La columna de Vivir en El Poblado
¿Quién conoce el destino de sus huesos? ¿Quién tiene el
oráculo de sus cenizas? Estas preguntas siguen siendo tan vigentes como cuando
las hizo Thomas Browne en Hydriotaphia
(1658), su tratado sobre las costumbres funerarias. El motivo fue el hallazgo
de unas urnas funerarias de las que resultó imposible establecer su origen.
Esos huesos triturados, despojados de nombres y de anécdotas, llevaron a
Browne a consignar por escrito todo lo que sabía sobre los rituales y
costumbres asociados con la muerte.
Browne empieza por decir que hay dos maneras de pensar
sobre la muerte: preguntarnos por el destino del alma o por el del cuerpo que
dejamos atrás. Dice que casi todas las naciones de la tierra se han inclinado a
disponer de los cuerpos enterrándolos o quemándolos, que sólo unos pocos han
preferido arrojarlos al mar o momificarlos. Su formación bíblica y clásica lo
lleva a afirmar que el entierro más antiguo fue el de Adán, en el monte
Calvario, donde Cristo sería crucificado. Nota también que en la Iliada hay por igual entierros, como los
de Aquiles y Patroclo, y cremaciones, como la de Héctor. Dice que el fuego ha
sido muy popular porque ayuda a que las partes etéreas se desprendan del cuerpo
y evita que los restos sean usados como reliquias o para hacer brujería, o que
el cráneo y los huesos terminen siendo vasijas o pipas.
Hydriotaphia está lleno de anécdotas escabrosas y curiosas. Cuenta,
por ejemplo, que los magi de Persia sólo se preocupaban por preservar los
huesos y que no tenían problema en dejarles la carne a los animales carroñeros.
Dice que los griegos temían que sus cuerpos terminaran en el mar, porque el
agua del mar era capaz de corroer la “fiera sustancia del alma”. También dice
que algunos animales –como los elefantes y las grullas– entierran sus crías
muertas, y que las abejas acarrean a sus muertos y les realizan exequias.
El tratado habla de costumbres como la de inhalar el
último aliento de un ser querido y las de besar a los muertos o cerrarles los
ojos; considera la presencia de música o de flores, de gestos y de llanto en
los rituales funerarios; habla de la costumbre de enterrar a los muertos con
sus viudas o sus caballos, con objetos entrañables o que puedan serles útiles
en la otra vida; señala lo poco popular que ha sido la costumbre de enterrar a
los muertos con sus riquezas, y lo poco que los muertos se han quejado. Al
final, se dedica a recordarnos lo efímero que es el recuerdo de los hombres, lo
breve que es nuestra diuturnidad (“diuturnity” fue una palabra inventada por
Browne) y lo vanos que son los monumentos que se erigen en memoria de los
“grandes”.
He vuelto a leer esta breve joya porque los últimos días
han abundado en hechos que darían para aumentarle unas páginas. Desde El
Vaticano, el Papa ha dicho que la gente debe dejar la costumbre de poner las
cenizas de sus seres queridos en lugares tan poco sagrados como las raíces de
una planta o un mueble de la sala. En Texas, un grupo de políticos se dispone a
hacer ley que a los fetos abortados se les hagan funerales. Aquí mismo, hace
poco más de una semana, tuvo lugar una ceremonia funeraria cargada de
simbolismo.
Tal vez la vida no nos alcance para entender lo que
ocurrió en el estadio Atanasio Girardot la noche en que debía disputarse una
final de campeonato. El dolor, la tristeza, la vergüenza, la inocencia, la
culpa, la vanidad, el orgullo, el estupor frente al misterio, la solidaridad,
la compasión, nuestro pasado de violencia, nuestra esperanza, lo malos, lo
buenos y lo humanos que somos, todo eso se expresó de manera escalofriante la
última noche del mes de las ánimas. Algo me dice que esa noche también
honrábamos los muertos que ha dejado esa monstruosa virtud que conocemos como
“la verraquera paisa”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de diciembre de 2016
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