La columna de
Vivir en El Poblado
Es posible que algunos de mis lectores recuerden que hace
quince días hubo conmoción mundial porque la Academia sueca decidió darle el
Premio Nobel de Literatura al cantante estadounidense Bob Dylan. Forzando un
poco el caletre, es posible que consigan también recordar que a lo sorpresivo
del anuncio le siguieron reacciones polarizadas.
Unos no ocultaron su alegría y afirmaron que el
reconocimiento para Dylan era un recordatorio de que la poesía es patrimonio de
todos y no de unos cuantos elegidos. Se habló de una reivindicación de los
orígenes de la literatura en los rapsodas y juglares. Se habló de Homero y de los
romances medievales. Expertos engolados afirmaron que tal vez la Academia
Sueca estaba expresando su preocupación por la ruina ideológica que padecen
los Estados Unidos (como lo demuestra su actual proceso electoral), y que con
ese premio le estaban recordando a ese país que su patrimonio incluye una
tradición poética en la que brillan nombres como Walt Withman, Carl Sandburg o
Vachel Lindsay.
También hubo un grupo que expresó su rechazo. El grupo de
los que no quieren mezclas raras. El de los que sólo conciben la literatura
empacada en las páginas de los libros. El de los que olvidaron que Shakespeare
escribía telenovelas. También, el de los dos o tres entre nosotros que tienen a
sus agentes literarios apuraditos gestionando traducciones y premiecitos en
Europa, y que ven la llegada de los músicos al baile como una amenaza a sus
aspiraciones.
En términos generales me ha alegrado que, por un momento,
la mayoría de la gente se haya puesto a hablar de literatura y haya emprendido
la tarea de definirla. Pero la opinión que ha brillado por su ausencia es la
más importante: la que pone en entredicho la importancia de los premios
literarios.
Hace quince días, cuando se hizo el anuncio del Nobel
para Dylan, una amiga me preguntó qué opinaba sobre el asunto. Le dije que el
Premio Nobel no es un campeonato mundial de literatura, sino la opinión de unos
suecos con algo de criterio y mucho tiempo libre. Pero puedo agregar más. El
Premio es una inyección de vitalidad para una institución moribunda. Podría
decirse que el Nobel necesita más a Dylan que Dylan a ese premio desprestigiado.
Por eso es tan hermoso e interesante el silencio del ganador.
Todo tiene su momento. Cuando García Márquez ganó el
Nobel, el premio todavía tenía la reputación que le daban autores como Faulkner
o Beckett o Thomas Mann. Después de que lo han recibido Elfriede Jelinek o
Vargas Llosa –que lo buscó con desvergüenza cortesana– el Nobel no tiene más
prestigio que el premio del papel higiénico.
Los premios literarios suelen ser la única opción para un
autor que quiere que su obra se conozca. Pero no podemos olvidar que esos
corrillos de reconocimiento son lugares donde la literatura inclina la cerviz y
se prostituye. No creo a ciegas en los méritos de Dylan. Me parece que sus
posiciones políticas suponen oscuras complicidades. Para colmo, hace poco lo
vi vendiendo autos de lujo en un comercial de televisión; me pareció que él
mismo no entiende su legado. Pero ahora tiene una oportunidad maravillosa para
ganarse el respeto de muchos.
Una de las cosas que más me gustan de este premio es que
quien lo recibió no lo ha buscado. Hasta el momento en que escribo, Bob Dylan
no lo ha aceptado ni ha dicho nada sobre el asunto. Los de la Academia ya están
inquietos y uno de ellos perdió la compostura y le dijo maleducado (olvida que
uno no está obligado a recibir lo que no ha pedido). Cruzo los dedos a la
espera de que su silencio no termine y deje a todos plantados.
Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de octubre de 2016.