La columna de Vivir en El Poblado
Hace algunas semanas recibí un nuevo grupo de estudiantes
en uno de mis cursos favoritos: el de introducción a la literatura. Haberlo
enseñado muchas veces me permite sentirme muy tranquilo sobre la estructura de
las clases, pero eso no significa que corra el riesgo de caer en la repetición
o la monotonía. Cada curso es una experiencia diferente: el texto que para un
grupo resulta inspirador puede no ser tan diciente para otro, una etimología
conduce por senderos nunca antes recorridos, el verso hasta entonces oculto
germina de repente.
He adquirido la costumbre de ocupar las primeras clases
de cada semestre en leer con los estudiantes una pequeña muestra de los
géneros que después estudiaremos con más detalle: el ensayo, la narrativa y
la poesía. Para hablar de poesía me gusta conducirlos a través de los
veinticuatro versos de “Llama de amor viva”, la maravilla de San Juan de la
Cruz, el santo patrón de los poetas castellanos. Nunca falla. Para cuando
hemos terminado de reflexionar sobre el título del poema, ya tengo claro el
nivel de la clase. Así he podido saber que el curso que ahora mismo estoy
enseñando será memorable.
La palabra “llama” me sirve para recordarles que en la
poesía el lenguaje está llevado a su máxima expresión, que sobreabunda en
significados, y que en este caso la palabra puede ser un verbo o un sustantivo.
“Llama” puede ser mandato –un “llamado”– que hace alguien que está haciendo lo
que pide; pero su sentido más notorio es el del fuego: la fogata, la hoguera,
la antorcha, la vela, la luz, el calor. Para hablar de poesía es preciso apelar
con frecuencia a los niños que fuimos. Sólo el niño tiene la lucidez
suficiente para maravillarse con el fuego, para verlo mantener a raya la
oscuridad, para ver llorar la cera, para “herirse tiernamente” la mano con las
llamas.
Cuando todos han logrado regresar a la experiencia
sensorial y arrobada del fuego me divierte tener que decirles que el viaje
apenas comienza, e invitarlos a imaginar un fuego especial, un fuego vivo cuya
vivacidad la alienta el amor. También me divierte la cara que ponen cuando les
pido que me expliquen qué es la vida o qué es el amor, cuando les digo que el
entendimiento del poema nunca será completo, porque nunca comprenderemos por completo
esos misterios cotidianos. Debió ser la misma cara que yo puse cuando Ramón de
Zubiría me dijo hace veinte años: “Mi querido amigo, si a uno no lo ha tocado
la centella del amor –pero del verdadero–, entonces ni se le va a encender el
corazón, ni se le va a aclarar el entendimiento, y uno se vuelve pasivo. Pero
cuando eso llega, que es un milagro, entonces –ahí sí– no lo para nadie. Es una
cosa prodigiosa”.
Pasé el resto de mi vida queriendo descubrir el rostro
esquivo y luminoso del verdadero amor. La Rochefoucauld decía que mucha gente
no se habría enamorado si nunca hubiera oído hablar del amor. Cuesta admitir
que uno nunca estuvo enamorado o que confundió lo que sentía o que no estaba
preparado o que las ganas de sentir lo obligaron a convencerse de que amaba.
Aquella vez, don Ramón de Zubiría me habló de la relación
con Carmen, su esposa, que empezó cuando eran niños, de cómo iban por el mundo
como en yunta y la gente los llamaba “Titoycarmen” como si fueran uno, y de la
fuerza que les daba ese amor que se tenían.
“La gente se olvida de una cosa”, concluyó. “Me fastidia
decirlo, pero eso está en las palabras de todos los grandes poetas: el amor es
siempre ascensional. Pedro Salinas, uno de los grandes de la poesía amorosa de
la lengua española, tiene un poema que dice: “Tus besos son siempre
elevaciones”. Cuando uno ve a un tipo que anda por ahí sucio y, de pronto, lo
ve afeitadísimo y oloroso, que hiede a colonia, uno le dice: ‘¿Y tú es que
estás enamorado?’ El enamorado quiere ser siempre mejor, en lo físico y en lo
espiritual. Cuando el amor llega lo levanta a uno. Eso lo pone a uno en
levitación”.
Publicado en Vivir en El Poblado el
14 de octubre de 2016.
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