Qué sería de la vida sin los
amigos que conocen nuestra alma y reconocen el tipo de alimento que la nutre.
Debo a un amigo, Jorge Núñez, mi encuentro con el último volumen de los diarios
del escritor húngaro Sándor Márai: una pequeña joya frente a la que palidecen
las piruetas verbales que abundan en nuestro tiempo y hasta las mismas obras de
Márai.
Ese lento ejercicio de
sinceridad empieza el 7 de enero de 1984 con una referencia inevitable a la
novela de George Orwell. Ese día Márai escribe que la profecía no se ha
cumplido, pero que a cambio ha llegado la amenaza nuclear. Márai ignoraba que
el error sólo fue de fechas y que un día sus diarios serían leídos por seres
como el Smith de Orwell, inconformes con los abusos del Gran Hermano.
Los diarios son un libro de
su tiempo. Ahí está la política mundial, la guerra fría, la amargura del
exiliado que ha pasado media vida alejado de su tierra, la llegada de las
nuevas tecnologías: su primera transacción en un cajero automático le despierta
una reflexión sombría.
Márai nació con el siglo y,
en 1984, empezaba a despedirse de la vida. Los diarios hablan de sus lecturas
(Mariana Alcoforado, Virgilio, Cervantes y muchos poetas húngaros), de la
muerte constante de parientes y amigos, del trabajo literario cada vez más
escaso. También nos hablan del deterioro de su esposa Ilona, del negocio que
hacen los médicos con su enfermedad, de las visitas de Márai al hospital para
sentir los apretones tenues de su mano, para escuchar el estremecedor monólogo
de la mujer agonizante: “Qué lento muero”.
Tras la muerte de Ilona,
Márai entra en una especie de delirio que rara vez se encuentra en las páginas
de un libro: es un delirio vivo, verdadero, sin artificios. La soledad lo
acorrala. Mueren sus hermanos, muere su hijo adoptivo; pasa semanas sin ver a
otros seres humanos. Desencantado de la literatura (de su vanidad, de su
inutilidad, de que la industria editorial acabe con el arte), Márai teclea
obstinado para dar testimonio del descenso a su infierno personal. En una
especie de letargo alucinado nos habla —a esa nada que somos para él- de la
lectura de los diarios de su esposa (más de cien cuadernos con el registro
meticuloso de su vida común), de un “teléfono rojo” a través del que sigue en
contacto con la mujer muerta. Habla de sus escasas salidas a las calles de San
Diego, del deterioro, de la creciente ceguera, de la sensación de absurdo
frente a la insensibilidad del universo.
Cuesta leer literatura
después de haber leído el diario de Márai. En los últimos meses, las entradas
son crudas y esporádicas. Márai habla sin énfasis de la aventura de comprar un
arma, de las clases que ha tomado para usarla, de la muerte y sus frías
estadísticas. Lo único que parece preocuparle es que la vejez creciente le
impida usar el arma, pues no quiere ser víctima de la avaricia médica. A
principios de 1989, en la única entrada escrita a mano, dice que espera “el llamamiento
a filas”. Así termina el diario. Pocos días después, Márai se pega un tiro. Lo
más aterrador que tiene el libro es que, con todo ese dolor que hay en sus
páginas, la muerte de Márai es un alivio.
Texto publicado en Vivir en El Poblado