Texto publicado en el suplemento Dominical,
de El Universal, de Cartagena, en marzo de 1995
Foto Nereo López
“Aunque parezca una
metáfora, hablar de Manuel Zapata Olivella, hoy, es hablar de alguien que ha
resucitado”.
El comedor recibe
el resplandor de un gran patio. La casa es enorme y de techo alto, queda en un
sector silencioso del noroccidente bogotano y de afuera sólo llegan los ruidos
de algunos pájaros.
Manuel Zapata
Olivella está en una de las sillas del comedor y, aunque su cuerpo tiene nuevos
límites –que le ha dejado su último combate con la muerte–, es posible percibir
una energía desbordante en ese hombre que hoy parece un altivo y sosegado jefe
de tribu africana.
“Después de
numerosas intervenciones en la columna cervical, que me permitieron conocer la
frontera del más allá, he podido tener la oportunidad de volver otra vez,
retomar el camino con una nueva mirada y con nuevos ímpetus”.
Cierra los ojos. Se
regodea en sus palabras, en sus ecos de tambor. Teje con gusto el ritmo de cada
frase.
“… y más consciente
de que el tiempo es fugitivo”.
Las huellas del
cazador
“Hemingway, el
cazador de la muerte, mi última novela, es anterior a este proceso, pero de
alguna forma también implica un resucitar. Es la primera novela, de un
propósito que tengo de escribir dos o tres más, enmarcada en mi vocación
primigenia por la literatura, en el asombro que tuve en mis primeros años de
adolescente, cuando comencé a leer las obras que constituyeron mi primer
horizonte de lectura –creo que el de todos los iniciados en la literatura– como
son las obras de Julio Verne, Las mil y una noches, las obras de Salgari, los
viajes de exploradores, etcétera”.
Todo en la vida de
Manuel Zapata Olivella está lleno de viajes y errancias. La historia de su
última novela, por ejemplo, comienza hace varias décadas, se explica a través
del largo viaje de su vida. Con su voz cadenciosa e hipnótica, Manuel Zapata
Olivella nos lleva de la mano en ese viaje.
“Esas primeras
lecturas despertaron mi interés por querer ir a la luna, visitar el subfondo de
los volcanes y de los océanos, en fin, por ser protagonista de novelas de
aventuras.
“Pero esta
literatura de la imaginación, para mí se fue quedando atrás en la medida que me
fui interesando por los problemas sociales, por los problemas políticos, en la
medida en que fui descubriendo que pertenecía a una clase que tenía sus más
remotos antecedentes en la esclavitud, en la conquista y exterminio de las
comunidades indígenas.
“Alcancé a conocer
a mi abuela negra, a unas tías descendientes de mi abuela indígena. De manera
que, cuando comencé a escribir mis primeros relatos, en Cartagena, en un
periódico que se llamaba El Fígaro, mis artículos estaban relacionados con
temas de interés para la comunidad, con su imaginería, sus costumbres y
temores: historias de aparecidos, la cabeza de perro que flotaba cerca del
cementerio, el cuarto bate, en fin.
“En aquel tiempo
empecé también a preocuparme por conocer los clásicos de la literatura, María,
La vorágine y las obras de José Antonio Lizarazo, que me impresionaron mucho y
que estaban adscritas dentro de la novela naturalista y sociológica, que en el ámbito
latinoamericano correspondían a las obras de Jorge Icaza y Adalberto Ortiz, en
la década del treinta, y Miguel Ángel Asturias, Ciro Alegría, y Mariano Azuela
en los años cuarenta.
“Todo este contexto
me fue perfilando como un novelista de la época, preocupado por la literatura
colombiana y latinoamericana, con algunas lecturas complementarias de la
literatura europea, también de carácter social –como Balzac y Dickens–, y de
norteamericanos como Faulkner, Dos Passos y Steinbeck.
“Pero mi iniciación
en la novela tiene más influencia directa con la literatura que se estaba
escribiendo en ese momento en Colombia, particularmente la de Lizarazo, a quien
conocí cuando vine a estudiar medicina aquí a Bogotá. De manera que, bajo esa
influencia escribí mi primera novela, Tierra mojada, a comienzos de los
cuarenta”.
Una pasión
vagabunda
“Llevaba bastante
adelantados los bocetos de Tierra mojada cuando se me dio por salir de
vagabundo, como un hippie, caminando a pie por Centroamérica –desde Panamá
hasta México–, pasando por esos países que en esa época (1943) estaban bajo las
dictaduras. El recorrido duró cerca de un año, vi de cerca la revolución
mexicana y conocí a personajes como Diego Rivera, Siqueiros y Mariano Azuela.
Luego llegué hasta los Estados Unidos, donde pude ver la discriminación racial
contra el negro, así como había visto la discriminación contra el indio en
Centro¬américa.
“Ese viaje me dio
una visión mucho más alta para la comprensión de los fenómenos sociales
colombianos y, particularmente, los que yo había vivido en mi infancia en el
Sinú, que son los que constituyen mi primera novela. Yo había vivido toda mi
infancia entre los arroceros del Sinú y Tierra mojada abarca toda esta
problemática que, en cierta forma, fueron los primeros brotes de la violencia
en este país. Creo que es la primera novela que anuncia ese problema de la
violencia, que yo después retomo en La calle diez, en Detrás del rostro y, de
algún modo también, en Chambacú, corral de negros.
“Pero mi interés no
era denunciar las luchas sangrientas que se estaban dando en ese momento en el
país, sino mostrar las injusticias sociales, las situaciones de opresión que
vivía el pueblo. En La calle diez, por ejemplo, que recoge el episodio del 9 de
abril, al lector no le queda tanto la muerte de Gaitán sino la miseria que se
vivía en esa época.
“Pero esta denuncia
social deriva con los años hacia otros horizontes.
“En la última etapa
de creación literaria, en la década del sesenta, antes de un largo silencio de
casi veinte años, aparece En Chimá nace un santo, que es ya una toma de
conciencia como colombiano e hispanoamericano, en función de la mentalidad
mágico-religiosa”.
Una excursión al
silencio
“Justo en ese
momento, cuando escribí esta novela, que tuvo la suerte de quedar segunda en un
concurso literario en el que Gabito obtuvo el primer premio con su novela La
mala hora, justo cuando empecé a recibir reconocimientos como el de Seix
Barral, en el que Vargas Llosa obtuvo el primer premio con La ciudad y los
perros, estos reconocimientos, en lugar de afirmar mi interés en continuar
escribiendo más novelas, me condujeron a unas reflexiones sobre qué cosa era
escribir una novela –ya había escrito cinco y quería saber lo que eso era–,
cuál era el uso que había que darle al lenguaje, cuáles eran los mecanismos
conscientes e inconscientes que se planteaban en el momento de la escritura y
otros problemas de la creatividad literaria, como la alienación cultural, el
problema del uso de los fenómenos históricos, etcétera.
“Todo eso hizo que
durante veinte años yo dejara de publicar una nueva novela, aunque escribí tres
que siempre consideré inmaduras. Sólo una, que se llamaba Viva el putas, la
publiqué después con el título de El fusilamiento del diablo. Las otras, El
cirujano de la selva y La maraca embrujada, se quedaron en el cajón”.
Un trabajo del
putas
“Toda esa búsqueda
literaria se fue concretando cuando me enrumbé en la búsqueda de una temática
que implicara la historia de las luchas sociales de América, desde la Colonia y
la Independencia, a través de una mirada no europea, no eurocéntrica, como ha
sido tradicionalmente la visión de la novelística latinoamericana. Quise mirar
el proceso a través de la mirada del africano, a través de su mestizaje con el
indio, con el español y así empecé a buscar fuentes, a visitar lugares como
Haití, México, algunos países del África, los Estados Unidos –país al que
regresé como profesor de la Howell University, de Kansas–, a analizar fenómenos
como el ‘Poder Negro’, ‘Las panteras negras’, la independencia y enrumbamiento
hacia el socialismo de países como Angola, el Congo, Senegal y Kenya.
“Todo esto sumado
me fue nutriendo para escribir Changó el gran putas, que apareció en 1983 y es
la primera novela que publiqué después de 1964. Esa novela plantea mi primera
resucitada –ya que estamos hablando de resucitadas– porque, aun cuando es el
producto de toda una evolución literaria desde la adolescencia, plantea una
nueva visión que yo considero en cierta manera liberada de los influjos de la
cultura europea, pero también influida –en este sentido también podemos hablar
un poco de alienación– por lo que era el concepto de África. Estaba lo
suficientemente lúcido para comprender que yo no era otra cosa que el resultado
de varias alienaciones: la alienación europea, la alienación de la memoria
ancestral africana –que yo idealizaba, desde luego– y la alienación de la
cultura indígena, también idealizada.
“Con todo esto, yo
considero que Chango el gran putas plantea una nueva visión crítica y literaria
de lo que es la toma de conciencia del hombre americano en sus vertientes
triétnicas. Yo creo que estas vertientes van a tomar madurez en los movimientos
sociales, políticos, econó-micos, culturales que se están planteando en este
fin de siglo, y que van a tomar su verdadera madurez en las tres o cuatro
próximas décadas. En ese sentido, sin que me lo haya querido proponer,
considero que soy el sembrador de actitudes y de pensamientos que van a aflorar
en la literatura del próximo siglo, que es una literatura que estará más ligada
–y ahora me doy cuenta, porque fueron pasos inconscientes– a los grandes
problemas.
Chango,
precisamente, se inicia con unos cantos escritos en verso que aluden al origen
y a la creación del mundo en la mitología africana y después se proyecta en una
denuncia por el uso agresivo de la tecnología contra el hombre y contra el
planeta. El fundamento de toda esta novela es el concepto del muntu, que es un
concepto bantú que alude a la familia, pero no en el sentido tradicional de la
cultura occidental, sino la familia de los hombres vivos y sus difuntos,
hermanados con los animales y los vegetales y los minerales. En otras palabras,
ese gran problema que hoy en día se está planteando la humanidad, de reconocer
esa biodiversidad a través de una fraternidad y no a través de una lucha a
muerte”.
Un libro sin
crítica
“Changó el gran
putas no ha tenido suficiente difusión fuera del contexto colombiano. A pesar
de que recibió en Brasil un reconocimiento literario.
“Aquí en Colombia,
la sensación que me ha dado es que Chango ha sido bien recibida, pero le cierra
las puertas a la crítica nativa porque involucra la necesidad de un mayor
conocimiento de lo que ha sido la historia de los negros en el continente, la
historia de la primera revolución antiesclavista triunfante en el mundo, como
fue la de Haití, conocer un poco sobre vudú, conocer un poco sobre la historia
de José María Morelos –en México–, meterse en ese mundo complejo del Brasil.
Entonces resulta que los críticos leen el libro, si es que llegan hasta la
página final, y se van atragantando de valores, de conceptos, de
acontecimientos, que no están en la rutina de la crítica general.
“Aquí en Colombia
se han escrito artículos importantes, pero no han sido publicados. A pesar de
ello, hasta mí no ha llegado un ensayo que plantee a fondo, por ejemplo, el
problema de la desalienación del lenguaje castellano, para poder penetrar en el
mundo de la filosofía del mestizo triétnico americano. Creo que ha habido oportunismo
por parte de los escritores latinoamericanos, porque es evidente que una mirada
eurocentrista sobre las culturas latinoamericanas o hispanoamericanas o
afroamericanas, es una mirada que asegura un mercado europeo. En cambio, si lo
hacen desde el punto de vista profundo del indio –como creo que lo ha hecho
Juan Rulfo– cuesta más dificulta tener acceso a la gran mayoría de los lectores
europeos. Rulfo es un autor consagrado por los pocos críticos que se han dado a
la tarea de penetrar en ese mundo del mestizo mexicano; pero, aun así, fuera de
los marcos de la crítica literaria, no es un autor que haya tenido el acceso al
público que han tenido otros autores latinoamericanos”.
El cazador de la
muerte
“Hemingway, el
cazador de la muerte’ plantea a su autor una serie de desafíos”.
El viaje hasta la
última novela ha terminado.
“Uno de esos
desafíos, como te decía, es el rescate de una vocación de adolescente por la
literatura de aventuras, que se quedó sepultada en el momento en que fueron
apareciendo otros intereses, como la novela naturalista y la de denuncia
social.
“De pronto,
terminando Changó, en 1983 y con la manía que me quedó de haber estado veinte
años investigando, trasnochándome, haciendo apuntes y demás, necesité llenar
ese vacío que me dejaba el haber terminado una novela y haberla publicado.
“Entonces me dije:
‘Voy a escribir una novela como la hubiera podido escribir Julio Verne’. No
tanto por estar influido por Verne, como por el deseo de retomar la atmósfera
en que sus novelas fueron escritas.
“Por diversas
circunstancias, cayeron los tres hilos fundamentales que me llevaron a la
concepción de la novela.
“La primera fue la
muerte de Hemingway. Hemingway había muerto ya, precisamente cuando yo me
encontraba muy metido en lo hondo de la búsqueda del arte de novelar, pero me
impresionó mucho que un hombre tan vital de pronto se hubiese suicidado. Si
Hemingway hubiese sido un personaje sicopático, que hubiese rehuido el contacto
con otros seres, no me hubiese sorprendido, como psiquiatra que soy. Pero que
un hombre como él se haya suicidado me llenó de interrogantes.
“El otro elemento
fue el producto de la investigación detrás de los valores africanos: una
leyenda Kikuyo, que es la etnia más importante de los pueblos que configuran al
pueblo de Kenya. A esa etnia perteneció Yomo Kenyata, el líder Mau mau y,
posteriormente, primer presidente de la República de Kenya. Según la leyenda, a
todo cazador que dispare su arma contra un animal sagrado se le devuelve el
proyectil y le hiere en el mismo sitio donde ha herido al animal sagrado. De
pronto, yo asocié la idea de que todos los disparos y las balas que Hemingway
había hecho en sus safaris de África se le habían devuelto en el disparo que él
se hace, en el momento de suicidarse con una carabina de dos cañones.
“Pero hay otro
elemento fundamental: la colonización de los pueblos africanos y,
particularmente, de los pueblos de Kenya, por el hecho de que, según la
paleontología, es allí el primer sitio en donde aparece el homo sapiens.
“Entonces me
pareció que los pueblos africanos, especialmente los pueblos de Kenya, son los
depositarios de la sabiduría más antigua que tiene la especie humana.
“Pero, aún queda
otro elemento. Yo he estado toda mi vida ligado al estudio de la biología. Yo
no quise, originalmente, ser un médico, sino que quise ser un zoólogo. Pero,
como entonces no había zoología ni en Cartagena, ni en Colombia –estoy hablando
de 1937–, mi papá me convenció de que debía preocuparme por conocer al más
importante de los animales. Entonces, éste es otro elemento que yo sumo a mi
interés de hacer una novela desligada de todo lo que me había acontecido. La
biología me llevó a introducir un nuevo hilo en la trama: el del conocimiento
de las formas de flora y fauna, a través del biólogo que no es otra cosa que el
médico frustrado Manuel Zapata Olivella. Para eso –aquí sí va un poco de esa
libertad creadora que quería tener– tomé un personaje que aparece en la primera
obra de Hemingway sobre España (publicada en español con el nombre de Fiesta),
un torero, Cayetano Ordóñez, llamado el ‘Niño de la palma’. Pues bien, ese
Cayetano Ordóñez no es otro que el padre de la gran figura del toreo Antonio
Ordóñez, pero yo en mi novela me propuse cambiar las cartas y lo hice biólogo,
porque el padre no quería que su hijo muriera empitonado por un toro.
“Luego viene la
expedición al África, al monte Kenya, de Hemingway y la fotógrafa de veinte
años con la que tiene un idilio otoñal. Les acompaña el hijo de Ordóñez y hay
un encuentro con Yomo Kenyata. Todo se reúne al final en torno a la obsesión de
Hemingway porque le ha disparado al mamut sagrado”.
Sin comentarios
“Hombre, yo creo,
independientemente de quién haya sido el autor, que son suficientes elementos
como para que la crítica literaria no se hubiese quedado como se ha quedado: un
poco muda, ya sea porque no ha leído la novela o porque no le ha interesado. A
mí se me hace que esta novela plantea muchas cosas que no deben pasar
inadvertidas para la crítica, para bien o para mal. En primer lugar, creo que
es la primera novela escrita por un autor hispanoamericano sobre África, es la
primera vez que un escritor hispanoamericano relaciona a Hemingway como
personaje en una novela, sobre todo cuando la novela está escrita en primera
persona y la persona que relata es Hemingway. Hombre, esto a un crítico le debe
plantear muchas cosas, decir al menos: ‘Cómo es posible que este señor se
atreva a estar convirtiendo a Hemingway en su voz narradora’.
“Al lado de eso
está el tema de la colonización de África, sobre el cual habría que decir por
lo menos dos palabras.
“Pues bien, me he
tenido que conformar con que el libro no se ha vendido, no le han hecho
publicidad, no lo han sacado del ámbito del mercado bogotano, no ha llegado a
Cartagena, no ha llegado a Medellín –y si ha llegado no tengo noticias–, no ha
llegado a Latinoamérica, no ha llegado a España, en donde yo esperaba que
tuviera muy buena acogida por lo de Ordóñez. No he podido conseguir que se
distribuya en los Estados Unidos, sólo ha llegado a manos de algunos críticos.
Estoy muy interesado en ver si consigo a alguien que se interese en traducirla.
Le veo muchas perspectivas en el cine, ha sido una novela concebida como para
ser realizada en el cine, por la figura de Hemingway, por los animales, por los
Mau mau y tantas otras cosas.
“Creo haber
plasmado mi interés de hacer una novela con plena autonomía de fantasía
creadora, creo que está dentro del ámbito de Moby Dick, creo que está dentro
del ámbito de la visión cultural que tenía Verne de los pueblos que utiliza en
sus novelas –como el relato que hace de América en Los hijos del capitán Grant–
y espero, con paciencia, sin desesperación, que la novela sea vendida y que, en
su momento, sea criticada”.
Una nueva quijotada
“Yo he dicho
reiteradamente que no soy simple y llanamente un trotamundos, sino que soy un
vagabundo, de la vida, de las ideas, de la filosofía, de los conceptos. No me
veo atraillado por compromisos de ninguna naturaleza, ni filosóficos, ni
religiosos, ni políticos, ni a estar estancado en un punto de vista originario
y persistir en él por haber encontrado allí la verdad absoluta. Por el
contrario, soy un vagabundo permanente, trashumante, de una postura ideológica
y filosófica a un nuevo grado de desarrollo de esa postura. No es que sea
vagabundo en el sentido de andar todos los días cambiándole el norte a mi
brújula, sino que todos los días profundizo en esos puntos cardinales que he
trajinado.
“Uno de los
personajes que más han influido en mí, a lo largo de toda la vida, ha sido el
gran vagabundo de don Quijote. La novela que escribo actualmente está inspirada
en un cuento que, a mi manera de ver, debió inspirar a Cervantes para crear su
personaje. Hasta el momento tiene el título de Itzao, el inmortal, y está
fundamentada en un cuento de la tradición oral, seguramente español, muy
difundida en Hispanoamérica. Este cuento ha sido retomado por autores como José
Hernández, el autor de Martín Fierro, cuando relata el desafío del payador con
el diablo. Ese mismo reto lo tiene Gabo, en Cien años de soledad, con la
leyenda de Francisco el Hombre enfrentado al diablo. Don Tomás Carrasquilla
tiene la historia en el cuento ‘A la diestra de Dios padre’, donde Peraltica se
enfrenta a la muerte y va al cielo y Dios lo pone a su diestra. También hay un
episodio en Pedro Páramo, cuando el hijo de Pedro Páramo visita el sitio donde
están encendidas las luminarias de todos los vivos y que se van apagando. Este
cuento tradicional tiene muchas versiones en América y en Colombia (he recogido
una versión en la Costa Atlántica con el nombre de ‘Rambao’, otra en el
Pacífico, con otro nombre, y otra en los Llanos Orientales, donde tiene el
nombre de ‘Florentino y el diablo’).
“Creo que este
cuento debió ser la inspiración de Cervantes para Don Quijote y Sancho Panza. A
Dios lo convierte en Don Quijote, adaptándolo al momento, porque ya estaba en
crisis esa idea, y Sancho Panza es ese personaje que en el cuento de
Carrasquilla se llama Peraltica.
“Mi proyecto de
seguir escribiendo con libertad creativa incluye otras novelas, pero no tengo
aún muy definidos los argumentos”.
Zona de
alimentación
La mañana se ha
marchado sin hacer ruido. Poco después de la una de la tarde han empezado los
movimientos en torno a la mesa del comedor. Han llegado Rosa y Edelma, la
esposa y la hija de Manuel Zapata Olivella.
La charla ahora
tiene el ritmo del hogar.
Manuel Zapata
cuenta que cuando fue invitado como profesor a la Universidad de Toronto, un
estudiante le preguntó qué significaba la presencia de los perros en todas sus
novelas. Le respondió que nunca se le había ocurrido que eso significara algo,
que en la Costa siempre hay perros.
A propósito de
estudios sobre su obra, Zapata espera la llegada –un mes después del momento en
que se hace la entrevista– de Yvonne Captain, una profesora norteame-ricana que
escribió un libro sobre todas sus novelas, hasta Changó el gran putas, y se
refirió superficialmente al libro sobre Hemingway, porque en su momento no
estaba terminado. Ivonne Captain viene a estudiar y clasificar los apuntes,
borradores y fichas de la biblioteca de Zapata Olivella.
Rosa, la esposa de
Manuel Zapata Olivella, es el sentido práctico, el contacto con la tierra de
esa casa. Es una española aún bella, de aspecto afable y tranquilo. Se casaron
en 1960 y ella le dio nuevos ímpetus a la carrera literaria de su marido, es la
primera lectora de sus libros. Viéndola se entiende en buena parte porqué, a
pesar de la indiferencia de los críticos, Manuel Zapata Olivella nunca ha
pensado en dejar de escribir libros.
“Nunca había hecho
poesía, hasta que me impuse la tarea de escribir los poemas que aparecen al
comienzo de Changó el gran putas”, dice, en medio del almuerzo de comidas
livianas y bajo en condimentos.
Por ahora, el viaje
de esta charla ha terminado. Muchas puertas se han quedado apenas
entreabiertas, como los años dedicados en compañía de su hermana a difundir el
folclor o el viaje a la Unión Soviética con una delegación a la que Gabriel
García Márquez se sumó en París como tamborero.
La mención de
García Márquez hace que Zapata Olivella recuerde que fue él quien lo acompañó
la primera vez que llegó a El Universal, en mayo de 1948. Pero esa es una
charla que ocupará otro espacio.
Por lo pronto,
queda la reconfortante sensación de haber hablado con un hombre que no ha
traicionado su vocación, que contra la indiferencia y la falta de difusión ha
construido una obra, ha seguido su ruta de vagabundo incansable.
Ahí, sentado en el
comedor de su casa, viéndolo presidir con su imponencia bonachona de viejo
soberano al que a ratos su cuerpo se niega a obedecerle, se comprende que
–aunque salga pocas veces a la calle– su errancia por las tierras de la vida,
de la muerte y las palabras, prosigue con su misma obstinación de adolescente
apasionado por los viajes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario