Texto publicado en el suplemento Dominical de El Universal, de Cartagena. en mayo de 1998.
“A mí se me
hace cuento que empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y el
aire”.
Jorge Luis
Borges,
Fundación mítica de Buenos Aires.
1. Como el
agua y el aire
Bajo una
garúa minuciosa, trece palomas grises miran una ventana y se preguntan por qué
no han vuelto a ver a la anciana de sonrisa dulce e incompleta que les daba
maíz por las mañanas. Desconcertadas, melancólicas, porteñas, se dejan mojar
hasta los huesos por la lluvia menuda, incapaces de alejarse.
Ignoran que
las miran (Buenos Aires es una ciudad llena de seres que se miran e ignoran que
se miran). Levantan los picos en dirección a la ventana y sienten que están
completamente solas en su incertidumbre, sin saber que desde el autobús 92 un
sujeto las mira y comparte sus temores.
Lleva una
semana en la ciudad. Nunca antes estuvo en Buenos Aires (lo que sabe lo
aprendió leyendo a sus autores preferidos). Los últimos cuatro días ha pasado
por ese sitio a la misma hora. La primera vez lo atrajo la escena: una anciana
sonriente, envuelta en una bata azul celeste, arrojándole maíz a un jolgorio de
palomas. Los días siguientes sólo vio
las palomas mirando la ventana tercamente cerrada.
En medio del
tumulto de camperas y gabardinas, que a esa hora ocupa el autobús 92, el
sujeto aventura una nueva definición de Buenos Aires: un tejido infinito de
historias que nunca se sabe cómo terminan.
El sujeto
tiene razones de peso para intentar definir a Buenos Aires. Por algo que sería
fácil llamar suerte, fue invitado a participar en el primer taller que realiza
en Argentina la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. El taller lo
dirige Tomás Eloy Martínez y es sobre
narración periodística. Cada participante ha elegido un tema para escribir y
él, sin saber lo que decía, ha dicho que su tema es Buenos Aires. Ahora se
mueve por las calles de esa ciudad sin límites, mirándolo todo con ojos de
condenado, y buscando, buscando como piantado,
una forma de expresar lo inexpresable.
En los
quioscos de revistas ha creído encontrar una clave. La colección de los libros
de Borges puso en venta esa semana El
libro de arena. El sujeto cree que la imagen de ese libro que nunca se
termina de leer puede ayudarle a reflejar esa ciudad, ese mar de calles y
edificios al que no se le conocen sus orillas.
Pero al
llegar a la sede del Freedom Forum
(un organismo internacional para la defensa de la libertad de prensa), donde se
realizan las sesiones del taller, la idea de usar el libro de arena como imagen
se le empieza a escurrir entre las manos.
Dice que
piensa reflejar a Buenos Aires a través de instantáneas de aquello que más le
impresionó. La idea es que cada imagen sea como una página del libro de arena.
Entonces lee, en una de las sesiones del taller, los primeros instantes que ha
atrapado:
Habla de la
anciana que no volvió a darle alimento a las palomas, de las veredas repletas
de mierda de perro, de la sorpresa que fue para él encontrar librerías abiertas
a las doce de la noche.
Muestra al
encantador de serpientes que cada noche se ubica en la calle Corrientes para
pedir unos “mangos” mientras hace levitar una serpiente inexistente.
Cuenta que la
vida nocturna es muy intensa y que es común ver a los ancianos departiendo
hasta tarde en los cafés, y entrando a los cines o teatros.
Dice que
junto al cementerio de la Recoleta están los hoteles de los enamorados y que
éstos se reponen de sus orgasmos mirando los ángeles de las tumbas.
Habla del
fluir incesante de seres, por las calles y por los pasillos del subté, casi
todos en silencio, serios, quizá tristes, muchos de ellos pensando que esa tierra
que llaman suya no era la tierra de sus abuelos.
Refiere la
historia del striper egipcio que
puede llegar al climax frente al público sin ayuda de sus manos.
Intenta
descifrar el gesto melancólico y el humor incisivo y veloz que poseen los porteños.
Trata de
entender la pasión por el fútbol o la atención fanática con que miran la T.V.
Procura
reflejar la curiosidad risueña con que la gente visita en sus autos el viejo
Palermo de cuchilleros, ahora sitiado por travestis con rostro de boxeador y
oficio recién legitimado por las leyes.
Anota que el
tango y la pampa, a pesar de ser fantasmas, se niegan a dejar esa ciudad.
Habla de
míster Corcho, el hombre que unió la desesperación y el ingenio para
interpretar canciones porteñas con un corcho en la boca.
Cuenta,
refiere, relata y, mientras más dice, siente que es más lo que le falta.
“No olvides
que el libro de arena jamás puede abrirse dos veces en la misma página”, advierte
Tomás Eloy.
Y el sujeto
comprende que sería muy triste no volver a ver jamás a Buenos Aires y admite
que tendrá que buscar otra forma de escribir su relato.
2. Conjeturas
sobre un brillo en la mirada
A pesar de la
firmeza y la confianza, hay algo de tristeza o desconcierto en su mirada.
Llega
puntual, el lunes en la mañana, y no oculta los deseos de empezar a trabajar.
Después de la
presentación protocolaria se lanza a hablar del tema del taller. Dice que cada
vez habrá más espacio en los periódicos para las narraciones periodísticas con
calidad literaria. Cuenta que diarios como el New York Times destacan
diariamente, en su primera página, dos o más narraciones periodísticas.
Entonces
deriva hacia la novela. Afirma que un día Carlos Fuentes y García Márquez se
dijeron: “Vamos a tirar nuestras novelas al mar, lo que hay es que mostrar la
realidad”, e insiste en que el secreto del asunto radica en aprender a
escribir de manera eficaz.
Durante
cuatro días coordina ese taller con periodistas de Argentina, Brasil, Colombia
y Venezuela. Escucha a cada uno y lo aconseja. Habla de la importancia del
arranque, de la urgencia de encontrarle a cada texto el tono y la estructura
necesarios. Compara con Virgilio al escritor, a los lectores con Dante, y hace
un elogio del silencio como herramienta del periodista: “Si se quedan callados
largo rato, el entrevistado no podrá contener el impulso de hablar”
|
Pocas veces se deja arrastrar por el paisaje
que se ve por la ventana de ese piso veintitrés. Sólo el primer día mira con detalle el
aeroparque, la estación de trenes, la autopista y el río de la Plata. Después
sólo lanza miradas fugaces que no pueden ocultar un raro brillo de tristeza o
desconcierto.
Después de
años y rodeos y terca fidelidad a su vocación, es uno de los escritores más
importantes de su país y quizá el de mayor proyección internacional en la
actualidad.
Pero mantiene
una extraña relación de atracción y de rechazo con esa capital donde se agrupa
casi el sesenta por ciento de sus compatriotas.
Vive casi
todo el año cerca de Nueva York: es profesor de Literatura de la Universidad de
Rutgers. Nació en Tucumán: una región al norte del país que endulza a la
Argentina con el azúcar y que tiene como rasgo principal el inocultable aire
precolombino de sus gentes.
Pero Buenos
Aires ha sido el centro de su vida y de su obra. A esta ciudad que prefiere no
mirar llegó muy joven con la ilusión de hacer carrera en el periodismo. De esta
ciudad tuvo que huir, en 1975, con la muerte pisando sus talones (quizá
prefiere renunciar al panorama para no tener que imaginar que en algún sitio
siguen vivos los hombres que recibieron de un gobierno militar la orden de
matarlo).
Esa ciudad,
sus mitos, sus pasiones dementes y sus bellezas extremas, recorren buena parte
de sus libros.
Justamente
uno de los mitos, el de una mujer a la
que el fervor elevó a la santidad, lo condujo a la fama —ya un poco
inmanejable— que quizá es la responsable del brillo de desconcierto.
Ahora él
también es un mito. Durante aquellos días del taller, sus tardes y sus noches
son de agenda apretada. Un día debe ir a la Feria del Libro a presentar a
Carlos Fuentes. Otro día debe visitar varios canales de televisión, para
conceder entrevistas. Una noche acompaña a cenar a la gente del taller en un
restaurante de San Telmo, pero al día siguiente debe madrugar para hablar con
la gente de Alfaguara. Una tarde visita el diario la Nación —en el que sigue
publicando una columna semanal— y dicta una conferencia a un auditorio numeroso
en el que hay viejos compañeros del oficio que nunca ganaron la beca del exilio.
Porque,
después de todo, el exilio parece más bien una beca (así lo definió Julio
Cortázar) que a gente como él le permitió cosechar experiencias, convertirse en
alumno aventajado de la vida.
Este nuevo
regreso a Buenos Aires —la ciudad que ya nunca podrá dejar de mirar con ojos de
extranjero— está marcado por un adicional motivo de alegría: la reedición de su
libro Lugar común la muerte, un compendio
de narraciones periodísticas de calidad literaria cuyo tema principal es el
último resuello.
Se muere
mucho en esas páginas. Políticos, escritores, gente anónima y hasta ciudades
enteras desaparecen de nuestra vista, pero esa insistencia en la muerte termina
por convertirse en un canto a la patética belleza de la vida.
“La firma es
el único capital con que cuentan los periodistas”, afirma, con pausas
acentuadas, como si revelara uno de sus secretos más valiosos.
Y mira
fugazmente en dirección a la ventana. Quizá —después de todo— no sea
desconcierto ni tristeza el dolor contenido que brilla en esos ojos. Quizá sólo
se trata de la incrédula sorpresa de saber que sigue vivo.
3. No nos
olvidemos de Cabezas
—Che, dejá de
ser lúgubre. Parecés más porteño que los porteños. Mejor cambiá de tema y
decime qué fue lo que más te impresionó.
—Entonces no
podré cambiar de tema, porque lo que más me impresionó fue la forma como piden
justicia en el caso de José Luis Cabezas. El rostro del fotógrafo asesinado es
una imagen tan difundida en Buenos Aires como un día lo fue la del Che
Guevara. En las vidrieras de los almacenes, en los periódicos y revistas, en
los autos, en la televisión aparece la mirada quejumbrosa de la víctima y el
lema: “No nos olvidemos de Cabezas”. Es tal la presión de la sociedad que no
sólo cayeron los autores materiales sino que está a punto de caer el autor intelectual:
alguien grande, pesado, con nexos en el poder que al parecer no van a servirle
para nada.
—Sí, che.
Hasta para exigir justicia somos macanudos.
—Fue un largo
aprendizaje. Las dictaduras, la corrupción, las situaciones extremas, fueron
enseñándole a la gente que también debe ejercer el poder de su opinión. Después
de ese caso, cualquier asesino va a pensarlo dos veces antes de disparar. Pero esa reacción admirable de la gente
también me dolió.
—¿Te dolió?
Pero, che, ¿de qué lado estás?
—No te
apresures, me dolió al comparar lo que sucede en Buenos Aires con las cosas
atroces que pasan en mi país. Desde lejos pude ver mucho más claros los
perfiles de la pesadilla en que vivimos. ¿Sabes lo que se siente cuando alguien
te dice: “Acabo de ver en televisión que en tu país hubo dos masacres”? ¿Sabes
lo que eso significa frente a la muerte única a la que los argentinos le exigen
justicia? ¿Sabes lo que se siente al comprobar que las madres de la Plaza de
Mayo siguen pidiendo el regreso de sus seres queridos? ¿Sabes lo que pasa por
dentro del periodista que descubre —en un informe que le entrega el Freedom
Forum— que su país ocupa el segundo lugar en el mundo en asesinatos de
periodistas (43 en los últimos diez años y ni un solo detenido)? ¿Sabes la
culpa que se siente cuándo alguien tan lejos te pregunta por Fredy Elles
—nuestro fotógrafo asesinado— y tienes la certeza de que en su tierra ya pocos
los recuerdan?
—Qué sé yo,
che.
—¿Te dije que
uno de los motivos del viaje a Buenos Aires fue dar una conferencia sobre García Márquez?
—Seee,
chanta. No podías callártelo.
—Pues te
cuento que fui a la universidad de Belgrano (queda en la calle Zabala, toma
nota de ese dato) y hablé durante más de una hora sobre lo que significó para
García Márquez la experiencia que vivió en El
Universal, al lado de gente como Rojas Herazo y el maestro Zabala. Pero eso
no es lo notable. Lo importante es que una
vez satisfechas las curiosidades iniciales (García Márquez es un ídolo
en Argentina, es el autor que más vende en ese país, hasta en los supermercados
es posible conseguir todos sus libros), después de todo eso, te decía, los
futuros periodistas empezaron a hacer preguntas sobre Colombia y, mientras les
respondía, mientras les hablaba de impunidades y pobrezas, de guerras en las
que ni siquiera se sabe cuántos bandos hay, de corrupciones y de vidas
devaluadas, llegué a la conclusión de que somos un país moralmente muerto,
anestesiado por la sangre, una mierda completa para decirlo en forma gráfica.
—Callate,
boludo, que pueden oírte.
—Tenés razón,
che.
4. La feria
más grande y pequeña de Latinoamérica
Todo en
Buenos Aires es superlativo. Tienen la avenida más ancha del mundo: la 9 de
julio, con el obelisco que tanto perturba a los psicoanalistas; y la más larga:
la Rivadavia, que sale de la Capital Federal, sigue por la provincia de Buenos
Aires y, al parecer, nadie sabe dónde termina.
Los chistes
sobre argentinos suelen referirse al agrandamiento de los porteños. Según se
dice, los relámpagos son los flashes
de las fotos que Dios les toma. También se afirma que todos los argentinos que
visitan París hacen una excursión a la torre Eiffel para saber cómo se ve París
sin ellos.
Henri Michaux
definió a Buenos Aires como la capital de un imperio que nunca existió y, en
cierta forma, tenía razón. Hay algo de anacronismo en esa ciudad de corte
europeo, émula de las capitales del primer mundo, con grandes avenidas y
modernos almacenes, pero situada en la cabecera de una pampa inmensa y
desolada, con vacas que comen pasto y gauchos que ceban mate.
También en
sus costumbres son europeos. Por algo se dice que —mientras otros pueblos
descienden de los Celtas o los Aztecas— los porteños descienden de los
barcos. Buenos Aires es el fruto de múltiples y masivas migraciones de italianos,
ingleses, franceses, alemanes y un largo etcétera, que a finales del siglo
pasado y durante los grandes conflictos bélicos de este siglo fueron llegando
para quedarse y dieron forma al rostro cosmopolita que la capital ofrece. Con
ellos llegaron filosofías y costumbres tan notorias como el gusto por el buen
comer y la afición por la lectura.
Sólo en la
capital Federal hay mil setecientas librerías, algunas de las cuales permanecen
abiertas casi todos los días hasta la una de la mañana. En los últimos años,
el promedio de edición de libros en el país fue de treinta millones de ejemplares.
Pero no sólo
son los libros. Las publicaciones periódicas también tienen un terreno abonado
en ese país. Clarín y Noticias son el periódico y la revista
de mayor circulación. El primero alcanza el millón de lectores los domingos y
la segunda llega a unas seiscientas mil personas cada semana.
Con cifras
como esas resulta comprensible que la Feria del Libro de Buenos Aires sea la
más grande del continente (un millón de visitantes en 18 días) y que sin
embargo su impacto no sea muy notable en la vida de la ciudad.
Los lectores
especializados suelen eludir los tumultos de la Feria y prefieren buscar sus libros en las completas librerías
que abundan en Buenos Aires. Es más la gente que renuncia a ir que la que va. Y
sin embargo la Feria es descomunal.
A pesar de
que este año no hubo quien despertara los delirios de estrella de rock que
produjo Ray Bradbury el año pasado, grandes escritores dieron brillo a la
vigésima cuarta Feria del Libro de Buenos Aires, que este año tuvo como lema:
“El libro, del autor al lector”.
En primera
línea estuvieron los dos argentinos nominados al Premio Nobel: Ernesto Sábato y
Adolfo Bioy Casares. También fue posible encontrarse en la Feria con Carlos
Fuentes, Mario Benedetti, Tomás Eloy Martínez o el español Juan Marsé.
Todo ellos dialogaron con el público,
firmaron miles de autógrafos e hicieron real y directa la consigna de que el
libro es un puente vital entre el autor y su lector.
Sábato habló
con el público el primero de mayo y aprovechó para decir que quizá lo único en
que ha sido coherente es en luchar siempre por la justicia social. Hizo una
defensa de las anarquía (“Cristo fue un
anarquista de su tiempo que andaba a las patadas, y eso lo hizo trascender”),
contó que vive en Santos Lugares —fuera de Buenos Aires— porque las grandes
ciudades le parecen detestables, invitó a la juventud a mantener los ideales (“La esperanza nace de la desesperación. En
esta época de crisis en el planeta surge la esperanza, sobre todo en los
jóvenes. No se pudran.”) y se lamentó de todas las “pavadas” que se publican hoy en día (“Es una lástima tirar árboles para publicar idioteces. Los libros
valiosos hablan de la vida y de la muerte, tienen de todo y a menudo son divertidos.”)
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Carlos
Fuentes —autor de La muerte de Artemio
Cruz, Cambio de piel y La región más transparente, entre muchas
otras obras— dijo tener confianza en el futuro de la novela y destacó el
florecimiento de la novela latinoamericana en la segunda mitad de este siglo.
Para él, buena parte de ese auge se debe al carácter visionario del escritor
francés Roger Caillois, quien llegó a la Argentina durante la Segunda Guerra
Mundial y regresó a Europa convencido de que el futuro de la novela se
encontraba en América Latina. Caillois propició la creación de la colección La cruz del sur, de la editorial Gallimard, donde fueron editadas por primera
vez en francés las obras de Borges y Miguel Angel Asturias, entre otros.
Benedetti
presentó su poemario La vida ese paréntesis
y ratificó que es uno de los pocos poetas en el mundo capaces de despertar el
fervor de grandes multitudes. Benedetti aprovechó su intervención pública
para criticar el proceso de globalización económica y cultural ( que “tiende a globalizar el desaliento”,
dice en uno de sus poemas) y se refirió a un nuevo fenómeno latinoamericano
que él ha denominado el Desexilio: ese difícil proceso que viven miles de
latinoamericanos exiliados durante las dictaduras y que ahora intentan regresar
y adaptarse —no siempre con éxito— a sus lugares de origen.
Bioy Casares,
por su parte, dijo que si no se habla demasiado sobre su candidatura al Premio
Nobel, tendrá más probabilidades de ganarlo.
Pero no sólo
brillaron las estrellas. En la Feria del Libro se congregan tantos escritores
que el oficio corre el riesgo de trivializarse. En el stand de ediciones La Flor, Quino y Fontanarrosa se turnan para dar
autógrafos. En el de Sudamericana, Mario Bunge es asediado por admiradores con
espíritu científico. Sergio Ramírez y Eliseo Alberto firman las novelas que
ganaron la última edición del premio Planeta. Rosa Montero habla, Daniel
Samper opina...
Y, como si
fuera poco, la Feria también ofrece un
espectáculo insólito: en distintos stands
y pabellones, decenas de escritoras y escritores tamborilean impacientes, miran
con gesto digno el flujo de las multitudes frente a sus mesas y esperan a que
alguien se anime o se apiade y les pida un autógrafo o, al menos, los invite a
comer un choripán.
5. Un relato
fantástico
Dejemos atrás
el ruido y las multitudes.
El sujeto
llega a un edificio afrancesado en la calle Posadas, sube al piso sexto, abre
su boca sin disimulo al ver el busto de mármol y el gran espejo que no lo
refleja. Deja fluir el estupor al comprobar las enormes dimensiones de ese apartamento-biblioteca de techos
altos y aire distante, como si en sus pasillos transcurrieran otros tiempos.
Acepta cortés
y obediente la solicitud de esperar que le hace esa anciana de rostro al borde
de una sonrisa. Llena la espera mirando los lomos de esas ediciones antiguas
con títulos en francés y en inglés, y piensa, trata de entender quién es el hombre
que se apresta a recibirlo.
Adolfo Bioy
Casares es uno de los más grandes escritores vivos de la Argentina, en su obra
abundan las tramas fantásticas y a los veintiséis años escribió una novela —La invención de Morel— que Jorge Luis
Borges consideró perfecta.
Cuando se
llega a su cuarto es difícil encontrarlo. Primero está la cama, alta y
antigua, como una isla a la deriva en un mar de libros. Luego se consigue distinguirlo
al pie de la ventana, en un sillón bajo, con las piernas extendidas, y esperando,
con sus ojos azules, sólo un poco curiosos, y un aire condescendiente y esforzado.
Parece un
personaje de película de ciencia ficción al que un raro virus o una jugarreta
del tiempo y el espacio condujeron, de un momento a otro, a la vejez más
extrema. Cuesta pensar que en Buenos Aires tiene la doble fama de escritor y de
Don Juan arrasador.
Ese día está
de buen humor. Dice que las cosas marchan bien, aclara que sólo le molesta un
dolor en una pierna y agrega con una sonrisa sin énfasis que, por fortuna, no
necesita la pierna para es cribir.
Dice que el
dolor es una de las experiencias más solitarias que tiene el hombre. Porque si
uno le dice a otro que le duele, ese otro no podrá nunca imaginar ese dolor en
su justa dimensión. Entonces cuenta que esa misma tarde espera terminar un
cuento corto, de unas seis páginas, sobre un inventor que consigue que se
pueda transmitir el dolor. Al comienzo del relato, el invento parece ser muy
útil para el desarrollo de la medicina, pues los diagnósticos cada vez son más
exactos. Pero las cosas se complican cuando los médicos se llenan de dolores y
deciden matar al inventor.
Adolfo Bioy Casares
|
Las sospechas
de que ese hombre de ochenta y cinco años no es real —que quizá se trata de
una invención— surgen cuando dice que se dispone a escribir una nueva
novela: la historia de dos amigos que quieren que sus hijos también sean amigos.
Hay algo de sobrenatural en la obstinación de ese ser de voz resquebrajada que
se dispone a llenar cientos de páginas a pesar del temblor rebelde de sus
manos.
Entonces
empieza a revelar los secretos de su arte:
“Antes de ponerme a escribir, sé todo sobre la obra,
desde el principio hasta el final. Nunca he empezado a escribir sin saberlo
todo. Trato de tener previstas todas las situaciones. A veces me engaño a mí
mismo y me encuentro con una dificultad que me ha estado esperando en algún
punto del relato, pero en general he podido resolver los problemas y cumplir
con mis ideas”.
Dice que una
manera de tener claros sus relatos es contarle la historia a una amiga mientras
cenan en un restaurante. “Si veo que la
historia le interesa, me siento estimulado”.
— ¿Escribe a
mano?
El hombre en
la silla no responde. Lleva una mano al bolsillo interior de su chaqueta, muestra
una hermosa estilográfica negra y dice, como quien desenfunda un arma porque lo
han provocado: “Esta es mi máquina de
escribir”.
“Yo prefiero usar tinta y no lápiz, y cuadernos y no
hojas sueltas, porque es como si el cuaderno me exigiera escribir siempre lo
mejor que yo puedo para no arrancar la página... Después las arranco, pero por
lo menos esto me sirve de estímulo para escribir del mejor modo que puedo. Creo
que cada texto hay que aprender a escribirlo, que nunca se acaba de aprender a
escribir. Usted tiene una nueva historia y la primera página le da más trabajo
que todas las otras porque todavía no ha aprendido a escribirla. Cuando ya
escribió la primera página —cuando ha aprendido— la segunda se escribe con
menos dificultad.
“Lo de la tinta es para que lo escrito sea algo
fijo, que no se pueda borrar”.
A esas
alturas de la entrevista —y de su viaje a Buenos Aires— el sujeto ha
comprendido que una de las constantes de esa experiencia es escuchar lo que
pueden enseñarle los maestros en el arte de escribir.
“Mis primeras
seis obras fueron las seis peores obras del mundo”, dice el hombre de la silla, con una mirada firme que
pasa por encima de las debilidades de su cuerpo. “Si tiene vocación, escriba. A escribir se aprende escribiendo y leyendo.
Hay que leer y escribir mucho”.
“Creo que mi relación con los lectores es ahora muy
buena. Cuando escribí esos libros no era tan buena y tenían razón. En algún
diario —cuando yo escribí un libro que se llamaba Caos— el
redactor me aconsejó que abandonara la literatura y que plantara papas. Yo fui
bastante insensible y no hice caso, pero no me arrepiento porque me gusta mucho
escribir. Espero que los lectores estén conformes con lo que yo hago”.
–¿Cómo es la
rutina suya hoy en día?
“La rutina mía de toda la vida es: las mañanas que
tengo libres las dedico a escribir y, si
la tarde también la tengo libre, vuelvo a escribir. Leo al atardecer y
no leo en la cama, leo levantado. La cama la uso para dormir”.
—¿Corrige
mucho?
“Mucho. Trato siempre de eliminar las habituales torpezas
mías. Trato de limpiar el texto y de que fluya el estilo, que el lector
encuentre el camino expedito para seguir de la primera página a las otras”.
—¿Que está
leyendo ahora?
“Acabo de leer un libro de Hemingway que habla de
sus amistades con otros escritores y es realmente muy hermoso. Leo poco los
autores nuevos. Prefiero releer. He releído La guerra y la paz, que me ha parecido un libro espléndido, como me pareció cuando lo leí
por primera vez. La lectura me tomó varios meses”.
Es casi
inconcebible una conversación con Bioy Casares en la que no aparezca la figura
de Borges. A pesar de la diferencia de edades —Borges era dieciséis años mayor—
fueron grandes amigos. Juntos hicieron antologías, trabajaron en torno a la
revista Sur, al lado de Victoria y
Silvina Ocampo —que fue esposa de Bioy (justo sobre su cabeza hay una foto de
ella)— y llegaron a escribir relatos a dos manos.
“Creo que una de las razones por las que mi vida ha
sido afortunada fue por conocer a Borges. Era una persona extraordinaria,
siempre estaba pensando, su
inteligencia no descansaba nunca. Siempre estaba inventando cosas y podíamos
hablar de literatura incansablemente de la mañana a la noche. Cuando
escribíamos juntos, generalmente inventábamos una historias durante la cena y
Borges decía: ‘Vamos a dedicarle tres cenas antes de ponernos a escribir’. Pero
después de acabar de comer se impacientaba y decía: ‘Dejémonos de tonterías.
Vamos a escribir ahora mismo’ ”.
“El trabajo se basaba, sobre todo, en no tener
vanidad, en ser muy amigos y no poder ofenderse. Si yo decía una tontería,
Borges decía: ‘No, no, no... ya miaste fuera del tiesto. No, no, no...’. Lo
mismo si a él se le ocurría algo que no me parecía adecuado, yo se lo decía.
Normalmente el relato se iba haciendo así: una frase de uno, dos frases de uno,
otra frase del otro y nos divertíamos mucho”.
—¿Qué piensa
sobre la vanidad y el culto a la imagen que suele haber hoy en torno a los
escritores?
“Creo que nosotros no tuvimos nunca esa vanidad. La
vanidad me parece un poco absurda.”
—Por cuáles
libros, en especial, le gustaría ser leído o recordado.
“Yo no puedo decir eso. Mis amigos inteligentes
prefieren El sueño de
los héroes. Otros prefieren La
invención de Morel. Este último ha ido a
todos los países y gracias a que lo publicaron todavía me piden libros de
China, de Japón, de Rusia, de Turquía. La semana pasada me han pedido un libro
de Turquía. Así que creo que a La invención de Morel, que me tiene tan cansado, le debo sin embargo muchas cosas.”
—¿El mundo
actual sigue siendo tan receptivo a lo fantástico?
“Creo que el mundo sigue siendo receptivo a lo
fantástico. Pero yo estoy menos receptivo. A mí me gustaría escribir algo que
no fuera una historia fantástica, pero las que mi mente me ofrece son todas
historias fantásticas.”
— Si se
inventara la manera de que una persona fuera al futuro —uno o dos siglos más
adelante—, ¿cree que vería que la gente todavía lee a Bioy Casares?
“Hay un cuento de un escritor que consigue ese don
y, después, cuando ve el futuro advierte que nadie lee sus libros.”
“No estoy seguro de que no me pase eso, pero trato
de creer que no me va a pasar y que lo que estoy escribiendo no son tonterías.
Pero vaya uno a saberlo.”
Entonces, el
sujeto le pregunta por el recuerdo más distante que tiene de la infancia y el
hombre de la silla regresa del futuro en el que no ha sido olvidado, pasa raudo
por ese presente en el que hablan —con las zancadas elásticas y vigorosas del
tenista consumado que fue— y desanda más de ochenta años de su vida, sin
mostrar el menor gesto de cansancio.
“Creo que el primer recuerdo que tengo es de estar
en un campo, en la provincia de Las flores, en una zona llamada Pardo. Ahí
estoy, mirando la luna, y me parece que hay unos personajes en la luna.
Entonces mi padre se acerca y me dice que sí, que hay un hombre en un burrito
allá en la luna”.
“Ahora no lo veo, pero esa vez lo vi”.
6. De la
estirpe de los barcos
Después de
todo, la imagen del libro de arena puede ser la apropiada. Sólo hay que pensar
en Heráclito para vencer el temor: de todas maneras estamos condenados a no
bañarnos dos veces en el mismo río.
El sujeto se
sienta en el banco de un parque —el Lezama, quizá, o las barracas de Belgrano—
a tratar de digerir lo que ha vivido. Extrae de su morral de peregrino el libro
de arena que compró en un puesto de revistas de la calle Suipacha. Aprecia la
paradójica delgadez del volumen antes de decidirse a hojearlo.
Al abrirlo
siente algo poderoso como una ráfaga de viento, que sin embargo no mueve sus
cabellos. Sus ojos permanecen desmesuradamente abiertos. Sus manos se aferran a
las solapas del libro. Las páginas se mueven a su antojo.
Ve multitudes
gritando en los estadios. Escucha cantos de amor incondicional a los equipos.
Ve fanáticos sin camisa lanzando alaridos que les tensan hasta el límite las
venas en el cuello.
Ve a Zunino
preguntarle a sus hijos —al final de un lánguido empate de Independiente— cuál
es el próximo partido. Lo oye decir, con su escéptica voz de porteño apacible:
“Ahí estaremos de nuevo. Sufriendo”.
Ve bailarines
y músicos de tango divirtiendo a los turistas, desligados de la sórdida
oscuridad que le dio origen a esa música, pero igualmente poseídos por otras
formas del desencanto.
Ve a míster
Corcho castigar sin piedad sus mejillas, le imagina una infancia sin amor,
montones de corchos tragados por accidente para perfeccionar su arte.
Ve las noches
encendidas en Corrientes y en la avenida de Mayo: los ancianos que departen
hasta tarde en torno a los cafés, las filas de medianoche para entrar a los
cines o teatros, las librerías de viejo, esperando hasta la madrugada a los lectores
desvelados.
Ve un “gato”
elegante en la Plaza Cortázar —junto al café Macondo— ignorando el sufrido
pasado de quienes le antecedieron en los piringundís malevos.
Ve a Raúl,
preocupado porque sus tareas de editor lo alejan de la creación. Lo ve venir,
desde la parrilla que está en el patio de su casa, con un aire de pilluelo y
unas carnes deliciosas y en su punto.
Ve la primera
fundación, ve la segunda fundación, ve la fundación mítica de Buenos Aires:
asiste a la ceremonia en la que unos aborígenes se comen a uno de esos
fundadores.
Ve a los
gauchos sobrevivir gracias al mate. Ve, en una sola intolerable visión total,
todos los mates amargos y simples que en un instante único se beben en la
ciudad en esa tarde gris de otoño .
Ve los barcos
viejos de la Boca, triturados por el sol, muertos o moribundos como el agua,
recordando con nostalgia porteña los tiempos en que el río era la vida,
aferrados al bullicio de las familias numerosas que llegaban a apiñarse en los
conventillos, que pintaban sus casas con los ruidosos colores de los barcos y
sembraban para siempre en esas tierras sus acentos y ademanes.
Ve los avisos
en italiano, en alemán, en francés o en armenio, explicando y justificando el
aire de lejanía que hay en las caras.
Ve la vida de
perros de los perros que habitan Buenos Aires, sus protestas resbalosas
llenando las veredas, sus encierros atroces en apartamentos o altillos, la
piadosa labor de los que trabajan paseándolos. Ve a los psicólogos que intentan
curarles las neurosis que les han contagiado los humanos.
Ve los
inmensos parques que hacen abierta y fresca esa ciudad. Ve los peces exiliados
del Jardín Japonés.
Ve a la Susana
Giménez de sus primeros sueños eróticos, la rubia desaforada que nunca se despegaba
de Monzón, empeñándose ahora en luchar contra los años, decidida a tensar su
piel al máximo para seguir viviendo por y para su cuerpo.
Ve los
escándalos que unen, a través de la T.V., a ese inmenso mar de solitarios: la
maestra de treinta y dos años locamente enamorada de su alumno adolescente, el
juez cuya justicia estuvo atada por culpa de un video que mostraba su placer
con otro hombre, los premios de televisión Martín Fierro —que ponen en
evidencia los recelos en el gremio—, el fútbol, los inundados.
Ve a Laura
mirar sorprendida las calles y exclamar: “Es cierto, no lo había notado:
hay pocos niños en la ciudad.”
Ve el
maniático fluir de Villa Freud, el barrio de los psicoanalistas. Ve a los
bandos departiendo en el café Jung y en el café Freud, separados por una
calle.
Ve a un
taxista al que la mosca se le escapa de las manos.
Ve a Balbo
referirse preocupado al problema de la droga entre los jóvenes. Ve sus ojos de
crío desamparado cuando habla de conspiraciones internacionales que han
convertido a Buenos Aires en un buen negocio para las mafias.
El ventarrón
de tiempo sacude sin cesar aquellas hojas y le hace ver ahora las estadísticas
que informan que, aún hoy, los nombres
de Evita y de Juan Domingo Perón son los más mencionados en los medios.
Ve el rostro
del fotógrafo Cabezas por todos lados. Ve las fotos que tomó, en un libro que
acaban de editar. Ve al principal sospechoso del crimen en una de las fotos
que ilustran la portada.
Ve a la
ciudad respirar alegre el cielo abierto en las noches de concierto. Ve a un
Lalo Schifrin fugazmente repatriado para llenar de orgullo patrio a los porteños
que recuerdan que fue él quien compuso el tema clásico de Misión Imposible. Ve
el concierto del Día del Trabajo: ve a León Gieco, Mercedes Sosa, el niño
prodigio de Tucumán, alentando a todo el mundo para que ayude a los inundados.
Ve a Gonzalo
y recibe agradecido sus palabras: “Vos también sos un chanta”.
Ve a Darío
chateando contra el mundo —olvidado por un momento de su pasión por la
escritura— y preguntándole a voces que no oye: qué hacés, donde vivís, llueve o
hay sol en tu ciudad.
Ve a Borges
por todos lados, cada vez más convencido de que sólo una cosa no hay: es el
olvido.
Ve a la mujer
de Maradona, también chateando, confesando en ese recinto anónimo que se aburre
cantidades.
Ve a
Maradona, desesperado, preguntándose qué más debe decir para que no lo olviden,
padeciendo una nostalgia más terrible que la nostalgia natural y casi
placentera de los porteños que deambulan, con rostro inexpresivo, por calles y
ascensores, trenes y autobuses, teatros, cafés, ferias o parques, en
aquella ciudad desmesurada.
Y mientras
más mira siente que es más lo que le queda por mirar.
Joaquín Salvador Lavado - Quino
7. Al borde
del paréntesis
El asma es
una enfermedad que obliga a sus víctimas a pensar constantemente en la muerte.
“Nací en el Paso del Toro.
Mi infancia fue medio complicada. Mi padre compró una farmacia en Tacuarembó y
lo estafaron, le vendieron los envases de medicamentos vacíos. Eso fue para mí
un hecho definitivo, pasamos de la clase media a la ruina”.
Por decenas
de causas distintas (por la contaminación de las ciudades, por la lluvia de
polvo de los días, por ciertos alimentos y hasta por miedos o desarreglos
nerviosos), el paciente descubre de pronto que la respiración se dificulta más
y más.
“Luego fuimos a vivir a Montevideo. Siempre recordaré
el ruido que hacía en las noches el techo de zinc. Hubo muchas dificultades.
Vivimos mientras se iban vendiendo los regalos de matrimonio: vajillas de
plata, relojes, cosas así. Mi madre era modista. Mi padre estuvo mucho tiempo
desempleado. Luego, cuando yo tenía 8 años y la situación mejoró un poco,
tuvieron otro hijo”.
Imagine el
lector que el proceso inconsciente y rutinario de inhalar y exhalar se
interrumpe de repente, imagine que si usted no se apresura a asumir el control
de sus pulmones la muerte se le acerca en forma vertiginosa.
Mario Benedetti
“A los once años escribí una novela. Los primeros
libros que leí fueron de Julio Verne. Dos años de vacaciones fue el primero y me encantó. Yo tenía tal pasión que me podía quedar
horas y horas leyendo. Mi padre me decía, vas a leer hasta aquí. Yo leía varias
veces el fragmento permitido. Después leí a Emilio Salgari y un libro que
leímos todos los niños de mi generación, Corazón. Lo leíamos y llorábamos como locos. Ese libro nos enseñó a sentir.
Fue un buen aprendizaje. Ahora a los niños les encajan esos marcianos horribles”.
Piense ahora
que todos los músculos del pecho y el diafragma —que incluso algunos de los
hombros y la espalda— redoblan esfuerzos para ponerse al servicio de la otrora
sencilla labor de respirar.
“Cuando publiqué el primer libro —en una edición muy
pobre que me regaló un amigo— lo mandé a dos o tres críticos. Uno de ellos me
dijo: ‘Tu libro es un mal libro de un buen poeta’. Ese fue un momento decisivo
en mi carrera literaria”.
Pero el
problema no sólo es asumir el control de los pulmones y ponerse a respirar. El
problema es que el aire no entra ni sale, que un bloqueo exasperante hace que,
en el mejor de los casos, la respiración sea un silbido delgado y agónico que
se interrumpe a cada rato.
“Sólo hasta el octavo libro encontré un editor.
Antes hacía un préstamo en el Banco Nacional y publicaba un libro. Cuando
cancelaba la deuda, hacía otro préstamo y publicaba otro”.
El forcejeo
es doloroso y sume al enfermo en depresiones terribles: cada nuevo intento por
llenar de aire los pulmones es una nueva reflexión sobre el sentido de la vida.
A veces el enfermo desiste unos segundos y se va hundiendo en un pozo oscuro
del que sólo lo rescata el instinto.
“Muchos escritores me han impresionado. Fui amigo de
Cortázar. Era un buen escritor y un hombre muy cálido. También fui amigo de
Onetti, fuimos muy cercanos en Madrid.
Éramos vecinos, no salía de la casa y su mujer me decía: ‘Tratá de convencerlo
para que salga’. ‘Para qué’, decía él, ‘si en la cama se puede hacer todo:
nacer, morir, comer, amar’. Su hosquedad era una defensa, cuando uno penetraba
esa defensa era un buen amigo. Lezama Lima era fascinante. Hablaba igual que
escribía. Era dificilísimo entenderlo. Escuché una conferencia y estaba
admirado por su manera de juntar sustantivos y adjetivos, pero no recuerdo qué
dijo. También era asmático. Yo cumplo este año las bodas de oro con mi mujer y
con el asma. Proust fue un asmático famoso y se aprovechó de eso para escribir
en la cama. También lo fue el Che”.
Durante mucho
tiempo se creyó que el asma era simplemente las dificultad para hacer entrar el
aire a los pulmones. Estudios recientes revelaron que el problema es que los
bronquios se contraen y dejan atrapado el aire en su interior. Todo esfuerzo
por inhalar se hace inútil y doloroso porque los pulmones ya están llenos.
“A un escritor joven, además de asegurarse de contar
con una dosis mínima de talento, le aconsejo trabajar mucho y no publicar
inmediatamente lo que escribe, dejarlo reposar para leerlo con otros ojos. Hay etapas en las que uno sufre influencias.
Pero luego encuentra su estilo. A mí me influyeron Quiroga, Maupassant (por esa
sabiduría para los finales y por el rigor, porque el cuento reclama mucho
rigor, incluso más que la novela) y Chejov (por la atmósfera). Entre los
poetas, Vallejo fue mi primera influencia pura y grande. También, un argentino
injustamente olvidado, Baldomero Fernández Moreno, que escribía sobre cosas
sencillas, sobre lo que sentía la gente, mientras los demás poetas eran
abstrusos. Después, en Antonio Machado encontré más calidad”.
En los
asmáticos suele predominar una sensibilidad exagerada, pero la lucidez atroz a
que los obligan sus ataques termina por desarrollarles la inteligencia.
“Escribo en computadora los cuentos y novelas, pero
no la poesía. En la poesía hay una relación poema, mano, papel, que es
obligatoria. Escribo cuando me dejan. Esa es una de mis angustias de los últimos
años. Tengo que pelear mi tiempo a muerte (eludir entrevistas o rehusarme a
integrar jurados). Tengo muchos temas que están haciendo cola. A lo que he
llegado es a escribir de noche: los periodistas están muertos de sueño, los
editores cansados y ahí puedo ponerme a escribir”.
Mario
Benedetti enfrenta justo en este momento un ataque de asma. Se encuentra en el
sótano de la librería Hernández —de la calle Corrientes— y piensa de nuevo en
la muerte.
“Escribo por necesidad. No escribo para vender. El
triunfo es una cosa inexplicable. Sucede que los libros que creo que van a ir
bien no pasan de la segunda o tercera edición, y aquellos en los que no confío
llegan a treinta. La novela La tregua ya pasó de las cien ediciones.”
Se encuentra
en Buenos Aires para presentar su último libro de poemas, La vida ese paréntesis. La noche anterior leyó en la Feria del
Libro, ante una multitud emocionada, algunos poemas de su libro.
“Soy ateo. Los poemas que componen este libro surgen
de la certeza de que antes de nacer y después de morir no existe nada, que
todo lo que tenemos nos ocurre durante ese paréntesis que llamamos vida.”
Arriba,
cientos de personas lo esperan para pedirle un autógrafo. La fila sale de la
librería y oscila en la vereda como una serpiente que remonta la corriente.
Benedetti vuelve a llevarse a la boca el inhalador con el remedio que esta vez
ha tardado en aliviarlo. Cierra los ojos exhausto, apoya los brazos tensos en
las rodillas para mantenerse erguido y le pide a sus viejos pulmones que sigan
respirando.
“Escribiré mientras pueda. Tengo setenta y ocho años
y no creo que me quede mucho”.
Roberto Fontanarrosa
8. Una
pradera nocturnal florida
Cuando tenía
diez años, Julio Cortázar vivió la inolvidable experiencia de subir al décimo
piso de un edificio en Buenos Aires.
Era un niño
sensible, desgarbado y extraño. La primera mitad de su vida la había pasado con
su familia en Europa, en el neutral territorio de Suiza, al borde de una guerra
cuyas proporciones tardaría algún tiempo en conocer.
A los cinco
años ya sabía leer, sin confusiones, cualquier texto en francés, en inglés o en
español.
Al final de
la guerra, su familia regresó a la Argentina —el lugar de donde eran sus
padres— y, apenas pisaron tierra, su padre salió despavorido.
Cortázar
vivió con su madre, sus tías y su abuela alemana. Era el único hombre en un campestre
paraíso de jardines, pianos y tomateras, cerca de los rieles del tren, en el
suburbio de Banfield.
Su primera
decepción amorosa la sufrió a los ocho años, cuando le escribió un poema a una
compañera de la escuela y la ingrata lo denunció con la maestra.
Sus
compañeros le decían el maricón, porque prefería los libros de Julio Verne a
los partidos de fútbol. Pero aprendieron a aceptarlo cuando descubrieron su
asombrosa facilidad para escribir y vieron la generosidad con que hacía —con
estilos distintos— las composiciones de sus compañeros más queridos.
Cuando tenía
diez años pudo ver a Buenos Aires en la noche, desde la ventana de un décimo
piso. La impresión fue tan conmovedora, produjo en él un estado tal de
excitación y de ingravidez, que no regresó a la realidad hasta que escribió un
poema que empezaba de la siguiente manera:
“Y la ciudad parece así, dormida
una pradera nocturnal, florida
por un millar de blancas margaritas”.
Setenta y
cuatro años más tarde, también de noche, un avión se acercó a la cabecera de
una de las pistas del aeropuerto de Ezeiza. Después de un silencio y una
quietud que se prolongaban, exigiendo sonido y movimiento, el avión empezó a
rodar por la pista, cada vez más veloz, cada vez más ruidoso, hasta que despegó
las llantas de la pista.
Todos los
pasajeros pujaron para ayudar al avión y en pocos segundos los motores de la
nave se relajaron, a una altura ya considerable. Entonces el sujeto pudo ver a
Buenos Aires.
En los
aviones, las personas que miran demasiado por las ventanas, que se pegan al
acrílico y realizan piruetas aparatosas en sus sillas, suelen ser consideradas
novatas, provincianas o escasas de decoro. El sujeto no se preocupa por nada de
eso y mira arrobado la infinita pradera nocturnal florida que se extiende hasta
lo que debe ser el horizonte.
Durante cerca
de quince minutos sólo hay luces, avenidas, ciudad y más ciudad. Intenta
recordar lo que ha vivido en ese sitio durante dos semanas, intenta sacar
conclusiones, pensar en algo, alguna imagen que exprese todo aquello, pero la
imagen la tiene ante los ojos y le resulta inexpresable. Sólo sabe que esas
luces se están grabando en ese instante en el lugar de los recuerdos
especiales.
Cuando ya no
puede forcejear más contra la ventanilla, cuando comprende que es un hecho que
la hermosa ciudad de Buenos Aires ha entrado en su pasado, intenta con torpeza
pensar en ese coro de personas que durante aquellos días le hablaron de muchas
cosas, pero especialmente de lo mismo, de lo suyo: de la vida y de la forma de
escribirla.
Buscó en su
morral de peregrino el libro de Bradbury que eligió para el viaje. Estaba
exhausto. Era incapaz de coordinar más de dos ideas. El sueño represado lo
invitaba a darse por vencido. El rugido del avión era sedante.
Volvió a
mirar por la ventana. Durante unos segundos miró la oscuridad, la fría
tiniebla de allá afuera.
Abrió el
libro. Leyó:
“Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para
que la realidad no lo destruya”.
La frase fue
a alojarse en su cabeza con la fuerza de un disparo.
Buenos Aires, abril-mayo de 1998
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