Un nuevo clavicémbalo alza el vuelo en el taller de un artesano que no vive en este siglo.
Mario Donadío y Marta Arango en el taller del barrio Manila. Foto Róbinson Henao.
Las orejas de Jean Philippe Rameau son sensibles y
elásticas. Cobran vida cuando hay música barroca. Los sonidos lo levantan del
rincón donde dormita, lo obligan a moverse por maderas onduladas para acodarse
luego, complacido y distante, muy cerca del teclado. Sus ojos abisinios parecen
reprochar los largos días silenciosos, las eternas jornadas en que el hombre y
la mujer se marchan al taller. Mira y escucha como un dios difícil de
complacer.
La mujer tiene
movimientos de felino. Es leve y serena. Sonríe y juzga al mundo con ojos muy
oscuros. Cuando están en el taller, parece un emisario o una réplica de Jean
Philippe Rameau. El hombre es como un niño engrandecido. Lleva pantalón corto y
un gesto de asombro que no le abandona el rostro. Aún no sabe si gritar de la
alegría o llorar desconsolado. El último clavicémbalo está listo y acaba de
recibir la llamada que no quería recibir: la del cliente que pasará a
recogerlo.
Nueve meses lleva
conviviendo con su último juguete. Ha recogido bosques para unirlos en un solo
instrumento, ha procesado huesos de olores ofensivos, ha cortado, ha pegado, ha
medido, ha pintado, ha probado, ha sentido, ha soñado y al final ha logrado
revivir un milagro que ocurrió hace tres siglos.
“Bach tocó uno como
este”, dice. “Los clavicémbalos alemanes son los más elaborados. Había hecho
franceses e italianos, pero me faltaba uno como este”.
Todo empezó cuando
el hombre tenía diez años y escuchó a Bach. No ha dejado de delirar por la
fiebre que lo invadió en ese momento. Se metió a clases de piano y allí conoció
a la mujer que es su ángel guardián. Cuando terminó el bachillerato decidió
viajar a Boston a estudiar Tecnología de pianos. Su padre le decía que ese
trabajo no servía para nada, pero él no le hizo caso. Pronto estaba reparando
pianos y aprendiendo un oficio que en el mundo ejercen menos de cien personas.
Cuando habla parece en trance. La mujer dice que, a diferencia de otros genios,
es tranquilo. “Cuando está construyendo un clavicémbalo es sereno. Trabaja
horas y horas sin descanso”.
Si uno quiere que
el hombre se impaciente, puede preguntarle por Bach. Se rasca la cabeza,
levanta la mirada y al final se resigna a explicar que ha sido lo más grande.
“Hizo lo que había que hacer. No ha habido otro músico como él en la historia
de la humanidad”. Para ilustrar lo que dice, inventa una melodía que podría ser
la obra maestra de nuestro tiempo. Luego toca algo de Bach y el universo todo
parece detenerse. “La música moderna no tiene ningún misterio. Es pobre,
facilista, no es tonal. Nadie se da cuenta cuando uno se equivoca. Pero con
Bach, cualquier error se nota”. Dice que Bach debía tener las manos muy grandes
porque sus intervalos requieren teclas muy separadas. Cuenta, como si lo
hubiera visto, que sus dedos parecían no levantarse del teclado y que sus pies
se movían en los pedales como si fueran manos.
La llegada de un
amigo le da pie para volver a destacar las pequeñas maravillas del milagro que
acaba de construir: los huesos de vaca que ahora cantan en las teclas blancas,
los salteadores y lengüetas marcados cada uno con su nombre y diseñados con
precisión maniática, las cuerdas de diámetros finísimos. Explica el toque
individual que significa la pintura bajo las cuerdas. Muestra uno a uno los tipos
de madera en cada parte del instrumento: el ébano de las teclas, el cedro de la
tapa, el guayacán, la caoba, el nogal americano y finlandés, el abeto, el
roble, el algarrobo. Señala los sutiles tallados bajo las teclas, para los
cuales tuvo que inventar una broca especial. Cuenta que no usó ni clavos ni
tornillos, solo pega, y que en el interior del instrumento pone su firma y, en
ocasiones, mensajes que “serán leídos dentro de ciento cincuenta años”. Al
final, señala dos nudos simétricos en la madera frente al teclado y dice con
orgullo: “Son ojos de gato”.
La mujer mira y
sonríe con ojos oscuros. Más tarde, alejada del taller, hablará del talento de
su esposo para cocinar y dirá que ya es hora de tomar unas vacaciones en las
montañas o en el mar. Convencida de que la belleza viene de algún lado, contará
que el hombre es ateo y que unas tías le han dicho que ofrezca a Dios lo que
hace su marido. Al final, hablará con deleite de Jean Philippe Rameau, de sus
orejas sensibles, de los gestos complacidos de ese “animal perfecto”, y en su
forma de contarlo uno puede imaginar a esa deidad que estira el lomo, que se
aleja estremecida con la música barroca en sus nervios de felino.
Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado.