El cierre de Vivir en El Poblado deja un enorme vacío.
Con esta nota, publicada el 15 de febrero de 2009, inicié mis colaboraciones en el periódico de Julio Posada, ese "milagro"editorial, como lo llamó García Márquez.
Muchos recuerdos, mucha gratitud, mucha nostalgia.
Ochenta años de olvido
La frase es de Borges.
Decía más o menos así: “ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la
novedad”. La primera vez que la leí tuve que detenerme y releerla. Ese pequeño
trocito de discurso es todo un tratado sobre la superstición de lo nuevo, ese
error tan extendido que consiste en creer que el último grito de la moda es el
mejor de los gritos. Después de muchos gritos la gente se pone afónica y aquel
que ha vivido bastante sabe que los entusiasmos y las grandiosidades cada vez
son menos grandiosos.
La frase de Borges me ayudó
a entender un versículo enigmático del Eclesiastés:
“No hay nada nuevo bajo el sol”. Fue a través de Borges que conseguí descubrir
por qué la gente casi nunca nota que aquello que le parece nuevo ha estado
dando vueltas por ahí desde hace miles de años.
Ochenta años, dos o tres
generaciones, la duración promedio de una vida, bastan para que alguien
proclame que estamos en presencia de cosas nunca vistas. Quizá los plazos se
hayan acortado, pero la duración no es lo importante, sino la forma tan
repetida como caemos en la trampa de lo nuevo. Pasa en todos los territorios de
la vida y, por supuesto, pasa en el territorio de la literatura. No dudo que
por ahí se están escribiendo obras maestras, pero prefiero dejarle al tiempo
la tarea de encontrarlas. Admiro a los lectores de hoy, escarbando entre tanta
basura, para dejar indicios a los del futuro sobre lo que vale la pena; pero no
quiero quitarles su trabajo.
Yo me quedo con lo viejo,
con lo que ya pasó, con ese descubrimiento prodigioso que uno hace en el
silencio de los estantes. Me quedo con la relectura, con ese volver a un río
que no es el mismo. Los libros viejos casi siempre son más baratos y suelen
decir cosas más inteligentes y sensibles que las que dicen los libros de hoy en
día.
Por eso acepto con gusto y
agradecimiento la invitación a hablar de relecturas, de regresos o de
descubrimientos de cosas que andaban perdidas en el tiempo. Para empezar por
algún lado, sugiero que volvamos a un libro que fue escrito hace justo ochenta
años, La noche de San Martín, por un
hombre de treinta años llamado, qué coincidencia, Jorge Luis Borges.
El libro está lleno de
grandes poemas: “Fundación mítica de Buenos Aires” nos recuerda que con cada
persona empieza de nuevo el mundo, la serie “Muertes de Buenos Aires” nos habla
del diálogo secreto entre las flores y las tumbas, “La noche que en el Sur lo
velaron” es, según Borges, “acaso el primer poema auténtico que escribí”. Son
bocados deliciosos de esos que rara vez se encuentran.
Pero quiero señalar un
poema en el que Borges recuerda la muerte de su abuelo. Una de las bellezas del
poema es que el autor imagina, con detalles, el sueño que arrastró a Isidoro
Acevedo mientras dormía. Pero más allá de la belleza está la magnitud
descomunal de lo que ocurre cuando cualquiera de nosotros conoce, por primera
vez, como si nunca antes hubiera existido, la realidad de la muerte. Es un
poema para releer, habla de uno de los momentos definitivos de la vida, porque
cuando somos niños y descubrimos la existencia de la muerte termina de repente
nuestra inmortalidad.
Vivir en El Poblado, febrero 15 de 2009.