jueves, 18 de octubre de 2012

Los abismos de esplendor



Una lectora me pide que escriba sobre el nuevo premio Nobel. Me temo que voy a decepcionarla. No he leído nada de Mo Yan y no está entre mis planes la lectura de sus libros. Mo Yan puede ser una maravilla china, pero leo pocos autores contem­poráneos y un premio no me parece razón suficiente para dejar esperando a los que hacían fila. Muy bueno para él, que le hayan dado ese premio. Bueno también para sus editores, quienes van a llenarse los bolsillos. Malo, quizá, para aquellos que se apresuren a comprar sus libros y luego aban­donen exhaustos la lectura después de unas pocas páginas.

Gustavo Ibarra Merlano, gran poeta y gran lector, decía divertido que el premio Nobel de literatura era algo así como el “Premio Literario de la Bomba Atómica”. Hacía la salvedad de que a veces se lo habían dado a buenos escritores, como su amigo, García Márquez. Gustavo fue una luz para García Márquez en la Cartagena de mitad del siglo veinte. Puso en sus manos lecturas definitivas de los griegos, del Siglo de Oro español y algunos autores católicos. Pero el cariño que sentía por su amigo Nobel no le impedía decir que ese premio, y muchos otros, suelen darse por motivos que no tienen que ver con la literatura.

Es fácil hacer una lista de grandes escritores que han vivido en los tiempos de los premios explosivos y no los recibieron. El primero que viene a la mente es Jorge Luis Borges, a quien mantuvieron torturado los últimos años de su vida con la inmi­nencia de un anuncio que nunca llegó. Basta citar nombres incuestionables en la literatura del siglo veinte —Joyce, Proust, Virginia Woolf— para notar lo fuera del tiesto que estaban apuntando los de la Academia Sueca. No tenemos que irnos lejos para señalar sus desaciertos. El primer premio Nobel de lengua castellana fue para don José de Echegaray, un distinguido e influyente matemático a quien hoy en día no lo leen ni sus tataranietos. Todo premio de monto o distinción suele estar rodeado de intereses, presiones y diligentes estra­tegias de mercado. Eso ha de tenerlo claro quien decida, a estas alturas, hacer literatura. Si quiere ser reconocido, tendrá que gastar más energía en relaciones públicas que escribiendo sus libros. No hay que hacerse ilusiones. El circo de los medios seguirá inflando fatuidades, mientras la literatura seguirá prosperando en otros lados.

Fue también a Gustavo Ibarra Merlano a quien le oí la expresión “abismos de esplendor”. Así llamaba él a las obras y autores que la vulgaridad de la fama no llega a tocar. Fue en una conversación que tuvimos hace quince años (Gustavo murió a finales del 2001 y sigue siendo poco leído). Aquella vez me hizo pensar en los autores de los que quizá jamás tendremos noticias, me ayudó a apreciar la magnitud de lo que se perdía y me enseñó a buscar la senda menos concurrida. Desde entonces he tenido muy claro por qué lado iban mis búsquedas. El camino a los abismos de esplendor suele ser difícil y desolado. Uno llega a preguntarse si no sería mejor quedarse disfrutando la tibieza del rebaño. Las señales y carteles que indican el recorrido se encuentran descuidados, son a veces ilegibles. Pero hay una dicha incomparable cuando uno por fin encuentra la majestad tranquila de aquella deslum­brante oscuridad.





Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de octubre de 2012.






jueves, 11 de octubre de 2012

Los lectores de Shakespeare





Todos conocemos mucha gente que admira la obra de Van Gogh. Confieso que yo mismo encuentro estimu­lantes, suges­tivas, dolorosas, algunas de sus pinturas. Pero siempre que me veo recorriendo esos árboles en llamas y esas noches biliosas me pregunto si mi admi­ración sería la misma si no hubiera existido ese enorme andamiaje de historias y reac­ciones aprendidas que rodean al artista. Lo personal ayuda: la oreja cortada, la pobreza y la casi demencia el artista, la ironía del reconocimiento póstumo. El gran empujón lo dieron unos cuantos expertos y comerciantes de arte y, desde entonces, se ha vuelto sospechosamente fácil apreciar, de un vistazo, el genio de Van Gogh.

Suelo preguntar a mis alumnos si serían capaces de reconocer a un artista genial si se lo encontraran en la calle vendiendo sus pinturas. Algunos se apresuran a decir que sí. Yo me apresuro a dudar. Pocas veces tenemos la oportunidad de formarnos una impresión desprejuiciada frente al arte. En materia de gustos, apenas tenemos un mayor entendimiento que el que tiene el perro de Pavlov. Salivamos con los artistas frente a los que nos enseñaron a salivar. Por eso es tan peligroso oponerse a las jaurías numerosas, a las admiraciones multitudinarias, casi uná­nimes. Debería considerarse una forma de suicidio hablar mal, por ejemplo, de Frida Kahlo o de Bolaño.

Hay un maravilloso texto de Edgar Allan Poe, la “Carta a B.”, donde expresa montones de ideas sobre la apreciación del arte. Allí habla, por ejemplo, de lo dis­pues­tos que estamos a admirar una obra cuando viene acompañada por recono­cimientos en el extranjero. En el caso de Estados Unidos, el reconocimiento necesario era el de Europa. En el caso colom­biano, una opinión que venga de tres metros más allá de la costa ya nos parece suficientemente autorizada. Poe también dice en la carta algo a lo que nadie le ha parado bolas: que no hay nadie mejor que el propio escritor para hacer una crítica de su obra. Hablaré en otra ocasión de los riesgos y oportu­nidades de esa práctica (ahora mismo estoy escribiendo un tratado sobre mis creaciones tempranas). Pero la idea que viene al caso es la reflexión que hace sobre la admi­ración general que ha recibido Shakespeare. Poe consuela a B, su amigo, diciéndole que no hay que preocuparse por la aprobación general:

“Shakespeare goza de aprobación general y, sin em­bargo, Shakespeare es el más grande los poetas. Uno podría decir que el mundo está correcto en su juicio. Pero el problema reside en la interpretación que demos a la palabra juicio. La opinión que la gente tiene no es “su” opinión; del mismo modo que no son “suyos” los libros que compra. Un tonto, por ejemplo, puede pensar que Shakespeare es un gran poeta; aunque el tonto no lo haya leído nunca. Pero el vecino del tonto, que está un poco más arriba en los Andes mentales, dice que Shakespeare es grande y el tonto le cree. La opinión del vecino, a su vez, tampoco es suya; también fue adoptada de otro que está más arriba en la montaña. Al final, sólo quedan unos pocos individuos que miran cara a cara al espíritu en la cima”.

La fórmula se aplica para toda opinión generalizada: tontos y más tontos repitiendo la opinión de unos pocos. Sólo hay algo que ha cambiado desde los tiempos de Poe. Los que dictan desde arriba lo que el mundo va a opinar, tampoco se han leído a esos “Chespieres” que ahora nos quieren imponer. 

Oneonta, octubre de 2012.


Publicado en Vivir en El Poblado