada. Una tranquila bienvenida a
un lugar sobresaltado, a una feria de ruidos y jolgorios, de golpes y
canciones, de besos a escondidas y de llantos.
Recuerdo que la música te hablaba de la vida, del destino
y de la muerte, de la simple y fiel muerte, esperándonos, como madre que espera
la llegada de sus hijos.
Y escuchando el oboe te calmaste, te serenaste casi hasta
el silencio y, un instante después, decidiste nacer.
Te llevaron en tu madre hasta una sala en la que no pude
entrar y, detrás de la puerta, en la quietud de un pasillo, de espaldas a la
pared, un abismo de espejos me veía caer.
Miré el reloj y eran las once y veintitrés, supe que
sería antes de la medianoche. El médico no llegaba. Adentro, una enfermera y un
tipo asustado no sabían qué hacer, le pedían a la mujer que se calmara, que
respirara, que no lo fuera a tener.
Hasta que apareció, en el fondo del pasillo, ese anciano
de pelo negro teñido, mirada de sádico y gesto de quien ya no tiene en este
mundo nada más que ver, y me tranquilicé.
Me dijo que no podía entrar con una mirada seca, casi de
burla. Me dejó abandonado en el pasillo y, con voz recia, propició tu
nacimiento. Dirigió con fortaleza por sobre la tempestad, ordenó, dispuso,
ejecutó y, entre las once y treinta y uno y las once y treinta y tres, como
nunca sabré cómo fue, te asomaste entre gritos y sangre a un frío volátil, a un
aire candente, y fue entonces que tu voz me atravesó y un fuego se encendió en
mi corazón.
Milenios más tarde pude entrar al cuarto y vi en una cama
tu rostro inicial, algo golpeado, húmedo, arrugado, como estrella caída en
forma de copo de nieve.
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