Un par de textos de Regreso al centro (Notas de prensa 2007-2011),
ahora disponible en edición para Kindle.
Extrañas coincidencias
Al lado del álbum de
chocolatinas, otra de mis ventanas al mundo era una sección de periódico que
cada día venía cargada de sorpresas. “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, insistía
en recordarme que el mundo era un lugar lleno de cosas estrambóticas y
extrañas. Recuerdo que siempre recortaba el recuadro ilustrado y lo pegaba en
un cuaderno. Por años, ese cuaderno fue mi pertenencia más preciada y aún
lamento que se haya perdido en uno de los tantos trasteos de la vida. Solía
abrirlo en cualquier lado y volvía a sorprenderme con las cosas que encontraba,
como si sólo en ese instante acabara de enterarme.
Pienso que uno de los grandes
aciertos de “Aunque usted no lo crea” radicaba en el desenfado del título. Si
se hubiera llamado “Todo esto es cierto” le habría faltado credibilidad. Pero
al ofrecerle al lector la oportunidad de creer o no, al insistir en que las
cosas eran ciertas a pesar de que no faltaran incrédulos, obligaba a todos a
creer sin atreverse a dudar. Con el tiempo he llegado a preguntarme si, a
veces, Robert R. Ripley o los sucesores de su empresa no nos estarían metiendo
cuentos de vez en cuando. Pero nunca he dejado de creer que la mayoría de las
historias fueron ciertas y que el mundo es un lugar bastante extraño.
He vuelto a pensar en todo esto
porque hace poco cayó en mis manos una recopilación de historias de “Aunque
usted o lo crea”, sobre extrañas coincidencias, y el asombro remoto ha vuelto a
despertarse. Me leí el libro de una sentada y me enteré de cosas tan curiosas e
inútiles como que Joseph Samuels, un australiano condenado a la horca por robo,
se salvó de morir después de que la cuerda se rompió tres veces y un juez
decidió que mejor no lo colgaran. Me he enterado también de que Betty y Marvin
Marx, de Springs (Maryland), compraron un día una caja de huevos donde todos
salieron con doble yema. No importa lo trivial de las historias que nos cuenta
Ripley, es casi imposible dejar de leerlas. Ignoro para qué pueda servirme
saber que el inventor de la catapulta murió catapultado por su invento y fue a caer
sobre su esposa, quien quedó viuda y difunta al mismo tiempo; o enterarme de
que el escritor griego Esquilo murió golpeado por la tortuga que un águila
arrojó sobre su calva, que confundió con una piedra. Pero la inutilidad de ese
conocimiento no me ha privado del goce de adquirirlo.
Medellín también aparece en este
inventario, o al menos una persona nacida en esta ciudad. En 1964, un tal
Germán Suárez encontró en la selva del Amazonas una guía turística de Nueva
York. Me pregunto si la guía todavía existirá, si Germán o su familia conservan
en un armario la guía más perdida de que se tenga noticia.
He creído encontrar en esta edición sobre
coincidencias una idea constante e implícita: que una inteligencia habita tras
las cosas. Pero todo está contado con tanto desparpajo que sería muy difícil
demostrar que Robert Ripley nos estaba sermoneando. Lo cierto es que la idea de
una justicia divina parece inocultable en historias como la de Henry Ziegland,
de Texas, quien murió cuando derribaba un árbol. Veinte años atrás, Ziegland
había dejado plantada a su novia, Catherine, y la chica se había suicidado. El
hermano de la chica trató de vengar la afrenta, pero la bala sólo rozó a
Ziegland y se clavó en el árbol. Convencido de que había matado a Ziegland, el
hermano de la chica también se suicidó. Veinte años después, en 1913, Ziegland
estaba cortando el árbol y, como era un trabajo difícil, decidió usar dinamita.
La explosión lanzó la bala en dirección a su cabeza y colorín colorado.
Oneonta (Nueva York),
septiembre de 2011.
La guía perdida
Cuando nacemos, el mundo ya
llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos,
mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es
sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el
mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay
que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas
que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película,
exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas.
Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de
invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber
por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de
basura.
Pasamos la vida encontrando
relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo
después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por
personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino
que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no
estaremos cuando ocurran los hechos memorables.
Nuestra breve estadía, sin
embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren
nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida,
nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una
fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los
presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la
casa.
Es posible decir que la historia
que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo
nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas.
Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos
que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles,
cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos
citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde
Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de
catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana. Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe
guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés,
entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los
misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una
linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros
hasta ese remoto paraje.
Cuarenta y siete años más tarde,
en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo
un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con
la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo
apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe
detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos
que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de
maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más
lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó
atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro
pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por
ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió
la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más
pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía
hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de
la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados
de la fiesta.
Oneonta (Nueva York),
octubre de 2011.
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