El pasajero de piernas largas estaba contrariado. Se
preguntaba si podría sostener por cinco horas la posición aparatosa a que lo
obligaba la puerta de emergencia del avión. Se disculpó con el hombrecito que
se sentó a su lado, por tener que imponerle una rodilla mastodóntica, pero el
hombrecito le dijo que no había problema y se dispuso a refugiarse en las
páginas de un libro.
Justo cuando anunciaban que el despegue era inminente,
al hombrecito se le encendió un bombillo y le propuso a su vecino que cambiaran
de sitio. Le dijo que con sus piernas cortas no tendría problema para acomodarse
junto a la ventana. El mejor negocio es aquel en que todos salen ganando y los
dos ocuparon contentos sus nuevas posiciones. El hombrecito se felicitó en
secreto por su ocurrencia porque de inmediato vio toda Nueva York brillando
bajo el resplandor de un claro amanecer de invierno. Ahí estaba Manhattan,
difícil de discernir para el que no se ha familiarizado con su silueta de ríos.
Estaban Brooklyn y Queens, dos ciudades enormes por sí solas. Estaba el Bronx,
siempre tan desacreditado. Tomó casi veinte minutos perder de vista aquella
enormidad y el hombrecito pensó en el curioso privilegio que tendría de ver
desde muy alto una porción inmensa de ese extraño país, desde la costa
atlántica hasta el océano Pacífico: un recorrido que dos siglos atrás era
impensable.
Pero cuando la urbe empezaba a darle paso a las
geometrías rurales, un suelo de nubes borró todo el paisaje y la azafata
propuso a los viajeros que bajaran las cubiertas de las ventanas para que el
resplandor de la mañana no perturbara a los trasnochados. Como el hombrecito
había tenido que madrugar mucho para alcanzar el vuelo, renunció sin mucho
drama al paisaje inexistente y se dedicó a roncar con pulmones de cavernícola
extenuado. Despertó un par de veces, levantó la cubierta y vio algo como una
planicie cundiboyacense que se extendía hasta el infinito. Así que regresó sin
remordimiento a sus ronquidos.
Después de un rato abrió los ojos a una imagen todavía más
improbable que la que acababa de soñar. Abajo se veía la superficie de un
planeta abandonado. El mundo era una piel de barro endurecido, fracturada, con
las huellas de golpes terribles y sacudidas internas que dejaron visibles
viejas capas geológicas. Aquí y allá serpenteaban unos ríos delgados, como un
mensaje escrito en letra fina. Era el paisaje que deben ofrecer ahora mismo
millones de planetas en todo el universo: una nada fecunda, un lienzo pintado
por la furia de las rocas.
El hombrecito pensó en la fragilidad del planeta sobre el
que surgieron los humanos, pensó en lo olvidados que viven esos seres de esa
fragilidad, en lo simple que sería que todo se borrara en segundos. Pensó que
en futuros quizá no muy remotos otros hombres verían en otros lados superficies
como ésas buscando la manera de hacer de ellas su hogar. Pero pronto aquella
reflexión apocalíptica quedó suplantada por los bosques encantados de las
montañas rocosas, por glaciares sin huellas humanas, por valles desiertos de
nieves y pinos que sólo han visitado viajeros obstinados. Estaba pensando en la
terquedad humana cuando llegó a sus ojos la tibieza ondulada y vegetal de
Seattle bajo la lluvia, su vaivén de embarcaciones y criaturas apacibles, su
aire de sueño olvidado. Tenía la sensación de haber viajado millones de años,
pero al bajarse del avión y despedirse del gigante se propuso convencerse de
que el viaje no había durado tanto.
Publicado en Vivir en El Poblado el 1 de diciembre de 2012.
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