lunes, 14 de marzo de 2011

Mentiras


By the deathbed (fever) I, 1915, Edvard Munch


Hay un cuento de Cortázar que me sigue pareciendo un tratado sencillo y profundo de psicología. Se llama “La salud de los enfermos”. Como empiezo a encontrarle el gusto a ladrar echado, evitaré caminar hasta el estante de aquí al lado para precisar detalles y, mejor, me pondré en la tarea de ofrecer una versión más o menos libertina. Quizá algunos lectores curiosos y entusiastas decidan peregrinar hasta el texto original. Eso sería lo ideal. Los detalles del cuento de Cortázar resultan muy importantes. Importa también la musiquita del lenguaje y la manera como todo está contado. Pero la esencia es tan clara e inequívoca que puede sobrevivir hasta al peor narrador que se le mida.
“La salud de los enfermos” transcurre en un ambiente suburbano, de familias modestas  y esforzadas, quizá inspirado en el Banfield donde transcurrió la infancia de Cortázar. Uno puede imaginar las casas por donde circulan multitudes (primos, nietos, hermanos, sobrinos, comadres; las múltiples facetas de lo humano), el perro inescrutable, las matas en el patio, las epopeyas domésticas narradas casi en tiempo real. La historia gravita en torno a la madre que se ha convertido en el centro de una tribu reunida por remotas lealtades. La madre está enferma y las personas encargadas de cuidarla procuran evitarle emociones intensas, preocupaciones o tristezas por encima de su resistencia. Por eso deciden, sin mucho plan, ocultarle por un tiempo la noticia de la muerte de una hermana. Poco a poco transformaron en lento deterioro, en final previsible y esperado,  algo que había sido inesperado.
Pero las cosas se complicaron cuando el hijo de la mujer murió en un accidente. No importa la velocidad con que se cuente una noticia como esa, aquel que la reciba queda desbaratado. Dicen que no hay dolor que sea comparable al de la muerte de un hijo. Por eso no hay palabras para designar al que se queda. El mundo tiene huérfanos y viudos, pero nadie se ha tomado el trabajo de inventar una palabra para hablar del desdichado a quien se le muere un hijo.  Por eso resulta comprensible que la familia de la historia de Cortázar decidiera engañar a la madre. Le dijeron que su hijo había conseguido un trabajo buenísimo en el Brasil y que había tenido que viajar sin despedirse.
Para suavizar la frustración de la madre, empezaron a fabricar cartas que supuestamente el hijo le enviaba desde ese lugar remoto donde estaba trabajando.  Las cartas hablaban de lo contento que estaba con su nuevo trabajo, de la tristeza por no haberse despedido, de los planes que tenía de visitarla en cuanto tuviera unos días libres. La farsa siguió por varias semanas. La mujer pedía que le leyeran las cartas de su hijo varias veces. Luego dictaba la respuesta. La vida parecía bajo control.
Entonces llegó el día inevitable. La salud de la madre empeoró y antes de expirar en su propia cama (ese lujo final que ahora los hospitales se dedican a escamotear) reunió a la familia para agradecer los cuidados, para darles consejos y para dejar entrever que era consciente de la larga mentira con que habían querido protegerla. Al final la madre muere y es aquí donde Cortázar nos recuerda que mentir es tan humano como el habla, que es todavía más humano creer las mentiras que inventamos.
No importa el tamaño y la calidad de la mentira  que nos digamos, todas ellas terminan convertidas en nuestras convicciones más preciadas. Pueden venir miles de hechos y wikileaks a contradecirnos, a demostrarnos que estamos equivocados, y sin embargo seguiremos aferrados a esas burdas fantasías que alguna vez nos permitieron evadir la realidad.  Por eso no resulta sorprendente que esa gente de la historia de Cortázar se pregunte con tristeza qué palabras debe usar para contarle al hijo muerto “la noticia de la muerte de mamá”.

Oneonta, Nueva York, Marzo de 2011.







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