jueves, 11 de octubre de 2012

Los lectores de Shakespeare





Todos conocemos mucha gente que admira la obra de Van Gogh. Confieso que yo mismo encuentro estimu­lantes, suges­tivas, dolorosas, algunas de sus pinturas. Pero siempre que me veo recorriendo esos árboles en llamas y esas noches biliosas me pregunto si mi admi­ración sería la misma si no hubiera existido ese enorme andamiaje de historias y reac­ciones aprendidas que rodean al artista. Lo personal ayuda: la oreja cortada, la pobreza y la casi demencia el artista, la ironía del reconocimiento póstumo. El gran empujón lo dieron unos cuantos expertos y comerciantes de arte y, desde entonces, se ha vuelto sospechosamente fácil apreciar, de un vistazo, el genio de Van Gogh.

Suelo preguntar a mis alumnos si serían capaces de reconocer a un artista genial si se lo encontraran en la calle vendiendo sus pinturas. Algunos se apresuran a decir que sí. Yo me apresuro a dudar. Pocas veces tenemos la oportunidad de formarnos una impresión desprejuiciada frente al arte. En materia de gustos, apenas tenemos un mayor entendimiento que el que tiene el perro de Pavlov. Salivamos con los artistas frente a los que nos enseñaron a salivar. Por eso es tan peligroso oponerse a las jaurías numerosas, a las admiraciones multitudinarias, casi uná­nimes. Debería considerarse una forma de suicidio hablar mal, por ejemplo, de Frida Kahlo o de Bolaño.

Hay un maravilloso texto de Edgar Allan Poe, la “Carta a B.”, donde expresa montones de ideas sobre la apreciación del arte. Allí habla, por ejemplo, de lo dis­pues­tos que estamos a admirar una obra cuando viene acompañada por recono­cimientos en el extranjero. En el caso de Estados Unidos, el reconocimiento necesario era el de Europa. En el caso colom­biano, una opinión que venga de tres metros más allá de la costa ya nos parece suficientemente autorizada. Poe también dice en la carta algo a lo que nadie le ha parado bolas: que no hay nadie mejor que el propio escritor para hacer una crítica de su obra. Hablaré en otra ocasión de los riesgos y oportu­nidades de esa práctica (ahora mismo estoy escribiendo un tratado sobre mis creaciones tempranas). Pero la idea que viene al caso es la reflexión que hace sobre la admi­ración general que ha recibido Shakespeare. Poe consuela a B, su amigo, diciéndole que no hay que preocuparse por la aprobación general:

“Shakespeare goza de aprobación general y, sin em­bargo, Shakespeare es el más grande los poetas. Uno podría decir que el mundo está correcto en su juicio. Pero el problema reside en la interpretación que demos a la palabra juicio. La opinión que la gente tiene no es “su” opinión; del mismo modo que no son “suyos” los libros que compra. Un tonto, por ejemplo, puede pensar que Shakespeare es un gran poeta; aunque el tonto no lo haya leído nunca. Pero el vecino del tonto, que está un poco más arriba en los Andes mentales, dice que Shakespeare es grande y el tonto le cree. La opinión del vecino, a su vez, tampoco es suya; también fue adoptada de otro que está más arriba en la montaña. Al final, sólo quedan unos pocos individuos que miran cara a cara al espíritu en la cima”.

La fórmula se aplica para toda opinión generalizada: tontos y más tontos repitiendo la opinión de unos pocos. Sólo hay algo que ha cambiado desde los tiempos de Poe. Los que dictan desde arriba lo que el mundo va a opinar, tampoco se han leído a esos “Chespieres” que ahora nos quieren imponer. 

Oneonta, octubre de 2012.


Publicado en Vivir en El Poblado






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