Todos conocemos mucha gente
que admira la obra de Van Gogh. Confieso que yo mismo encuentro estimulantes,
sugestivas, dolorosas, algunas de sus pinturas. Pero siempre que me veo
recorriendo esos árboles en llamas y esas noches biliosas me pregunto si mi
admiración sería la misma si no hubiera existido ese enorme andamiaje de
historias y reacciones aprendidas que rodean al artista. Lo personal ayuda: la
oreja cortada, la pobreza y la casi demencia el artista, la ironía del
reconocimiento póstumo. El gran empujón lo dieron unos cuantos expertos y
comerciantes de arte y, desde entonces, se ha vuelto sospechosamente fácil
apreciar, de un vistazo, el genio de Van Gogh.
Suelo preguntar a mis alumnos si serían capaces de
reconocer a un artista genial si se lo encontraran en la calle vendiendo sus
pinturas. Algunos se apresuran a decir que sí. Yo me apresuro a dudar. Pocas
veces tenemos la oportunidad de formarnos una impresión desprejuiciada frente
al arte. En materia de gustos, apenas tenemos un mayor entendimiento que el que
tiene el perro de Pavlov. Salivamos con los artistas frente a los que nos
enseñaron a salivar. Por eso es tan peligroso oponerse a las jaurías numerosas,
a las admiraciones multitudinarias, casi unánimes. Debería considerarse una
forma de suicidio hablar mal, por ejemplo, de Frida Kahlo o de Bolaño.
Hay un maravilloso texto de Edgar Allan Poe, la “Carta a
B.”, donde expresa montones de ideas sobre la apreciación del arte. Allí habla,
por ejemplo, de lo dispuestos que estamos a admirar una obra cuando viene acompañada
por reconocimientos en el extranjero. En el caso de Estados Unidos, el
reconocimiento necesario era el de Europa. En el caso colombiano, una opinión
que venga de tres metros más allá de la costa ya nos parece suficientemente
autorizada. Poe también dice en la carta algo a lo que nadie le ha parado
bolas: que no hay nadie mejor que el propio escritor para hacer una crítica de
su obra. Hablaré en otra ocasión de los riesgos y oportunidades de esa
práctica (ahora mismo estoy escribiendo un tratado sobre mis creaciones
tempranas). Pero la idea que viene al caso es la reflexión que hace sobre la
admiración general que ha recibido Shakespeare. Poe consuela a B, su amigo,
diciéndole que no hay que preocuparse por la aprobación general:
“Shakespeare goza de aprobación general y, sin embargo,
Shakespeare es el más grande los poetas. Uno podría decir que el mundo está
correcto en su juicio. Pero el problema reside en la interpretación que demos a
la palabra juicio. La opinión que la gente tiene no es “su” opinión; del mismo
modo que no son “suyos” los libros que compra. Un tonto, por ejemplo, puede
pensar que Shakespeare es un gran poeta; aunque el tonto no lo haya leído
nunca. Pero el vecino del tonto, que está un poco más arriba en los Andes
mentales, dice que Shakespeare es grande y el tonto le cree. La opinión del
vecino, a su vez, tampoco es suya; también fue adoptada de otro que está más
arriba en la montaña. Al final, sólo quedan unos pocos individuos que miran
cara a cara al espíritu en la cima”.
La fórmula se aplica para toda opinión generalizada:
tontos y más tontos repitiendo la opinión de unos pocos. Sólo hay algo que ha
cambiado desde los tiempos de Poe. Los que dictan desde arriba lo que el mundo
va a opinar, tampoco se han leído a esos “Chespieres” que ahora nos quieren imponer.
Oneonta,
octubre de 2012.
Publicado en Vivir en El Poblado
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