viernes, 25 de marzo de 2011

Quiero estar en el mar

—¿POR QUÉ?
La noche era vieja cuando ella interrumpió el monólogo del viento. Una brisa que arreciaba a ratos, zarandeándolos, y después se apaciguaba, los había acompañado desde la tarde. Estaban sentados frente a la oscuridad, Eric envolviéndola y ella recordando poco a poco, sin precisarla, una remota y perdida ternura en la que le gustaba refugiarse.
Eric venció con esfuerzo la quietud. A pesar de que no había conseguido fundirse con la piedra —porque la presencia de ella lo mantenía alerta—, el largo silencio en el que cayeron lo había conducido hacia un júbilo extático, hacia un regocijo tranqui­lo por haber encontrado a ese ser sosegado y capaz de callar a su lado.
Corina no se apresuró a exigir respuesta. Tam­bién allá, donde otro alguien la envolvía, eran pocas las palabras, casi ninguna, y no había nada incómodo en eso. Pero cuando recordó que el tiem­po transcurría, cuando pensó en el regreso —ese regreso que, después de esa noche, tendría que es­tar lleno de desasosiego— comprendió que ese ahora vertiginoso era la única esperanza y la única opción que tenía frente a la rutina (porque era sólo rutina lo que poblaba la opulencia de sus días en la casona de la playa).
—¿Qué?
Corina imaginó que esa pregunta era arrastrada por la brisa, se estrellaba contra la cara de Eric, se escurría por las mejillas, atravesaba las ruinas desiertas, ascendía la breve colina y caía, minutos más tarde, dispersa, en calles y parques y estatuas y techos, irrecuperable, nunca más esa misma pre­gunta compacta.
 La tarde y la noche se habían deslizado hasta la quietud y hasta ese moroso regreso al movi­mien­to, como de quelonios que se desperezan. Era tan agradable la tibieza en medio del frío de la brisa. Era tan triste, también, pensar que esa breve se­cuencia de instantes concluiría al día siguiente, saber que resultaba improrrogable, impo­­si­ble de perpetuar sin violentar, sin engañar, también sin traicionar. Sentir todo eso irrepetible junto ablandó a la mujer hasta el punto de querer compartir con Eric un sueño: esa historia pulida y retocada a lo largo de los años, cada vez más nítida y viva a medida que se hacía más improbable, esa ensoña­ción recurrente en la que varias genera­cio­nes de una familia numerosa giraban en torno a ella con insólita armonía.
Pero justo cuando se arrojaba a confesarse, Eric agregó:
—No sé.
Corina pensó —como tantas veces en su vida en circunstancias similares o distintas— que esa opor­tu­na interrupción era una señal de Dios, que le pedía que callara, que le concedía un instante más para pensar que no era ni recomendable ni opor­tuno hablar aquella noche de su sueño, por­que era muy posible que el hombre que la envolvía viera una insinuación poco disimulada, un burdo intento de transacción después de unas horas agradables y gratuitas, antes de cumplir una pro­me­­sa que siempre estuvo implícita. En ese instante volvió a comprender cuánto detestaba que la gente estuvie­ra todo el tiempo regida por tran­sac­ciones, por tácitos convenios, por trueques y extorsiones y sólo muy pocas veces por impulsos generosos y espon­táneos.
—¿Y no te cansas?
—Al comienzo sentí una mezcla de exasperación y de cansancio. Después de una inspección superficial pensé que no había aquí nada que cuidar. En medio de los días y las noches repetidas pensé que Pianetti se burlaba de mí y que invertía unos cuantos pesos para divertirse haciéndome creer que trabajaba. Pero pasaron los días.
La voz de Eric era un susurro cercano a su oído, firme y tranquilo, una brisa que se enfren­taba a la brisa durante un instante y luego era arrastrada.
—Ahora lo difícil es estar en Élice. Suceden tantas cosas allá, la gente tiene tantos gestos, dice tantas palabras, hay tantas cosas moviéndose al mismo tiempo que resulta imposible ir hasta el fondo de los pensamientos y —lo que es todavía más difícil— dejar de pensar. Siempre hay alguien que te habla, siempre hay alguien que pregunta, siempre hay alguien que te obliga a elegir un lado de la acera, siempre hay alguien intentando adivi­narte en tu ropa o en tu aspecto, siempre hay alguien desfogando su furia en el que pasa, odian­do para aliviarse, cobrando en otro alguien una afrenta imprecisable.
Corina cerró los ojos y empezó a arrullarse con las palabras de Eric.
—Aquí, en cambio, he aprendido a percibir los matices. Cuando llegué estaba aturdido, miraba hacia dentro, traía conmigo un zumbido que tardé varios días en callar. Ahora lo simple está poblado de sentidos: el mar nunca se repite, las formas que dibujan la luz y las nubes son siempre distintas, la brisa y las aves tienen su voz propia —dicen al fin cosas inteligibles—, y la piedra recuerda, poco a poco, sin orden y sin tiempo, los ecos y las sombras que le han sido confiados.
Corina se incorporó, gateó por el merlón hasta la tronera, alargó el brazo para tomar la botella pero no pudo alcanzarla, tuvo que bajar por ella. Dentro de la tronera tuvo la visión fugaz y estruendosa de un disparo de cañón, pero al instante siguiente sólo había viento y noche. Al regresar junto a Eric venía jadeando.
—Ufff —dijo, de pie, zarandeada por la brisa, contenta, tratando de mantener el cabello alejado de su rostro, sonriendo a Eric y ofreciendo la bote­lla.
Eric también tenía un sueño. Era un sueño en el que siempre estaba con una mujer, en un planeta desierto, lejos de las opiniones y murmu­llos y ma­ni­pu­laciones y sutiles y evidentes gobier­nos del resto de la gente; un mundo donde dos seres em­prendieran sin tropiezos la labor de conocerse. Y al recordar su sueño sintió que en ese instante amaba a Corina como no había amado a nadie. Amó su cabello recortado a la altura de la nuca, cubriendo a ratos su cara. Amó el dibujo difuso de su cuerpo contra la oscuridad, delineado por la brisa que golpeaba contra su vestido. Amó su manera natural de aceptarlo. Amó incluso, sin culpa, esa extraña zona de su ser en la que no era ella sino un recuer­do de otro ser, impreciso pero a la vez indispen­sable. Inundado de presente, llegó a preguntarse si el papel de esa otra que también la habitaba no habría sido acaso el de constituir frente a él, esa noche, una Corina más plena de significados.
—Qué tan alta es aquí la pared —preguntó Corina asomada al vacío.
—Mejor no lo intentes —Eric decidió levantarse. Lamentó que se hubiera terminado la quietud del abrazo. Pero también sintió la paradójica alegría, el vértigo que ataca a quien vuelve a meterse en el flujo del tiempo.
Tomó a Corina por la cintura, la pegó contra su cuerpo y le dijo al oído: “Ten cuidado”.
Corina se volvió hacia él, lo besó, lo envolvió en sus brazos y le dijo: “Quiero estar en el mar”.



“Siento el galope y el trueno”
Allí, tomados de la mano frente a la noche de agua, de nuevo unidos por debajo de cualquier pala­bra, sintió las olas y su corazón despierto y pen­só que eran ecos de un mismo galopar.
“Siento que la sangre se derrama por conductos extraños”.
Pensó que a través de las manos unidas se ten­dían puentes mucho más secretos, de nervios, de venas, de fibras aun más sutiles.
“Y es un galopar tranquilo”
Un viento fuerte los había sacudido durante la peripecia entre las ruinas. Pero al llegar a la breve franja de arena y piedras, el aire y las aguas esta­ban en calma.
Eric pensó que era como haber llegado a otra historia, a otro tiempo, a otro espacio, a otros seres incluso, diferentes por completo a los de hacía nos segundos, allá arriba. Le costaba entenderlo y explicárselo, pero allí, aferrado a la mano de Cori­na, tenía la misma sensación que se tiene cuando se cambia de sueño, la doble incerti­dumbre que significa saber que se acaba de abandonar una his­toria que sigue transcurriendo en algún lado y, al mismo tiempo, que se acaba de llegar a otra histo­ria que había estado cumplién­dose desde muchísi­mo antes de nuestra abrupta llegada.
Pensó en decirle a Corina que tenía miedo, que una vez más, como siempre desde todos los tiem­pos que tenía al alcance de la memoria, se sentía perdido, desligado de algo irrecordable, de una par­te de sí mismo que en ese instante lo buscaba en otro lado, quizá con las mismas dudas, la misma incertidumbre y falta de convicción con que él sentía a veces estarla buscando.
Pero Corina estaba eufórica. En su rostro brilla­ba una mezcla de sudor y partículas de mar. Se despojó de sus zapatos y corrió hacia el estruendo de las olas. Cuando el agua mojó por primera vez sus pies y sus tobillos, se volvió a mirar a Eric con un gesto encogido de frío, pero siguió caminando. Al hundirse hasta las rodillas, su vestido empezó a desplegarse a los lados como una medusa. Eric empezó a hablarse en voz baja para evitar ser arras­trado hasta otro sueño.
“Me llamo Eric. Mi nombre es Eric. Vivo solo en esta isla, pero hoy tengo una visita. Su nombre es Corina y juega con las olas. Mi nombre es Eric, me llamo Eric y no debo temer. Corina me invita a internarme en las sombras y el agua y no temo. La voz de Corina conjura peligros y me abre las puertas del mar”.
El llamado de Corina volvió a arrastrarlo hacia las olas. Con gritos y gestos lo invitó a acercarse, lo obligó a mirar con atención en el agua, empezó a mostrarle una prueba suprema de su magia.
—¿Ves?
Eric no dijo nada. Siguió maravillado los movi­mien­tos de esas manos delgadas dentro y fuera del agua, tuvo el impulso de darle una explicación racional a aquellas luces, pero ella lo invitó a resi­dir un rato más en la credulidad y la sorpresa: “¿No es hermoso? Mira, también salen de ti”.
Eric vio que también sus movimientos en el agua iban dejando una estela luminosa, una efíme­ra galaxia que a veces persistía unos segun­dos. Apoyados en la oscuridad arenosa, sus pies, encen­dían unas chispas intensas, azules y blan­cas. A medida que se internaba en el agua, iba dejan­do un rastro de luz como la cola de un come­ta. Todo su cuerpo poseía esa desconocida propiedad. Al levantar los brazos, el agua que caía era como una lluvia de minúsculas bombillas. Eric rió, gritó, em­pezó a zambullirse en el agua imitan­do los saltos de un delfín y después se detuvo a mirar fascinado el reguero de luces como una cristalería rota, las chispas minúsculas que se negaban a apagarse, que parecían nadar enloque­cidas de alegría ante el descubrimiento sorpresivo de la vida.
Después de un rato recordó a Corina y, a pesar de que estaba muy cerca, tardó en encontrarla. Eric la vio llegar, hundida hasta el cuello aunque el agua era poco profunda; la imaginó en cuclillas, como reptando para evitar asomarse al frío de la noche, tratando de mantenerse tibia bajo el agua, y vio en su rostro un chorreante y luminoso de­sam­paro.
Eric se hundió también hasta los hombros y la envolvió con sus brazos, pero había una trabazón de rodillas que sólo era posible eliminar adentrán­dose en el mar. La respiración del agua fue lleván­dolos, con saltitos ingrávidos, hasta una profun­didad donde las piernas pudieron estirarse y re­nun­ciar a ratos, en una liviandad acompasada, al piso en tinieblas con plantas acuáticas. Allí jun­taron sus cuerpos y encendieron una breve tibieza que sólo era posible sostener si no se separaban. Besaron sus bocas saladas, cerraron los ojos y se dejaron llevar por el movimiento de las olas. Con lentitud ansiosa, evitando romper la proximidad, fueron eliminando las distancias hasta entrar en un sueño de ser y no ser, de estar y no estar, de hundirse, invadirse y dejarse llevar, dictado por la voluntad del mar.
A veces —muy pocas veces—, uno de los dos abandonaba esa oscilante unidad de calamar y era de nuevo un ser frente a otro ser, sorprendido, halagado por los círculos de luz que rodeaban el abrazo como una música de fondo. Pero de nuevo era disuelto por ese extraño fuego que ardía bajo el agua.
Antes de perderse por completo, Eric volvió a ser Eric para ver el rostro abandonado de Corina, el gesto extraviado, los ojos cerrados y viajando por oscuros recovecos. Pero el ímpetu lo arrastró de nuevo hasta el centro encendido, poblado de rui­dos, de explosiones de agua, de vientos terri­bles, de espuma y de impulsos agónicos.
Y al sueño siguiente una quietud sin tiempo, un largo instante eterno (allí estaba, en la nada de nada, ni siquiera podría decir que era negra, ni siquiera podría decir que era algo), una serenidad vertiginosa y prolongada.
Y más tarde, milenios más tarde en un recinto oscuro, una ansiedad frenética, una avidez deses­perada que lo obligó a respirar, a inundar sus pulmones de agua y de sal.



Un ser aturdido que sube por una escalera de olas, una pobre criatura perdida que tose y vomita en un raro paraje, como si fuera a desdoblarse, hasta caer vencida entre sus aguas, entre sus frías babas de monstruo agonizante.



Fragmento de la novela "Criatura perdida" (El Pozo, New Brunswick, NY, 2000)




miércoles, 16 de marzo de 2011

"Nada borra el sueño de volver a vivir en Colombia algún día"

Una entrevista en Libros y Letras, a propósito de la edición colombiana de El origen del mundo. 

Gustavo Arango
"Nada borra el sueño de volver a vivir en Colombia algún día"

Por: Jorge Consuegra (Libros y Letras)

Gustavo Arango siempre veía en Cartagena de Indias cómo los vendedores pasaban voceando El Universal y desde esos años soñó con trabajar en el diario. No fue nada fácil, pero tampoco imposible, hasta que llegó el día y no desaprovechó la oportunidad de sentarse, antes frente a una vieja máquina de escribir y luego frente a la pantalla multicolor del computador. Y fue un hombre realmente feliz pues aunque no fue allí, en esas nuevas instalaciones donde escribió Gabriel García Márquez, sí fue en el periódico en donde el Nobel dejó su impronta con sus mejores y coloridas columnas.

Gustavo escribió decenas de columnas, comentarios y extensas crónicas maravillosas no sólo en el periódico sino también en el Dominical. Y allí empezó a darle forma a sus novelas, hasta que se le presentó la opción de irse a EUA en donde es profesor asociado de literatura del Suny Oneonta.


Hace muy poco publicó El origen del mundo (Ediciones B) que se ha convertido en México en una de las novelas de mayor éxito en el país y que, por cierto, será presentada con bombos y platillos en la próxima Feria del Libro de Bogotá.

“Dialogamos” con Gustavo vía Internet para saber un poco más de su vida.

- ¿Sientes nostalgia de Colombia?
- Tengo la suerte de mantener un contacto permanente con Colombia y de regresar una o dos veces cada año. Mantengo vivo el vínculo a través de la familia y los amigos, también con los artículos de opinión que sigo publicando en periódicos colombianos. Todo eso diluye la nostalgia pero no borra el sueño de volver a vivir en Colombia algún día.

- ¿De qué sientes nostalgia especialmente? 
- De la sopa de mondongo que prepara mi madre, del mar de Cartagena y sus atardeceres, de la calidez de la gente y su alegría.

- ¿Cómo fue tu paso por El Universal?
- Viví en Cartagena casi diez años y mi paso por El Universal fue decisivo en muchos sentidos. Desde muy joven había soñado con trabajar en ese periódico porque quería seguir las huellas de García Márquez. Allí tuve oportunidades maravillosas. Cartagena es un lugar ideal para alguien con aspiraciones literarias, tiene las dimensiones perfectas para que un reportero pueda acceder a todos sus ámbitos. Fui el editor del suplemento Dominical y escribí extensas crónicas que no habría podido publicar en otro lado. También tuve la oportunidad de escribir un libro sobre los inicios de García Márquez, Un ramo de nomeolvides. Ese libro, que me gusta catalogar como novela de no ficción, no ha dejado de abrirme puertas y de ofrecerme oportunidades.

- ¿A qué colegas recuerdas con más cariño?
- Con Gustavo Tatis compartimos muchas cosas. Trabajamos como equipo en muchos proyectos y juntos recibimos el Premio Simón Bolívar de Periodismo en 1992. También tuve el privilegio de trabajar al lado de Alberto Salcedo Ramos y Germán Mendoza Diago. La lista es mucho más larga. Sigo pensando en El Universal como mi casa periodística.

- ¿Por qué decidiste irte a EUA? 
- Gracias al apoyo de Tomás Eloy Martínez y su esposa Susana Rotker, recibí una beca para hacer un doctorado en literatura en la Universidad de Rutgers, en New Jersey. Luego decidí quedarme. Desde hace siete años soy profesor de la Universidad del Estado de Nueva York, en Oneonta, y creo que el contacto con otras culturas y otra lengua ha enriquecido mi obra periodística y literaria.

- ¿Desde siempre con la literatura? 
- Parafraseando a Onetti, escribir es mi vicio. Publiqué mi primer libro de cuentos a los dieciocho años. Desde entonces no he parado, sin preocuparme demasiado por publicar en las grandes editoriales. Creo que la mitad de mis libros los he publicado por cuenta propia. Siempre estoy trabajando en varios proyectos al mismo tiempo. A veces digo en broma que me gustaría emular a Verne o a Chesterton, que escribieron cada uno más de setenta libros, pero con treinta o cuarenta me daré por bien servido.

- ¿Cómo ves la literatura latinoamericana hoy?
- Confieso que leo muy poca literatura contemporánea, porque me encuentro con mis propios fantasmas, mis propios retos estilísticos, y eso me produce un efecto paralizante. Prefiero las lecturas recónditas, esas que al regresar arrojan nuevas luces sobre nuestro propio tiempo.

- ¿Cómo ves la mexicana frente a la colombiana?
- Para mí ha sido una satisfacción inmensa recibir el Premio Bicentenario de Novela en México. México es un país con una tradición literaria enorme. Sor Juana, Rulfo, Paz, Reyes y Fuentes son autores que he querido mucho. Tengo la impresión de que en México, como en Colombia, la violencia como espectáculo se ha vuelto un tema casi obsesivo. Por suerte, tanto allá como en Colombia hay escritores que exploran otras dimensiones de la vida. Creo que el premio es un reconocimiento a esas otras perspectivas.

- ¿Cuál es el tema de tu libro que tantos han leído en México? 
- El origen del mundo narra la historia de Magnífico Delgado, un profesor de español exiliado en “el País del Sueño”. La historia tiene como marco un curso de escritura creativa en el que Delgado tiene nueve alumnas. Es una novela que puede leerse en varios niveles. Habla de la fascinación que el personaje siente por las mujeres, de su pasión por la creación escrita, de la presencia cada vez más visible del español en EUA. Es sus dimensiones más profundas, la novela es un homenaje a poetas místicos como San Juan de la Cruz y a la escritura como experiencia a la vez religiosa y erótica. En cierto modo es, también, un manual de escritura creativa. La había venido escribiendo desde hacía diez años. En el 2007 quedó finalista del Premio Herralde, pero sentía que le faltaba. Luego de escribir otras versiones la envié el año pasado al premio de novela convocado por Ediciones B de México. Salió del cajón del escritorio y ahora tiene la oportunidad de llegarles a muchos lectores.

- ¿Te ha sorprendido el éxito de tu novela? 
- Más que sorprenderme me ha asustado. Se trata de una novela muy personal, revela facetas del personaje que rara vez se exponen. De manera que verla de pronto en manos de la gente deja una sensación de desnudez. Ya varias veces me he visto explicando que no soy el personaje. Eso a veces incomoda, pero también es divertido.

- ¿Cómo crees que la reciban tus compatriotas? 
- Pienso que, una vez superado el prejuicio que puede haber con la aparente simplicidad de la trama, los lectores colombianos podrán entablar con la novela un diálogo muy fructífero. Siento que es un libro para leer despacio, degustándolo. Confío en que un buen número de lectores encontrará en esta historia una mirada fresca a esa mezcla de dolor y de ilusiones que somos cada uno de nosotros.

- ¿Es una novela para todo tipo de lectores? 
- Creo que sí. Hasta los lectores que prefieren las distracciones agradecen de vez en cuando que un libro los invite a pensar su propia vida como si fuera una novela. Creo que El origen del mundo tiene algo para decirle a todo aquel que ha sido alumno o maestro (en especial si ha sentido amor platónico en un salón de clase), a todo aquel que haya pensado alguna vez en las complejidades del deseo, también a los que aprecian la lectura y la escritura, esas dos caras del lenguaje tan cargadas de magia.

- ¿Tienes otra novela en salmuera? 
- Tengo ya terminada otra novela sobre Magnífico Delgado. Ahora mismo ando entusiasmado escribiendo sobre mi experiencia como periodista en Cartagena. Pero por lo pronto quiero tomarme un tiempo antes de publicar cosas nuevas. Espero que El origen del mundo despierte el interés de los lectores por otras novelas mías que apenas han salido en ediciones limitadas.







lunes, 14 de marzo de 2011

Mentiras


By the deathbed (fever) I, 1915, Edvard Munch


Hay un cuento de Cortázar que me sigue pareciendo un tratado sencillo y profundo de psicología. Se llama “La salud de los enfermos”. Como empiezo a encontrarle el gusto a ladrar echado, evitaré caminar hasta el estante de aquí al lado para precisar detalles y, mejor, me pondré en la tarea de ofrecer una versión más o menos libertina. Quizá algunos lectores curiosos y entusiastas decidan peregrinar hasta el texto original. Eso sería lo ideal. Los detalles del cuento de Cortázar resultan muy importantes. Importa también la musiquita del lenguaje y la manera como todo está contado. Pero la esencia es tan clara e inequívoca que puede sobrevivir hasta al peor narrador que se le mida.
“La salud de los enfermos” transcurre en un ambiente suburbano, de familias modestas  y esforzadas, quizá inspirado en el Banfield donde transcurrió la infancia de Cortázar. Uno puede imaginar las casas por donde circulan multitudes (primos, nietos, hermanos, sobrinos, comadres; las múltiples facetas de lo humano), el perro inescrutable, las matas en el patio, las epopeyas domésticas narradas casi en tiempo real. La historia gravita en torno a la madre que se ha convertido en el centro de una tribu reunida por remotas lealtades. La madre está enferma y las personas encargadas de cuidarla procuran evitarle emociones intensas, preocupaciones o tristezas por encima de su resistencia. Por eso deciden, sin mucho plan, ocultarle por un tiempo la noticia de la muerte de una hermana. Poco a poco transformaron en lento deterioro, en final previsible y esperado,  algo que había sido inesperado.
Pero las cosas se complicaron cuando el hijo de la mujer murió en un accidente. No importa la velocidad con que se cuente una noticia como esa, aquel que la reciba queda desbaratado. Dicen que no hay dolor que sea comparable al de la muerte de un hijo. Por eso no hay palabras para designar al que se queda. El mundo tiene huérfanos y viudos, pero nadie se ha tomado el trabajo de inventar una palabra para hablar del desdichado a quien se le muere un hijo.  Por eso resulta comprensible que la familia de la historia de Cortázar decidiera engañar a la madre. Le dijeron que su hijo había conseguido un trabajo buenísimo en el Brasil y que había tenido que viajar sin despedirse.
Para suavizar la frustración de la madre, empezaron a fabricar cartas que supuestamente el hijo le enviaba desde ese lugar remoto donde estaba trabajando.  Las cartas hablaban de lo contento que estaba con su nuevo trabajo, de la tristeza por no haberse despedido, de los planes que tenía de visitarla en cuanto tuviera unos días libres. La farsa siguió por varias semanas. La mujer pedía que le leyeran las cartas de su hijo varias veces. Luego dictaba la respuesta. La vida parecía bajo control.
Entonces llegó el día inevitable. La salud de la madre empeoró y antes de expirar en su propia cama (ese lujo final que ahora los hospitales se dedican a escamotear) reunió a la familia para agradecer los cuidados, para darles consejos y para dejar entrever que era consciente de la larga mentira con que habían querido protegerla. Al final la madre muere y es aquí donde Cortázar nos recuerda que mentir es tan humano como el habla, que es todavía más humano creer las mentiras que inventamos.
No importa el tamaño y la calidad de la mentira  que nos digamos, todas ellas terminan convertidas en nuestras convicciones más preciadas. Pueden venir miles de hechos y wikileaks a contradecirnos, a demostrarnos que estamos equivocados, y sin embargo seguiremos aferrados a esas burdas fantasías que alguna vez nos permitieron evadir la realidad.  Por eso no resulta sorprendente que esa gente de la historia de Cortázar se pregunte con tristeza qué palabras debe usar para contarle al hijo muerto “la noticia de la muerte de mamá”.

Oneonta, Nueva York, Marzo de 2011.







domingo, 6 de marzo de 2011

"El origen del mundo" en Colombia

Good news!!! La edición colombiana de "El origen del mundo" (Ediciones B) será presentada en la Feria del Libro de Bogotá, en mayo.