Era una época de andares presurosos. Por dentro, el
tumulto de proyectos, deseos, búsquedas, temores, sometimientos y servidumbres
no daba respiro. Imposible ocuparse de una sola cosa por tiempo prolongado. Por
fuera, los pasos aún vigorosos, la eficiencia frente a las múltiples exigencias
de esa vida. Resultaba obvio entonces que mi andar aquella noche fuera presuroso,
que mis piernas trabajaran con gran intensidad.
Era un sector de la ciudad poco congestionado. No
recuerdo haber visto circular por allí autos o cualquier otra clase de
vehículos. Creo que ni gente se veía en las aceras. No sabría decir con
precisión si pensaba mientras caminaba solitario o si hablaba con alguien que
marchaba a mi lado. A veces ambas cosas se me parecen demasiado. Cuando camino
solo siento como si le hablara a un fantasma confiable que marcha a mi lado y
cuando camino con alguien y le hablo, pienso que ese alguien no existe y que lo
que digo lo digo para mis adentros. Pero, en fin, caminaba por la acera
desierta y, acompañando o no, hablaba o pensaba.
Al llegar a la esquina, mis pensamientos –llamemos
pensar a lo que hacía, a lo que me alejaba hasta volver borrosa esa acera, ese
instante sin ningún requisito para hacerse inolvidable–, mis pensamientos,
decía, al llegar a la esquina ocupaban mi atención. Debían ser importantes, en
esa época acostumbraba pensar cosas importantes. Pero me temo que nunca llegaré
a recordarlos; diminuto fragmento de mi vida perdido para siempre.
Al llegar a la esquina, decía, pensaba. Fue sólo un
instante verla irrumpir en mi vida y precipitarse contra mi absorta humanidad,
sin alcanzar a hacer algo para evitar o al menos atenuar la colisión.
Quedamos cara a cara, al principio sorprendidos, como
planetas que dormidos se salieron de sus orbitas, y luego –a más tardar un
segundo después– fascinados por una fuerza que salía de los dos, desencadenada
por los dos, que nos hacía comprender, en un rapto de lucidez que he tardado
toda mi vida en entender, que en ese pequeño reducto en que nos mirábamos, la
perfección y la armonía confirmaban su existencia.
Sentí que ante alguien como ella podría mostrarme sin
reservas. Sentí que ella podría discernir, en medio de la mentira, al sujeto
que era yo. Sentí que en ella, en sus ojos matutinos, sus cabellos tempestuosos
y su piel de atardecer, habitaban todos los significados que yo pudiera darle a
la palabra belleza y, como si fuera poco, percibí que para ella yo tenía el
mismo valor.
Yo estaba atontado. Recuerdo que después del choque
nos tomamos de las manos. Hubiera querido que nunca llegáramos a soltarnos. Nos
mirábamos con todo lo que éramos, hasta con nuestros ojos, y en ese instante parecido
a lo que debe ser la eternidad comprendimos que si algún sentido tenían los
sobresaltos de nuestras vidas, si a algo concreto nos conducían nuestras
búsquedas, eso sólo podía ser la persona que ahora sosteníamos muy cerca, esa
existencia temblorosa que intuíamos como lo más importante que podía pasarles a
nuestras vidas.
Pensé que el tiempo había transcurrido de manera
escandalosa. Me puse a tratar de juntar unas palabras para decir algo y, cuando
creía tenerlo, fue cuando ella me besó.
–Fue un beso breve, cálido, lacónico, alegre,
resignado y triste.
Me miró de nuevo con esos ojos que nunca he podido
borrar de mis ojos y no dijo nada. Sonrió divertida, viendo a las palabras
huirle en desbandada. Aflojó lentamente sus dedos soltando mis manos, abandonándolas
de nuevo a su temblor cotidiano, a sus incertidumbres, y caminó despacio por la
acera que antes yo había recorrido en dirección contraria.
En algún momento reanudé mi marcha. En algún momento,
algo debió recordarme que no podía quedarme allí por el resto de mi vida. Me
alejé pensando que sólo así puede ser la perfección, diciendo a alguien que tal
vez marchaba a mi lado, que toda palabra es sólo una palabra de más, que
intentar retener la maravilla y prolongarla es aplicar contra ella los detestables
métodos de la esclavitud.
De “ Bajas pasiones” (1990)