viernes, 23 de diciembre de 2016

Un cráneo para Hamlet

La columna de Vivir en El Poblado



Tal vez a Bob Dylan le gusta la música de Facundo Cabral. En su actitud frente al Nobel es posible hallar vestigios de los versos: “Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario; pues el que acepta un halago empieza a ser dominado”. Algún crítico aplicado podría quemarse las neuronas demostrando que “No soy de aquí ni soy de allá” y “Like a Rolling Stone” son, en últimas, la misma canción.

   Tal vez Bob Dylan es lector apasionado de las fabulas errantes y remotas de la India, donde los animales del bosque no dejan de advertirnos que el que adula es peligroso y busca algo. No sería raro que aparecieran tratados académicos sobre las influencias del Panchatantra en la actitud y las canciones del juglar americano.

Pero lo más probable es que la actitud de Dylan frente al Nobel la haya aprendido en las calles y recintos donde ha hecho su carrera. La calle es un libro vivo y suele tener más sabiduría que la que llega a los libros. Al fin y al cabo, los libros los escriben los raros del pueblo, mientras la sabiduría popular es una obra colectiva en la que escribe el mundo entero.

Con su ausente presencia en la entrega de los premios, Bob Dylan dio la espalda y la cara al mismo tiempo, y nos dejó la tarea de interpretar ese gesto ambivalente. Podría decirse que el mundillo literario ha recibido con frialdad su mensaje para la Academia Sueca. Pero lo cierto es que las palabras que leyó la embajadora de su país son una pequeña obra maestra que brilla más por lo que sugiere que por lo que dice.

Sin decirlo, Dylan dijo que –en asuntos literarios, como en todos los asuntos– la interpretación nunca depende de quien emitió el mensaje. Dijo una verdad certera sobre los fenómenos de masas: que es más difícil complacer a un grupo pequeño que a una multitud uniformada. Con tres frases destruyó todo el montaje de la industria editorial y se encargó de recordarnos que el impacto de una obra –una canción, una novela, un epigrama–, si es auténtico, es un milagro secreto en el corazón de quien la acoge.

El discurso fue modesto, sin llegar a la impostura. Dylan no negó que alguna vez, secretamente, hubiera deseado recibir el reconocimiento que le hacían. Pero, al decir que le parecía tan improbable como visitar la luna, se encargó de recordarnos que el artista verdadero no es el que busca los premios.

No quiso posar de excepcional. Al hablar de sus lecturas, mencionó los autores que todos han leído en los colegios. Después habló de Shakespeare como ejemplo para ilustrar la importancia de la autenticidad. Con soberbia elegancia, Bob Dylan denunció las intrigas y falsedades del mundillo literario. Nuevas generaciones de escritores hacen su obra movidos por la sombría idea de que, si no tienen éxitos notables, lo que hacen no vale nada. Leen a los que han ganado premios para aprender sus fórmulas. Son expertos en relaciones públicas y posi­cio­namientos de mercado; en tramitar reseñas y bendi­ciones de vacas sagradas. Olvidan que al hacer eso se alejan de las actitudes más genuinas, se vuelven compla­cientes cortesanos.

Para Dylan, cuando el artista se proclama literato empieza a falsearse. Shakespeare nunca se detuvo a pensar que lo que hacía era literatura; estaba demasiado ocupado con los detalles de sus producciones teatrales: buscar actores, ajustar diálogos, conseguir un cráneo humano para Hamlet.

La lección principal que nos deja la candorosa carta de Dylan es que el arte es una batalla íntima: el artista verdadero ha de sentirse tan grande como Shakespeare y, a la vez, tan insignificante.



Publicado en Vivir en El Poblado el 23 de diciembre de 2016.







viernes, 9 de diciembre de 2016

Sobre lo sepulcral


La columna de Vivir en El Poblado




¿Quién conoce el destino de sus huesos? ¿Quién tiene el oráculo de sus cenizas? Estas preguntas siguen siendo tan vigentes como cuando las hizo Thomas Browne en Hydriotaphia (1658), su tratado sobre las costumbres fune­rarias. El motivo fue el hallazgo de unas urnas funerarias de las que resultó imposible establecer su origen. Esos huesos triturados, despo­jados de nombres y de anécdotas, llevaron a Browne a consignar por escrito todo lo que sabía sobre los rituales y costumbres asociados con la muerte.

Browne empieza por decir que hay dos maneras de pensar sobre la muerte: preguntarnos por el destino del alma o por el del cuerpo que dejamos atrás. Dice que casi todas las naciones de la tierra se han inclinado a disponer de los cuerpos enterrándolos o quemándolos, que sólo unos pocos han prefe­rido arrojarlos al mar o momi­ficarlos. Su formación bíblica y clásica lo lleva a afirmar que el entierro más antiguo fue el de Adán, en el monte Calvario, donde Cristo sería crucificado. Nota también que en la Iliada hay por igual entierros, como los de Aquiles y Patroclo, y cremaciones, como la de Héctor. Dice que el fuego ha sido muy popular porque ayuda a que las partes etéreas se desprendan del cuerpo y evita que los restos sean usados como reliquias o para hacer brujería, o que el cráneo y los huesos terminen siendo vasijas o pipas.

Hydriotaphia está lleno de anécdotas escabrosas y curiosas. Cuenta, por ejemplo, que los magi de Persia sólo se preocu­paban por preservar los huesos y que no tenían problema en dejarles la carne a los animales carroñeros. Dice que los griegos temían que sus cuerpos terminaran en el mar, porque el agua del mar era capaz de corroer la “fiera sustancia del alma”. También dice que algunos animales –como los elefantes y las grullas– entierran sus crías muertas, y que las abejas acarrean a sus muertos y les realizan exequias.

El tratado habla de costumbres como la de inhalar el último aliento de un ser querido y las de besar a los muer­tos o cerrarles los ojos; considera la presencia de música o de flores, de gestos y de llanto en los rituales funerarios; habla de la costumbre de enterrar a los muertos con sus viudas o sus caballos, con objetos entrañables o que puedan serles útiles en la otra vida; señala lo poco popular que ha sido la costumbre de enterrar a los muertos con sus riquezas, y lo poco que los muertos se han quejado. Al final, se dedica a recordarnos lo efímero que es el recuerdo de los hombres, lo breve que es nuestra diuturnidad (“diuturnity” fue una palabra inventada por Browne) y lo vanos que son los monumentos que se erigen en memoria de los “grandes”.

He vuelto a leer esta breve joya porque los últimos días han abundado en hechos que darían para aumentarle unas páginas. Desde El Vaticano, el Papa ha dicho que la gente debe dejar la costumbre de poner las cenizas de sus seres queridos en lugares tan poco sagrados como las raíces de una planta o un mueble de la sala. En Texas, un grupo de políticos se dispone a hacer ley que a los fetos abortados se les hagan funerales. Aquí mismo, hace poco más de una semana, tuvo lugar una ceremonia funeraria cargada de simbolismo.

Tal vez la vida no nos alcance para entender lo que ocurrió en el estadio Atanasio Girardot la noche en que debía dispu­tarse una final de campeonato. El dolor, la tristeza, la vergüen­za, la inocencia, la culpa, la vanidad, el orgullo, el estupor frente al misterio, la solidaridad, la compasión, nuestro pasado de violencia, nuestra espe­ranza, lo malos, lo buenos y lo huma­nos que somos, todo eso se expresó de manera escalofriante la última noche del mes de las ánimas. Algo me dice que esa noche también honrábamos los muertos que ha dejado esa monstruosa virtud que conocemos como “la verraquera paisa”.




Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de diciembre de 2016