viernes, 25 de marzo de 2011

Quiero estar en el mar

—¿POR QUÉ?
La noche era vieja cuando ella interrumpió el monólogo del viento. Una brisa que arreciaba a ratos, zarandeándolos, y después se apaciguaba, los había acompañado desde la tarde. Estaban sentados frente a la oscuridad, Eric envolviéndola y ella recordando poco a poco, sin precisarla, una remota y perdida ternura en la que le gustaba refugiarse.
Eric venció con esfuerzo la quietud. A pesar de que no había conseguido fundirse con la piedra —porque la presencia de ella lo mantenía alerta—, el largo silencio en el que cayeron lo había conducido hacia un júbilo extático, hacia un regocijo tranqui­lo por haber encontrado a ese ser sosegado y capaz de callar a su lado.
Corina no se apresuró a exigir respuesta. Tam­bién allá, donde otro alguien la envolvía, eran pocas las palabras, casi ninguna, y no había nada incómodo en eso. Pero cuando recordó que el tiem­po transcurría, cuando pensó en el regreso —ese regreso que, después de esa noche, tendría que es­tar lleno de desasosiego— comprendió que ese ahora vertiginoso era la única esperanza y la única opción que tenía frente a la rutina (porque era sólo rutina lo que poblaba la opulencia de sus días en la casona de la playa).
—¿Qué?
Corina imaginó que esa pregunta era arrastrada por la brisa, se estrellaba contra la cara de Eric, se escurría por las mejillas, atravesaba las ruinas desiertas, ascendía la breve colina y caía, minutos más tarde, dispersa, en calles y parques y estatuas y techos, irrecuperable, nunca más esa misma pre­gunta compacta.
 La tarde y la noche se habían deslizado hasta la quietud y hasta ese moroso regreso al movi­mien­to, como de quelonios que se desperezan. Era tan agradable la tibieza en medio del frío de la brisa. Era tan triste, también, pensar que esa breve se­cuencia de instantes concluiría al día siguiente, saber que resultaba improrrogable, impo­­si­ble de perpetuar sin violentar, sin engañar, también sin traicionar. Sentir todo eso irrepetible junto ablandó a la mujer hasta el punto de querer compartir con Eric un sueño: esa historia pulida y retocada a lo largo de los años, cada vez más nítida y viva a medida que se hacía más improbable, esa ensoña­ción recurrente en la que varias genera­cio­nes de una familia numerosa giraban en torno a ella con insólita armonía.
Pero justo cuando se arrojaba a confesarse, Eric agregó:
—No sé.
Corina pensó —como tantas veces en su vida en circunstancias similares o distintas— que esa opor­tu­na interrupción era una señal de Dios, que le pedía que callara, que le concedía un instante más para pensar que no era ni recomendable ni opor­tuno hablar aquella noche de su sueño, por­que era muy posible que el hombre que la envolvía viera una insinuación poco disimulada, un burdo intento de transacción después de unas horas agradables y gratuitas, antes de cumplir una pro­me­­sa que siempre estuvo implícita. En ese instante volvió a comprender cuánto detestaba que la gente estuvie­ra todo el tiempo regida por tran­sac­ciones, por tácitos convenios, por trueques y extorsiones y sólo muy pocas veces por impulsos generosos y espon­táneos.
—¿Y no te cansas?
—Al comienzo sentí una mezcla de exasperación y de cansancio. Después de una inspección superficial pensé que no había aquí nada que cuidar. En medio de los días y las noches repetidas pensé que Pianetti se burlaba de mí y que invertía unos cuantos pesos para divertirse haciéndome creer que trabajaba. Pero pasaron los días.
La voz de Eric era un susurro cercano a su oído, firme y tranquilo, una brisa que se enfren­taba a la brisa durante un instante y luego era arrastrada.
—Ahora lo difícil es estar en Élice. Suceden tantas cosas allá, la gente tiene tantos gestos, dice tantas palabras, hay tantas cosas moviéndose al mismo tiempo que resulta imposible ir hasta el fondo de los pensamientos y —lo que es todavía más difícil— dejar de pensar. Siempre hay alguien que te habla, siempre hay alguien que pregunta, siempre hay alguien que te obliga a elegir un lado de la acera, siempre hay alguien intentando adivi­narte en tu ropa o en tu aspecto, siempre hay alguien desfogando su furia en el que pasa, odian­do para aliviarse, cobrando en otro alguien una afrenta imprecisable.
Corina cerró los ojos y empezó a arrullarse con las palabras de Eric.
—Aquí, en cambio, he aprendido a percibir los matices. Cuando llegué estaba aturdido, miraba hacia dentro, traía conmigo un zumbido que tardé varios días en callar. Ahora lo simple está poblado de sentidos: el mar nunca se repite, las formas que dibujan la luz y las nubes son siempre distintas, la brisa y las aves tienen su voz propia —dicen al fin cosas inteligibles—, y la piedra recuerda, poco a poco, sin orden y sin tiempo, los ecos y las sombras que le han sido confiados.
Corina se incorporó, gateó por el merlón hasta la tronera, alargó el brazo para tomar la botella pero no pudo alcanzarla, tuvo que bajar por ella. Dentro de la tronera tuvo la visión fugaz y estruendosa de un disparo de cañón, pero al instante siguiente sólo había viento y noche. Al regresar junto a Eric venía jadeando.
—Ufff —dijo, de pie, zarandeada por la brisa, contenta, tratando de mantener el cabello alejado de su rostro, sonriendo a Eric y ofreciendo la bote­lla.
Eric también tenía un sueño. Era un sueño en el que siempre estaba con una mujer, en un planeta desierto, lejos de las opiniones y murmu­llos y ma­ni­pu­laciones y sutiles y evidentes gobier­nos del resto de la gente; un mundo donde dos seres em­prendieran sin tropiezos la labor de conocerse. Y al recordar su sueño sintió que en ese instante amaba a Corina como no había amado a nadie. Amó su cabello recortado a la altura de la nuca, cubriendo a ratos su cara. Amó el dibujo difuso de su cuerpo contra la oscuridad, delineado por la brisa que golpeaba contra su vestido. Amó su manera natural de aceptarlo. Amó incluso, sin culpa, esa extraña zona de su ser en la que no era ella sino un recuer­do de otro ser, impreciso pero a la vez indispen­sable. Inundado de presente, llegó a preguntarse si el papel de esa otra que también la habitaba no habría sido acaso el de constituir frente a él, esa noche, una Corina más plena de significados.
—Qué tan alta es aquí la pared —preguntó Corina asomada al vacío.
—Mejor no lo intentes —Eric decidió levantarse. Lamentó que se hubiera terminado la quietud del abrazo. Pero también sintió la paradójica alegría, el vértigo que ataca a quien vuelve a meterse en el flujo del tiempo.
Tomó a Corina por la cintura, la pegó contra su cuerpo y le dijo al oído: “Ten cuidado”.
Corina se volvió hacia él, lo besó, lo envolvió en sus brazos y le dijo: “Quiero estar en el mar”.



“Siento el galope y el trueno”
Allí, tomados de la mano frente a la noche de agua, de nuevo unidos por debajo de cualquier pala­bra, sintió las olas y su corazón despierto y pen­só que eran ecos de un mismo galopar.
“Siento que la sangre se derrama por conductos extraños”.
Pensó que a través de las manos unidas se ten­dían puentes mucho más secretos, de nervios, de venas, de fibras aun más sutiles.
“Y es un galopar tranquilo”
Un viento fuerte los había sacudido durante la peripecia entre las ruinas. Pero al llegar a la breve franja de arena y piedras, el aire y las aguas esta­ban en calma.
Eric pensó que era como haber llegado a otra historia, a otro tiempo, a otro espacio, a otros seres incluso, diferentes por completo a los de hacía nos segundos, allá arriba. Le costaba entenderlo y explicárselo, pero allí, aferrado a la mano de Cori­na, tenía la misma sensación que se tiene cuando se cambia de sueño, la doble incerti­dumbre que significa saber que se acaba de abandonar una his­toria que sigue transcurriendo en algún lado y, al mismo tiempo, que se acaba de llegar a otra histo­ria que había estado cumplién­dose desde muchísi­mo antes de nuestra abrupta llegada.
Pensó en decirle a Corina que tenía miedo, que una vez más, como siempre desde todos los tiem­pos que tenía al alcance de la memoria, se sentía perdido, desligado de algo irrecordable, de una par­te de sí mismo que en ese instante lo buscaba en otro lado, quizá con las mismas dudas, la misma incertidumbre y falta de convicción con que él sentía a veces estarla buscando.
Pero Corina estaba eufórica. En su rostro brilla­ba una mezcla de sudor y partículas de mar. Se despojó de sus zapatos y corrió hacia el estruendo de las olas. Cuando el agua mojó por primera vez sus pies y sus tobillos, se volvió a mirar a Eric con un gesto encogido de frío, pero siguió caminando. Al hundirse hasta las rodillas, su vestido empezó a desplegarse a los lados como una medusa. Eric empezó a hablarse en voz baja para evitar ser arras­trado hasta otro sueño.
“Me llamo Eric. Mi nombre es Eric. Vivo solo en esta isla, pero hoy tengo una visita. Su nombre es Corina y juega con las olas. Mi nombre es Eric, me llamo Eric y no debo temer. Corina me invita a internarme en las sombras y el agua y no temo. La voz de Corina conjura peligros y me abre las puertas del mar”.
El llamado de Corina volvió a arrastrarlo hacia las olas. Con gritos y gestos lo invitó a acercarse, lo obligó a mirar con atención en el agua, empezó a mostrarle una prueba suprema de su magia.
—¿Ves?
Eric no dijo nada. Siguió maravillado los movi­mien­tos de esas manos delgadas dentro y fuera del agua, tuvo el impulso de darle una explicación racional a aquellas luces, pero ella lo invitó a resi­dir un rato más en la credulidad y la sorpresa: “¿No es hermoso? Mira, también salen de ti”.
Eric vio que también sus movimientos en el agua iban dejando una estela luminosa, una efíme­ra galaxia que a veces persistía unos segun­dos. Apoyados en la oscuridad arenosa, sus pies, encen­dían unas chispas intensas, azules y blan­cas. A medida que se internaba en el agua, iba dejan­do un rastro de luz como la cola de un come­ta. Todo su cuerpo poseía esa desconocida propiedad. Al levantar los brazos, el agua que caía era como una lluvia de minúsculas bombillas. Eric rió, gritó, em­pezó a zambullirse en el agua imitan­do los saltos de un delfín y después se detuvo a mirar fascinado el reguero de luces como una cristalería rota, las chispas minúsculas que se negaban a apagarse, que parecían nadar enloque­cidas de alegría ante el descubrimiento sorpresivo de la vida.
Después de un rato recordó a Corina y, a pesar de que estaba muy cerca, tardó en encontrarla. Eric la vio llegar, hundida hasta el cuello aunque el agua era poco profunda; la imaginó en cuclillas, como reptando para evitar asomarse al frío de la noche, tratando de mantenerse tibia bajo el agua, y vio en su rostro un chorreante y luminoso de­sam­paro.
Eric se hundió también hasta los hombros y la envolvió con sus brazos, pero había una trabazón de rodillas que sólo era posible eliminar adentrán­dose en el mar. La respiración del agua fue lleván­dolos, con saltitos ingrávidos, hasta una profun­didad donde las piernas pudieron estirarse y re­nun­ciar a ratos, en una liviandad acompasada, al piso en tinieblas con plantas acuáticas. Allí jun­taron sus cuerpos y encendieron una breve tibieza que sólo era posible sostener si no se separaban. Besaron sus bocas saladas, cerraron los ojos y se dejaron llevar por el movimiento de las olas. Con lentitud ansiosa, evitando romper la proximidad, fueron eliminando las distancias hasta entrar en un sueño de ser y no ser, de estar y no estar, de hundirse, invadirse y dejarse llevar, dictado por la voluntad del mar.
A veces —muy pocas veces—, uno de los dos abandonaba esa oscilante unidad de calamar y era de nuevo un ser frente a otro ser, sorprendido, halagado por los círculos de luz que rodeaban el abrazo como una música de fondo. Pero de nuevo era disuelto por ese extraño fuego que ardía bajo el agua.
Antes de perderse por completo, Eric volvió a ser Eric para ver el rostro abandonado de Corina, el gesto extraviado, los ojos cerrados y viajando por oscuros recovecos. Pero el ímpetu lo arrastró de nuevo hasta el centro encendido, poblado de rui­dos, de explosiones de agua, de vientos terri­bles, de espuma y de impulsos agónicos.
Y al sueño siguiente una quietud sin tiempo, un largo instante eterno (allí estaba, en la nada de nada, ni siquiera podría decir que era negra, ni siquiera podría decir que era algo), una serenidad vertiginosa y prolongada.
Y más tarde, milenios más tarde en un recinto oscuro, una ansiedad frenética, una avidez deses­perada que lo obligó a respirar, a inundar sus pulmones de agua y de sal.



Un ser aturdido que sube por una escalera de olas, una pobre criatura perdida que tose y vomita en un raro paraje, como si fuera a desdoblarse, hasta caer vencida entre sus aguas, entre sus frías babas de monstruo agonizante.



Fragmento de la novela "Criatura perdida" (El Pozo, New Brunswick, NY, 2000)




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