Un perfil de Bernardo Caraballo (enero 1, 1942- enero 20, 2022) publicado en El Universal, de Cartagena, en julio de 1992
Bernardo Caraballo
El campeón sin corona
I.
Hay fiesta en casa de los Caraballo
La casa es alegre y
tiene una sala amplia. Está en una calle tranquila llamada La Paz.
En la sala hay un afiche
enmarcado de Pambelé. Al fondo, en el comedor, casi sobre la puerta que da a la
cocina, un cartel nos invita a ver la pelea entre Caraballo y un boxeador de
apellido Chartchai.
Un hijo de Bernardo
Caraballo nos explica que el combate fue en Manila, Filipinas, en el año 64.
En la sala hay dos
cuadros más. Tienen fotos pequeñas. Allí está el dueño de casa joven, vigoroso,
elegante y de sombrero, caminando por calles de Bogotá.
Entonces un Bernardo
Caraballo de cabello blanco se asoma a la puerta de un cuarto y pregunta si
habrá fotos. Al saber que sí, desaparece en el cuarto después de prometer que
volverá.
La casa está llena de
gente. Mujeres sonrientes colocan guirnaldas. Montones de niños desfilan
curiosos. Alguien ha descolgado el cuadro de Pambelé y ha puesto alegres tiras
de papel blanco. Esa tarde habrá fiesta en casa de los Caraballo. Es cuatro de
julio, se celebra un cumpleaños.
Hace
veinticinco años
A las ocho y dieciocho
de la noche del cuatro de julio de mil novecientos sesenta y siete (algo así
como las cinco de la mañana en Colombia), empezó el combate por el título
mundial gallo de la A.M.B entre el campeón –que hacía su cuarta defensa–
Masahiko “Fighting” Harada, del Japón, y el retador –y ligero favorito en las
apuestas– Bernardo Caraballo, de Cartagena, Colombia, un pueblo situado a mucha
distancia de Tokio, Japón.
Harada tenía las de
ganar. Era su país. Era su público el que gritaba su nombre en una de las
tribunas. También era su público ese insólito sector de la concurrencia que
guardaba silencio muy educado y sólo aplaudía al final de cada round.
Si la cifra dada por los
organizadores de la pelea es exacta, de las once mil personas reunidas en el
Nipon Budokan Hall, diez mil novecientas noventa y seis estaban a favor del
japonés y sólo cuatro a favor de Caraballo.
Caraballo besó el Cristo
que colgaba en su pecho, se lo entregó a su second y, después de unos instantes,
el combate comenzó.
En Cartagena, Colombia,
aún no salía el sol. En las calles de la madrugada, grupos de curiosos giraban
como moscas en torno a los dos periódicos de la ciudad y, especialmente, a sus
teletipos, a la espera de conocer el resultado de la pelea.
A esa misma hora,
también, una mujer y sus tres hijos esperaban. Rezaban y esperaban.
Caraballo supo que
estaba en el Japón en una pelea por el título y que había gente esperando que
ganara, cuando un puño de Harada lo conectó en el primer asalto y lo derrumbó.
Eso no le gustó a
Caraballo para nada. Reaccionó con tal violencia que ese round en que cayó para
muchos quedó empatado.
La pelea siguió y
Caraballo bailó, se movió con su agilidad legendaria. Cambió de guardia y peleó
zurdo. Se movía, se agachaba, sorprendía a Harada con la rapidez de sus manos y
sus pies.
Y Harada respondía.
Seguía con su obstinación de japonés, conectando algunos puños rotundos sobre
el baile que tenía al frente, volviendo la cara de Caraballo algo hinchado,
húmedo y amoratado.
Pero Caraballo también
conectaba. Llegaba con su brazo de lanza hasta la cara de piedra del japonés.
La pelea fue la primera
por título mundial, en la historia, que quedaba con siete rounds empatados. Se
dieron que da miedo.
Al final llegó el
momento de escuchar el resultado. Los japoneses se miraban asustados. Los
cuatro colombianos que acompañaban a Caraballo, el Embajador, el Cónsul, Camilo
Morales y Sócrates Cruz, gritaban eufóricos y sudorosos. Le decían: “¡Ganamos!”,
y estaban convencidos de que habían ganado hasta que el presentador leyó la
decisión y el árbitro alzó el brazo de Masahiko “Fighting” Harada.
Una
placa de cobre grabada
Bernardo Caraballo
aparece con una camiseta que tiene estampado un sol.
Como la conversación
gira en torno a fotos y carteles, Bernardo Caraballo va hasta el mueble del
comedor y toma una placa de cobre que está un poco empolvada. Se acerca a la
puerta del patio, quita el polvo con la mano y muestra un montón de trazos
grabados sobre la placa, trazos que anuncian, en un idioma incomprensible, la
pelea por el título mundial en el Nipon Budokan Hall.
Caraballo señala un
grupito de letras a la derecha y dice: “Ese debe ser mi nombre. Éste es el
único recuerdo de esa pelea que me queda”.
Entonces regresa la
placa a su sitio, pasa serio por entre los preparativos de la fiesta y propone
sacar a la terraza un par de mecedoras.
Luego del trasteo,
instalados bajo la fresca sombra de un árbol, Caraballo se apresura a decir:
–Yo le gané a él. Lo
partí en tres partes, las dos cejas y el pómulo. Esa pelea me la quitaron. A mí
sólo me abrió una ceja.
Bernardo Caraballo se
acerca para mostrar la cicatriz, pero no recuerda en qué ojo era. Al final cree
recordar que era el izquierdo y una leve rayita, una cicatriz invisible, es lo
único que le queda de los puños de Masahiko “Fighting” Harada.
Pero Caraballo no
recuerda ese episodio con rabia. Recuerda, más bien, lo feliz que se sintió.
Había terminado exitosamente la primera pelea a quince rounds de su vida.
Cuando el juez levantó la mano de Harada, el mismo Caraballo buscó al japonés y
también se la levantó. “Yo le levanté la mano, sentí emoción, bastante
alegría”.
El japonés devolvió la
atención visitándolo más tarde en el camerino. “Me dijo que yo era muy buen
boxeador, que tenía bastante rapidez de piernas y de manos”.
Fue la última vez que
hablaron. Antes, sólo había conversado con él una vez, cuando los presentaron
en una reunión. “Él tenía intérprete. Me dijo que me daba suerte, pero que él
era el campeón”.
“Dos días después de la
pelea sí me sentí triste”.
Sócrates Cruz, Camilo
Morales y él permanecieron tres días más en el hotel Fairmont, al que habían
llegado quince días antes de la pelea. Luego viajaron a Colombia en un avión de
Pan American que aterrizó en el aeropuerto de Soledad.
Esa noche durmió en
Barranquilla y al día siguiente salió para Cartagena “por vía”.
En el retén de doña
Manuela, a la entrada de la ciudad, había gente que esperaba su llegada.
Acompañaron su carro corriendo detrás de él. Poco a poco la multitud era mayor.
Pronto se formó una enorme caravana que recorrió la ciudad antes de acompañarlo
hasta su casa. En medio del entusiasmo, la gente empezó a llamarlo el Campeón
sin Corona.
“Lo que era la
fanaticada”, dice con su voz leve Bernardo Caraballo. “Todavía soy su campeón
pa’ellos. En la calle me saludan, me dicen: ‘Caraballo, adiós’, ‘Campeón,
adiós’. Gracias a Dios todavía tengo un poco de imagen. Todavía el pueblo no me
ha olvidado”.
Una
carrera
“Hice 124 peleas
profesionales. Perdí diez y empaté como tres. Noquié a más de treinta y pico.
Pelié dos veces por el título. La primera vez fue contra Eder Jofre en Bogotá.
En esa pelea perdí por nocaut en el séptimo round. Era la primera pelea que
perdía en mi vida”.
Y
para terminar una pelea
“El día de esa pelea por
el título, contra Eder Jofre, en Bogotá, me pusieron a rebajar. Cuando me
pesaron, a las doce del día, di 120 libras, o sea dos libras de más. Subí a
Monserrate trotando y después me metieron dos horas en unos baños turcos. Di el
peso necesario, pero me debilité. Fue en el Campín. El estadio estaba lleno.
Llegaron personas de todos los departamentos de Colombia”.
Momentos
“Mi primera pelea como
boxeador fue en Turbaco, en el 58. Era a tres rounds y gané por puntos.
“Empecé a boxear por el
factor económico. Tenía que hacerlo. Me inició Humberto Caraballo, mi hermano.
Él me llevó al gimnasio. El que me enseñó fue Julio Carvajal Salamanca, un
chileno que vivía en la ciudad.
“La última pelea fue en
el 77, en Chile, con Astorga (era el campeón Centroamericano y del Caribe del
peso pluma, pero el título no estaba en disputa). Le gané por decisión. Luego
me retiré porque entré a trabajar a Colpuertos y la señora mía me dijo que no
peliara más, que me dedicara a mi trabajo.
“Luego hice otra pelea
en el Circo–teatro, de exhibición, con el difunto Víctor Cano.
“El boxeador al que más
golpes le he dado fue el Pato Fuentes, de El Salvador, en San Salvador. Le gané
por decisión en diez rounds. Lo tumbé tres veces y terminó los diez rounds
parado, de pie.
“La vez que más
maltratado quedé fue con Chartchai, en Manila, Filipinas. Me cerró el ojo, me
partió la boca y, sin embargo, yo gané por decisión. Figúrese él cómo quedó.
Eso fue una pelea tremenda”.
Y después de esas
palabras, es posible comprender por qué, entre todos los recuerdos, el cartel
de esa pelea es el que con mayor orgullo se conserva en esa casa. Allá en lo
alto de una pared del comedor está el testimonio más elocuente, para la familia
Caraballo, de que los recuerdos más profundos que deja el boxeo son recuerdos
de dolor.
II. Ganadores y perdedores
La charla continúa bajo
la sombra de los árboles que están frente a la casa de Bernardo Caraballo.
Al frente transcurre
tranquila la calle La Paz.
Adentro, en la casa,
siguen los preparativos para la fiesta. Para muchos ha llegado la hora de
bañarse.
Luego de que Caraballo
recordara que el combate en el que más lo habían golpeado fue el que le ganó en
Filipinas a Chartchai, habíamos concluido que tal vez por ese hecho el cartel
de esa pelea era el único que permanecía en las paredes de esa casa, por ser el
que mejor expresa la esencia del boxeo, por ser un elocuente testimonio de
dolor.
Pero hay también placer
en torno a ese dolor.
Bernardo Caraballo
afirma con orgullo que conoció más de cuarenta y ocho países y que uno de sus sueños
es poder regresar.
La
extraordinaria
“Teniendo dinero me
gustaría ir a las partes donde estuve, para recordar”.
“Por eso todos los meses
compro la Extraordinaria, para ver si me la saco para poder viajar”.
“Iría a Manila, a Hawai,
Honolulú, a Los Angeles, a Las Vegas. Me gustaría pasear otra vez por el
Oriente. Esa vaina es bonita, las costumbres son distintas…”. Y entonces
Caraballo se acerca y pregunta casi en secreto: “¿Por qué será que en el
Oriente la gente es más civilizada?”.
“El lugar que más
recuerdo es una playa llamada City Boulevard, en Manila, Filipinas. Son las
siete de la noche y yo estoy tomando gaseosa y comiendo maní con concha”.
Entonces Caraballo se
recuesta, habla como si estuviera viendo lo que menciona. Describe con deleite
un paraíso que el tiempo no le ha podido arrebatar.
“Es una playa larguísima
que es como del aeropuerto al hotel Caribe. Por una avenida pasan unos buses de
dos plantas. Abajo van los esposos y arriba van los novios”.
Caraballo parece
despertar. Regresan sus preguntas sobre Oriente que nadie le ha podido
contestar: “¿Por qué tiene que ser esa cultura así? Nosotros vamos todos
revueltos”.
La
pelea
La vida es una pelea que
se gana o se pierde por puntos o por nocaut. Caraballo parece que la va ganando
y con Knock-down, en el momento en que derrotó a Masahiko “Fighting” Harada y
el peso de una corona no se vino sobre él.
Qué alivio no tener en
la cabeza una corona. Las coronas, el éxito y la gloria embriagan y trastornan.
A unos los hace derrochar lo que obtuvieron con unos cuantos golpes. A otros,
los pone a seguir peleando para proteger una fortuna de los pícaros. Pero a muy
pocos los deja tranquilos, cumplidores del deber y pensando en el futuro de sus
nietos, herederos de su tradición.
El
hijo del panadero
Ahora las manos de
Caraballo no golpean a nadie. Estrechan cariñosas las manos de un muchacho que
se ha acercado con su padre y con un brillo en los ojos repletos de admiración.
El padre del joven le
pregunta a Caraballo que si se acuerda de cuando eran jóvenes y vendían juntos
pan. Caraballo intenta recordar.
Mientras tanto, el
hombre dice que a su hijo le gusta el boxeo, que lo practica y que quería
conocerlo.
Caraballo saluda al
joven con una sonrisa dulce y mirándolo a los ojos. El muchacho tiembla de
orgullo. Está apretando la mano de Caraballo, el primer Campeón Mundial.
El hombre se despide y
se marcha con su hijo, no sin antes recordarle a Caraballo lo del pan.
Caraballo los mira
alejarse y luego se vuelve a decir en secreto: “El crio a sus hijos a su modo y
yo lo hice al mío. Eso es el mundo. Cuando éramos jóvenes vendíamos pan y yo no
tengo ningún problema en saludarlo. No me cuesta nada ser amable y si le hago
un desaire se lleva una mala impresión”.
Harada
me debe recordar
“No sé qué será de la
vida de Harada. La últimas vez que hablamos fue después de la pelea, en el
camerino”.
“Me imagino yo acá que
debe estar bien. Fue campeón mundial mosca, gallo y pluma y, donde quiera que
esté, se debe acordar de mí”.
La
campana
Hoy en día Caraballo
piensa en su jubilación. Trabaja en el Terminal, donde sigue trayendo y
llevando mensajes.
La casa en que vive la
compró con la plata que se ganó peleando con Mimún Ben Alí, al que le ganó por
decisión, a comienzos de 1967, en Bogotá. De esa pelea recuerda con orgullo que
entre el público estaba “el presidente de la República de Colombia, Guillermo
León Valencia”.
La casa la compró por 16
mil pesos. “Este barrio era de gente bien. Aquí vivían los Caballero, los
Guarriza, los Chalela, que ahora están viviendo en Bocagrande”.
Caraballo construyó seis
piezas al lado de la casa y se burla porque ahora a las piezas les dicen
apartamentos.
En cuatro de las piezas
que Caraballo construyó viven cuatro de sus cinco hijos, cada uno con una prole
considerable.
Caraballo tiene 12
nietos y está feliz. No tiene mucho dinero, pero lo que tiene le basta para
abrigar la esperanza de que educará a sus nietos y seguirá al frente de esa
familia y esa casa, siempre con una buena guardia, esperando sin prisa el
momento en que suene la campana.
Los
compadres
El tiempo le ha enseñado
a Caraballo a no juzgar. Al hablar de Pambelé, dice que cada cabeza es un
mundo. “Él hizo lo que él pensó hacer”.
Caraballo habla de
Pambelé con cariño y con orgullo, con el mismo orgullo con el que su imagen
cuelga en la sala de su casa y sólo ha sido removido por un rato para colocar
unas guirnaldas.
“Además somos compadres.
Yo le cargué su primer hijo, Manuel”.
Caraballo recuerda a
Rocky Valdés. Dice que en otra parte de la casa hay una foto de él. “También
somos compadres, él bautizó al mayor de mis nietos, Bernardo Fabio, que ya
tiene trece años.
“Rodrigo Valdés está muy
bien. Tiene varios apartamentos y, sin embargo, no ha perdido la humildad. No
sale del mercado. Ese tipo es un amigo. Cuando estaba comenzando estuvimos en
una misma velada en Bogotá”.
De
los de ahora
De los boxeadores éstos
que están ahora, el que más me emociona es Chicanero Mendoza.
Futuro
“Cuando me jubile voy a
ser entrenador”
Un
nieto
“Cada semana llevo a mi
nieto, Bernardo Fabio, a entrenar a la playa temprano en la mañana y echo una
trotadita de quince o veinte minutos. Físicamente me siento bien”.
El
ganador
Caraballo es un hombre
afortunado. Es afortunado porque, a los cincuenta años, levanta los brazos,
entrelaza los dedos en su nuca y afirma suspirando: “Gracias a Dios estoy bien.
Así como estoy me siento bastante bien”.
Y queda la sensación de que, aunque en su casa
no existe el lujo de una corona, la pelea de la vida Caraballo la ganó.
Y Caraballo sonríe, mira
a la cámara y dice: “Esta foto que me tomo con mis nietos es la más
importante”.
Y en la sala de su casa
se despierta, con la música, la fiesta para un niño que está cumpliendo tres
años; un niño que aún ignora los momentos más notables de un pasado que también
le corresponde, un niño que algún día irá a contarle a sus hijos y a sus
nietos, con orgullo, que su abuelo fue Bernardo Caraballo, el hombre que fue
campeón sin serlo, hace muchos… muchos años, por la fecha de su cumpleaños.
El Universal, Julio 6 y 13 de 1992
Disponible en Amazon