La columna de Vivir en El Poblado
Tal vez a Bob
Dylan le gusta la música de Facundo Cabral. En su actitud frente al Nobel es
posible hallar vestigios de los versos: “Doy la cara al enemigo, la espalda al
buen comentario; pues el que acepta un halago empieza a ser dominado”. Algún
crítico aplicado podría quemarse las neuronas demostrando que “No soy de aquí
ni soy de allá” y “Like a Rolling Stone” son, en últimas, la misma canción.
Tal vez Bob Dylan es lector apasionado de las fabulas errantes y remotas de la India, donde los animales del bosque no dejan de advertirnos que el que adula es peligroso y busca algo. No sería raro que aparecieran tratados académicos sobre las influencias del Panchatantra en la actitud y las canciones del juglar americano.
Pero lo más
probable es que la actitud de Dylan frente al Nobel la haya aprendido en las
calles y recintos donde ha hecho su carrera. La calle es un libro vivo y suele
tener más sabiduría que la que llega a los libros. Al fin y al cabo, los libros
los escriben los raros del pueblo, mientras la sabiduría popular es una obra
colectiva en la que escribe el mundo entero.
Con su ausente
presencia en la entrega de los premios, Bob Dylan dio la espalda y la cara al
mismo tiempo, y nos dejó la tarea de interpretar ese gesto ambivalente. Podría
decirse que el mundillo literario ha recibido con frialdad su mensaje para la
Academia Sueca. Pero lo cierto es que las palabras que leyó la embajadora de su
país son una pequeña obra maestra que brilla más por lo que sugiere que por lo
que dice.
Sin decirlo,
Dylan dijo que –en asuntos literarios, como en todos los asuntos– la
interpretación nunca depende de quien emitió el mensaje. Dijo una verdad
certera sobre los fenómenos de masas: que es más difícil complacer a un grupo
pequeño que a una multitud uniformada. Con tres frases destruyó todo el montaje
de la industria editorial y se encargó de recordarnos que el impacto de una
obra –una canción, una novela, un epigrama–, si es auténtico, es un milagro
secreto en el corazón de quien la acoge.
El discurso fue
modesto, sin llegar a la impostura. Dylan no negó que alguna vez, secretamente,
hubiera deseado recibir el reconocimiento que le hacían. Pero, al decir que le
parecía tan improbable como visitar la luna, se encargó de recordarnos que el
artista verdadero no es el que busca los premios.
No quiso posar
de excepcional. Al hablar de sus lecturas, mencionó los autores que todos han
leído en los colegios. Después habló de Shakespeare como ejemplo para ilustrar
la importancia de la autenticidad. Con soberbia elegancia, Bob Dylan denunció
las intrigas y falsedades del mundillo literario. Nuevas generaciones de
escritores hacen su obra movidos por la sombría idea de que, si no tienen
éxitos notables, lo que hacen no vale nada. Leen a los que han ganado premios
para aprender sus fórmulas. Son expertos en relaciones públicas y posicionamientos
de mercado; en tramitar reseñas y bendiciones de vacas sagradas. Olvidan que
al hacer eso se alejan de las actitudes más genuinas, se vuelven complacientes
cortesanos.
Para Dylan,
cuando el artista se proclama literato empieza a falsearse. Shakespeare nunca
se detuvo a pensar que lo que hacía era literatura; estaba demasiado ocupado
con los detalles de sus producciones teatrales: buscar actores, ajustar
diálogos, conseguir un cráneo humano para Hamlet.
La lección
principal que nos deja la candorosa carta de Dylan es que el arte es una
batalla íntima: el artista verdadero ha de sentirse tan grande como Shakespeare
y, a la vez, tan insignificante.
Publicado en Vivir en El
Poblado el 23 de diciembre de 2016.