La columna de Vivir en El Poblado.
Hace miles de años
existió en el noroeste de la India una ciudad llamada Vaisali. Allí se erigía
un templo al que los fieles llamaban “Reverencia y Desarme”. Según el relato
que en el siglo V hizo el monje chino Fa Hsien —uno de los viajeros más
admirables de que se tenga noticia—, el nombre de aquel santuario se origina en
una historia inquietante.
Muchos años atrás, la
concubina de un rey cuyo reino se hallaba a orillas del Ganges dio a luz de su
vientre una bola deforme. Atacada por los celos, la esposa del Rey le dijo:
—Has traído al mundo
una monstruosidad de mal agüero.
Y ordenó que pusieran
la bola en una caja de madera y la entregaran al río que viene del Cielo.
Otro rey que caminaba
pensativo por la orilla del río vio aquella caja que flotaba en la corriente y
sintió curiosidad. Ordenó a sus sirvientes que la rescataran de las aguas y se
la trajeran al palacio. Cuando la tuvo al frente, descubrió que aquella bola en
realidad era un millar de niñitos diminutos, sanos y completos, de hermosura
deslumbrante, y cada uno con rasgos diferentes. El Rey los tomó como hijos
suyos y mandó que los criaran como príncipes, y que la servidumbre del palacio
los cuidara para que crecieran sanos y contentos.
Pasó el tiempo, y los
niños llegaron a ser hombres corpulentos y valientes, muy diestros en las
armas, capaces de vencer cualquier obstáculo que hallaron en las expediciones
que emprendieron. El Rey que se hizo cargo de su crianza llegó a ser muy
poderoso y anexó a sus territorios muchos reinos. De ese modo, resultó
inevitable que llegara el momento en que los mil valientes príncipes se
dispusieran a atacar el vasto reino de su padre verdadero. Aquel rey se sintió
apesadumbrado, pues tenía ya noticia del coraje y de la fama de invencibles de
los mil preciosos príncipes. Cuando la concubina notó la pesadumbre de su rey,
se propuso indagar por la razón que lo hacía sentirse de ese modo. El Rey le
respondió:
—Querida concubina,
ese rey de los mil hijos, los más fuertes y valientes, se dispone a atacarnos,
y por eso me siento conturbado.
—Olvida la tristeza
—dijo la concubina—. Sólo tienes que mandar construir una tarima sobre el muro
oriental de la ciudad. Cuando vengan a atacarnos, yo haré que se retiren.
El Rey hizo lo que la
mujer le dijo y, cuando los guerreros se acercaron, la mujer les habló desde lo
alto:
—Ustedes son mis
hijos. ¿Por qué actúan de manera tan rebelde y desnaturalizada?
Uno de los guerreros
que iba al frente gritó desafiante:
—¿Quién eres tú,
mujer, que dices ser nuestra madre?
—Eso soy —dijo ella—.
Mirad bien y abrid la boca.
Una ciega obediencia
obligó a los soldados a hacer lo que les pedía, y la mujer puso al desnudo sus
pechos y empezó a presionarlos con las manos. Cada pezón arrojó quinientos
chorros de leche y, de ese modo, alcanzó las bocas de sus mil hijos. Los
guerreros bebieron y sintieron vergüenza y pusieron sus armas en el suelo. Los
dos reyes meditaron largamente aquellos hechos y llegaron a alcanzar la
santidad.
Uno de aquellos mil
príncipes llegaría a reencarnarse en otro príncipe, de la casa de los Sakias,
conocido con el nombre de Siddharta Gautama, y fue el Buda del que tanto hemos
oído.
Las historias del
budismo son simples e intrigantes. El relato de los príncipes parece estar
hablándonos de algo muy familiar, pero al hacerlo nos recuerda que no hay nada
más difícil de entender que los lazos misteriosos con que siempre están unidas
las criaturas que llamamos “madre e hijos”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 2 de
diciembre de 2016.
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