viernes, 29 de abril de 2011

Las lecturas del Nobel








Confieso que he matado

Un fragmento de El origen del mundo, de Gustavo Arango.

       Confieso que he matado

La víctima siguiente fue un anciano. Después del episodio con la cabeza reducida del Amazonas, procuraba estar poco tiempo en casa. Pronto descubrí que una manera de estar siempre haciendo cosas y en contacto con la gente era uniéndome a grupos de voluntarios. Bastaba llegar a las oficinas de un centro de ayuda para los que necesitan ayuda. Ahí encontraría tareas de sobra.
Decidí probar suerte como lector para ciegos y ancianos. En la oficina me dieron una lista de direcciones. Me recomendaron que hiciera arreglos para visitar a uno cada día, y me pidieron que al final de la semana les pasara la cuenta por los gastos que había tenido.
No voy a hablar de todos. Sé muy bien lo valioso que es su tiempo. Hablaré solamente de tres: dos viejitos y una ciega.
La ciega era... bueno... eh... ciega. También era joven y bonita. Me esperaba los lunes por la mañana en la salita de su casa, con una postura de alumna aplicada, las piernas bien juntitas, las manos bien simétricas sobre la falda gris oscura y bien planchada.
Su madre solía moverse por la cocina o por los cuartos, mientras yo leía en la sala. A veces calculaba silencios o pausas y lanzaba comentarios amables.
La ciega se llamaba Soledad y me pedía que le leyera artículos sobre la moda de París. Sus ojos erráticos y grises parecían perderse aun más cuando yo empezaba a describirle cortes y materiales, pliegues, colores y accesorios.
Era ciega de nacimiento y siempre me intrigó lo que se imaginaba cuando yo mencionaba los colores. Pero nunca pude hablar con ella de esas cosas.
Uno de los viejitos era un ogro, el otro era un santo. El primero era gordo y el otro era flaco. No creo que la contextura tenga que ver con el carácter. He visto flacos perversos y gordos dulces y mansos. Menciono ese rasgo porque es uno de los pocos detalles exteriores que los diferenciaban. Tenían la misma edad: ochenta y tres años. Ambos estaban postrados en sus camas. Ambos tenían el cabello de un blanco impecable y la piel clara. He calculado que tenían la misma altura. Al gordo lo veía los martes por la tarde y al flaco los miércoles por la mañana. Los dos se llamaban Gustavo Adolfo y ambos proclamaban que era el nombre de un poeta, ilustre para uno, cornudo para el otro.
A veces me daba por pensar que eran dos versiones distintas de una misma persona. Imaginaba el momento de la juventud en que se separaron: el autobús que uno tomó y el otro no, el encuentro que uno tuvo y otro no.
El hombre de los martes me recordaba a mi abuela con su manera de quejarse. Era tiránico con sus empleados. Tenía una criada y un chofer a los que mantenía jodidos con una campanita que ocupaba su mesita de noche.
Le gustaba que le leyera sobre Napoleón. A veces, cuando se olvidaba de mi presencia, llevaba la mano al pecho, la deslizaba dentro de la camisa de su pijama y elevaba la frente con gesto marcial.
El otro Gustavo Adolfo era alegre y cariñoso. Nunca tuve que leerle. Me decía:
—No seas pendejo. Mejor me cuentas tu vida. Algo me dice que es más entretenida.
Tenía una rara habilidad para hacer las preguntas necesarias y yo empecé a sentirme a gusto cada miércoles contándole mi historia. Uno se da cuenta de que ha tenido una vida cuando tiene que contarla.
Gustavo Adolfo intercalaba risas cómplices o exclamaciones compasivas. A veces, cuando me veía en dificultades, se decidía a regalarme alguna historia de los tiempos en que ni mis padres habían nacido.
La charla con Gustavo Adolfo me quitaba para el resto de la semana el sabor amargo que me había dejado la charla con Gustavo Adolfo.
Por suerte la amargura duró poco. El último martes que fui a leer a esa casa, el chofer se acercó a la cama del viejo y le preguntó si podía tener con él a su hijo de ocho años, porque ese día no había escuela. El niño tenía orejas grandes y cara de malo.
El viejo apretó los labios con furor, abrió los ojos como si fueran a echarle gotas y gritó.
— ¿Usted qué cree?, canalla, ¿que esto es un orfanato?
Al niño se le borró la maldad y se le bajaron las orejas. El hombre se puso rojo como esa manzana que está ahí, y a mí me fue dando ira mala. Si hay algo que no soporto, si hay algo que no tolero, si hay algo que me saca de casillas es que humillen a una persona frente a sus hijos.
Nadie se dio cuenta de mi enojo. Cada uno estaba reconcentrado en su papel en la tragedia. Respiré hondo y profundo, esperé a que el chofer se marchara del cuarto con el niño, dejé que un silencio sirviera de punto y aparte y propuse leer un capítulo que hablaba de la muerte de Napoleón.
Hice mi mejor esfuerzo en esa lectura. Además de la úlcera o cáncer de estómago, le agregué problemas de diabetes y de presión arterial. También principios de artritis. Mi voz fue lenta y mi dicción perfecta cuando dije que los trajines de su vida le habían dado a su cuerpo la fragilidad y el deterioro de un hombre de ochenta años.
No dejé de notar que ese dato había hecho mella en Gustavo Adolfo.
Seguí mi lectura, cada vez más prolífico y pausado. Hablé de las punzadas de dolor, de las terribles taquicardias y dolores musculares.
Cuando leí el testamento que dictó a finales de abril, lo hice con voz adolorida, como si un ejército minúsculo me atacara por dentro.
Al leer su voluntad de que arrojaran sus cenizas al Sena, me detuve y le pregunté a Gustavo Adolfo qué quería que hiciéramos con sus cenizas. Me miró con unos ojos de terror detenido y no me dijo nada.
Entonces seguí inventando males y dolores, vómitos, mareos y gritos de agonía, hora por hora, día por día.
Cuando por fin llegamos a las cinco y cuarenta y nueve de la tarde del cinco de mayo del año mil ochocientos diecisiete después de Cristo, Gustavo Adolfo, el malo, ya era ido.




"Escribir es mi vicio"

Escribir es mi vicio: Gustavo Arango: Presenta su novela El origen del mundo en la Feria Internacional del Libro. Una entrevista en El Nuevo Siglo, de Bogotá.












martes, 19 de abril de 2011

Mis recuerdos de Tomás

Texto publicado en el suplemento Generación, de El Colombiano, en febrero de 2010.
Por Gustavo Arango
    Conocí a Tomás Eloy Martínez, en abril de 1998, gracias a un golpe de suerte que me cambió la vida. Yo era el editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena, dos años atrás había escrito un libro sobre los inicios de García Márquez y, tal vez porque el libro había tenido buena acogida, el periódico me envió a cubrir la Feria del Libro de Buenos Aires.
   Como había una tormenta sobre el aeropuerto de Ezeiza, el avión fue desviado hacia Córdoba y los pasajeros tuvimos que bajarnos. Pasamos la noche esperando noticias, ensayando posturas en las sillas, deseando embarcarnos para terminar de llegar. El nuevo día me encontró con los ojos abiertos y enrojecidos y, como premio a mi desvelo, pude ver por los ventanales del terminal el amanecer más hermoso que he visto en mi vida. Un sol enorme y colorado se fue elevando sin prisa sobre un horizonte de tierra tan libre de obstáculos como el horizonte del mar. Todavía sentía el arrobamiento cuando distinguí entre los pasajeros un rostro que me resultaba familiar. Era Jaime Abello Banfi, el director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano.  Nos conocíamos por mi participación en varios talleres, por el libro sobre García Márquez y porque desde el periódico habíamos apoyado sin restricciones el nacimiento de la Fundación. Abello me invitó a participar en un taller de narración periodística que empezaría al día siguiente en el Freedom Forum, de Buenos Aires. Así conocí a Tomás.
    Nos conocimos y dejamos de vernos para siempre con la misma falta de protocolo. Aquella vez en Buenos Aires saludó amable a los periodistas que venían de distintos países de América Latina, recibió con su sonrisa agridulce al invitado de última hora y se dedicó a hablar de su pasión: el poder generador de realidad que tienen las palabras. Durante aquellos días, Tomas se dedicó a alternar las actividades del taller con su apretada agenda en la Feria del Libro. Salía en televisión, aparecía en los periódicos, participaba en conversatorios, firmaba autógrafos. Pero cuando regresaba al Freedon Forum se olvidaba de la fama y volvía a sentirse entre amigos. Comparó a los lectores con Dante y a los escritores con Virgilio; habló de los límites entre la ficción y la realidad, de la importancia de encontrar una estructura y un lenguaje apropiado para cada texto; leyó y comentó los trabajos de los participantes. Pero el consejo más importante que tenía, para aquellos que lo escuchaban con reverencia, era que cuidaran y cultivaran su propio nombre: “La firma es el único capital con que cuentan los periodistas.”
    Poco después, en enero de 1999, llegué a la Universidad de Rutgers, en New Jersey, para hacer un  doctorado en literatura, gracias a una generosa beca y un contrato como asistente de enseñanza. Tardaría varios años en saber que aquel privilegio se debió en buena parte a una carta de dos páginas que Tomás y su esposa, la periodista y académica venezolana Susana Rotker, les habían escrito a las directivas de la universidad. Tomás nunca se vanaglorió de su participación en el asunto. Siempre procuraba restarle importancia a la ayuda que les dio a montones de escritores de Latinoamérica. El mismo García Márquez no sería lo que ha sido si Tomás Eloy Martínez no hubiera publicado un perfil suyo, en 1967, justo cuando Cien años de soledad apareció publicada en Buenos Aires.
    Los años que pasé en la universidad de Rutgers viví siempre con el dilema de querer aprovechar al máximo su cercanía pero, al mismo tiempo, no agobiarlo con excesos y lagarterías. Para alguien formado en el periodismo, sus clases de literatura eran una delicia, porque Tomás era capaz de alejarse del estudio de un libro para contar de primera mano sus experiencias con los escritores que leíamos. Así nos enteramos de que varias páginas del manuscrito de Cien años de soledad tienen las huellas de sus zapatos, porque él no sabía lo que estaba pisando, y supimos de la debilidad de Vargas Llosa por las mujeres de su propia familia, hasta el primer grado de consanguinidad. Entusiasmado por su propio ejemplo, yo mismo escribía mis trabajos de clase sin perder de vista a los autores de los libros. Al final de un ensayo sobre la difusión de Rayuela en América Latina, donde Cortázar parecía un personaje de novela, me aconsejó tener cuidado de no hacer lo mismo con los académicos de mente estrecha.
    A Tomás le gustaba ser mensajero del destino. En una ocasión, cuando se disponía a viajar a Buenos Aires, me preguntó si tenía alguna novela terminada y me pidió dos copias para llevárselas a editores amigos. Estaba más triste que yo cuando, a su regreso, me contó que en Argentina los editores ya estaban empezando a tenerle miedo al riesgo con autores nuevos.
    Una de mis experiencias más importantes como profesor ha sido enseñar un curso de literatura como profesor asistente de Tomás. En la primavera del 2000, cuando se le diagnosticó el cáncer, Tomás tenía que viajar cada mes a Boston por una semana, a hacerse unos tratamientos rigurosos. En lugar de cancelar su clase me invitó a enseñar junto a él. Me dejó los autores que amo y conozco: Onetti, Cortázar, García Márquez, y él se quedó con los otros. Cuando estábamos juntos en el salón de clase, Tomás se las arreglaba para encogerse de tal modo que la juventud y la inexperiencia de su asistente casi ni se notaban.
    La primera impresión que tuve de él era la de un hombre de una profunda tristeza. Esa impresión nunca se borró del todo. A pesar de la seguridad y la firmeza, de su actitud calma y recia, siempre creí ver en sus ojos algo que no lo dejaba ser feliz del todo. Por momentos pensé que se debía a su condición de exiliado, a ese susto tremendo que pasó en 1975, cuando un grupo de amigos logró rodearlo y sacarlo de una calle y un país donde la muerte lo estaba acorralando. Luego pensé que era el desconcierto que le había producido el éxito de su novela Santa Evita. Pero me quedé sin respuesta. Lo curioso es que dio muestras de una fortaleza de carácter asombrosa cuando tuvo razones de sobra para estar triste. En diciembre del 2000, cuando su esposa Susana Rotker murió atropellada por un auto, sus alumnos más cercanos nos fuimos a la casa de Tomás dispuestos a consolarlo. Pero Tomás fue quien terminó consolándonos a todos, se dedicó a servirnos aromáticas y hasta hizo chistes para subirnos el ánimo.
    Sería incapaz de escribir un estudio sobre sus libros. Tampoco podría afirmar que fuimos grandes amigos. Pero la presencia y la influencia de Tomás en mi vida tienen una importancia que aún me cuesta comprender. La última vez que nos vimos fue en Highland Park, en New Jersey, a dos cuadras de su casa. Tomás estaba muy entusiasmado escribiendo su novela Purgatorio, pero como no quería hablar mucho del asunto se dedicó a hablar maravillas de una novela mía que acababa de leer. Yo no podía creerlo. Ahí estaba ese hombre que tenía casi todo el reconocimiento al que era posible aspirar, elogiando a un perfecto desconocido. Nos despedimos sin saber que era la última vez que nos veíamos. Seguimos comunicándonos por internet, planeando un encuentro siempre pospuesto.  Ahora que ese encuentro es imposible van llegando, y se convierten en recuerdos, momentos inadvertidos: Tomás patrocinando la publicación de libros y revistas de sus estudiantes; Tomás regalando manuscritos y conferencias sin esperar nada a cambio;  Tomás ofreciéndose de mensajero para llevarle nuestros libros a García Márquez; Tomás incluyendo nuestras conversaciones en sus novelas; Tomás ayudando a darle rumbo a nuestras vidas. Ahora sé que aquel hermoso sol de Córdoba es también otro recuerdo de Tomás.
Nueva York, Febrero 1 de 2010.






lunes, 18 de abril de 2011

La mano paciente del orfebre

Palabras de presentación de la novela El origen del mundo, en el Queens Museum of Arts, el 16 de abril de 2011, en el marco de la Semana del Inmigrante. La edición colombiana de esta novela será presentada durante la Feria Internacional del Libro de Bogotá.
                                            Fotografía de Blanca Irene Arbeláez
Por Miguel Falquez-Certain
                La nueva novela de Gustavo Arango es, en primer lugar, “una compleja fantasía sobre un hombre que encontraba su placer en escribir sobre mujeres escribiendo”, como su narrador la define en sus últimas páginas. Pero es mucho más que eso: es el placer de la escritura, la alegría de leer, el mundo explicado desde una perspectiva única, ejemplar, original y auténtica, los juegos literarios para aprender a desbordar la fantasía, el ojo fantasma del demiurgo de Victor Hugo observando con deleite el mapa femenino, una clase veraniega de creación literaria en la Universidad de Rutgers, la vida rutinaria de su protagonista, Magnífico Delgado, profesor de la Universidad de Syracuse, repartida entre su habitación desordenada y sus trabajos alternativos de repartidor de periódicos, mal consejero espiritual de un amigo improbable, fantasías sexuales, detective privado, recuerdos de la infancia y de la adolescencia y, sobre todo, regodeo en la creación de una literatura rítmica, sonora y perdurable.
                El título de la novela, El origen del mundo, se deriva de una pintura de Courbet que encuadra a una mujer desnuda, donde sólo son visibles el seno derecho, la vagina poblada de vellos púbicos, el inicio de sus nalgas en las entrepiernas y unos muslos generosos explayados que se ofrecen al espectador con insolencia. En 1866 fue un escándalo y aún hoy lo sigue siendo. Facebook censuró la imagen recientemente. La han tildado de pornográfica porque la mujer descabezada se convierte en objeto de lujuria.
                Sin embargo, al igual que en el Placer del texto de Roland Barthes, el verdadero protagonista es la escritura misma, el placer incomparable de crear un mundo con palabras donde antes nada había. La anatomía femenina se convierte en paradigma del placer exquisito de la creación. Así lo afirma el narrador: “En el agua ha jugado a recorrer su cuerpo. Ha sido al mismo tiempo el amante y la amada, la textura y la mano: la caricia completa”. La narración se desenvuelve deliciosa y rebosante como aquella cinta de Möbius con una sola cara y un solo borde, con la propiedad matemática de ser un objeto no orientable que avanza y retrocede y retorna y fluye ineluctablemente ad infinitum en donde la palabra es el hilo conductor que hace posible la multidimensionalidad y coetaneidad del suceso. Por consiguiente, la novela nunca cesa de existir, no termina en el sentido tradicional sino que más bien se abre en múltiples direcciones y hace del lector su cómplice en la construcción de sus significados.
                Si bien la metaficción y la autoreferencialidad coexisten en la construcción novelística, es decir, la ficción que se construye al lado del narrador con la anuencia del novelista, por un lado, y la constante recreación de la labor del escritor como eje fundamental del proceso con obvios tintes autobiográficos, por el otro, es por la forma de engarzar sus palabras y de ejercer diversos estilos, a cual más de ricos e innovadores, que colocan a esta novela en un lugar de privilegio. Aun cuando el escritor y el narrador sean eruditos el resultado dista de ser petulante. Las alusiones literarias flotan con elegancia y se incorporan a la narración sin ser forzadas. Cuando habla de un escritor que alguna vez dijo al momento de morir “luz, más luz” no es necesario que sepamos que se refiere a Goethe, pues el contexto es lo importante. Tampoco es preciso conocer ni recordar el poema “Ítaca” de Cavafis ni “Lisboa revisitada” de Pessoa para regocijarnos con su afirmación que “donde fuera uno la ciudad iría con él”.
                El solo capítulo “Confieso que he matado” justificaría la existencia de esta novela. En menos de treinta páginas, el mundo del personaje, que bien puede ser el recuento de la infancia y de la adolescencia en el país de origen del protagonista, el profesor Magnífico Delgado (ese oxímoron que brinda múltiples interpretaciones), tiene un estilo de narrar diferente a los otros que se encuentran en este libro. Treinta años de novelitas amarillistas que han explotado el tema del narcotráfico quedan mal paradas ante esta elocuencia desnuda de un huérfano producto de la violencia que desangra a nuestro común país de origen. Y es porque el tema no es la violencia en sí ni el tráfico de drogas, sino la condición humana con toda su riqueza de esplendores y miserias.
                El narrador nos dice que “desde los veinte años, su vida ha sido un diálogo constante con la muerte”. Sabe que tiene poco tiempo para brindar su testimonio. En su fiebre pantagruélica de dejar su huella, intuimos que en el acto de crear encuentra finalmente la razón de su sino.
                Casi todos conocemos las famosas anécdotas de Flaubert en que afirmaba pulir hasta el cansancio siempre en pos de la palabra exacta y aquélla de que Madame Bovary en realidad era él mismo. También recuerdo la preciosa novela de Gesualdo Bufalino, Diceria dell’untore, cuya elaboración le tomó treinta años, desde su concepción, realización y constantes revisiones, para ver la luz finalmente cuando el autor tenía sesenta y dos años. Si bien creo reconocer ecos de Cortázar y de Borges, sobre todo en la forma de enfrentar el estilo, en la forma de narrar y de concebir sus tramas (por ejemplo, dice el narrador que “Él mismo no era más que tres historias, un refrán y varias líneas de un poema” y que ha visto el mundo como lo hace Borges en el Áleph desde un punto de vista privilegiado), creo que es en las obras de Alain Robbe-Grillet, particularmente en La casa de citas, que puedo encontrar un paralelo paradigmático en la exquisitez con que Gustavo Arango ha logrado plasmar el ritmo cantarino de sus espléndidas palabras. Y junto con ecos proustianos, en aquel plan de trabajo para su próxima novela en que propone que “permitiera que estuviera siempre terminado, por si la muerte llegaba de manera accidental o provocada. Escribiría el principio y el final de aquel periplo en el que todo el universo quedaría contenido y luego dedicaría el tiempo que tuviera para llenar el espacio entre los dos extremos”, justamente lo que se trazó Proust en la elaboración de En busca del tiempo perdido. A cuarenta y cuatro años de publicada Cien años de soledad, me complace haber leído con deleite una novela que nada le debe al mal llamado “realismo mágico”. Pero, lo que es más importante, El origen del mundo se inscribe por derecho propio como iniciadora de una nueva y excelente producción que ofrece insospechadas posibilidades.
                Nos dice el narrador que “incluso con la pugna que el placer desencadena, todo puede seguir, el goce puede andar sin detenerse, puede moverse en pos de virtuosismos y de cimas más altas, si evita utilizar la familia de palabras que todo lo interrumpe, que todo lo congela”. Gustavo Arango no sólo tiene voz y estilos propios, sino también un mundo rico y enriquecedor que observa con precisión de entomólogo y que ha logrado plasmar con mano paciente de orfebre, una visión auténtica que marca un hito en la producción novelística latinoamericana.
Nueva York, 16 de abril de 2011






Video de la presentación de El origen del mundo

Diálogo de Gustavo Arango y Miguel Falquez Certain, durante el programa "Encuentro de culturas a través del arte", Abril 16, 2011. Queens Museum of Arts.


http://player.vimeo.com/video/22528120

Agencia Librusa: Colombiano Gustavo Arango recuerda generosidad de Tomás Eloy Martínez




NUEVA YORK, abril 18 (Librusa) – El colombiano Gustavo Arango recordó al fallecido escritor argentino Tomás Eloy Martínez como una de las personas que más influyó para que viniera a Estados Unidos a estudiar literatura en la Universidad de Rutgers, donde el autor de la famosa novela “Santa Evita” dirigía el Programa de Estudios Latinoamericanos.

Arango mencionó a Eloy Martínez en el marco de la New York Fair Expo (Feria del Libro), donde presentó su nueva novela “El origen del mundo”, ganadora del Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México.

“Tomás Eloy Martínez fue quien influyó muchísimo para que yo viniera a Estados Unidos, a la Universidad de Rutgers, a estudiar un doctorado en Literatura”, dijo Arango al recordar sus inicios en el periodismo y la literatura.

El autor aseguró además que conoció a Eloy Martínez a raíz de un trabajo de investigación que el colombiano tuvo que realizar acerca de Gabriel García Márquez y su paso por el diario El Universal de Cartagena, donde el Nobel comenzó su exitosa carrera de periodista cuando tenía 20 años.

Gustavo Arango es actualmente profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta. Ha publicado los libros de cuentos “Bajas pasiones”, “Su última palabra fue silencio”  y “Unos cuantos tigres azules” y  las novelas “Criatura perdida”, “La risa del muerto”, “El país de los árboles locos” y “Una noche en el bosque”.

Asimismo, Arango fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena, Colombia, y recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 1992. Sus investigaciones incluyen títulos como “Un tal Cortázar”, “Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal”, “Retratos”, “La voz de las manos: Crónicas sobre escritores latinoamericanos”, “Vida y opiniones de Wenceslao Triana”, “Las profundas cavernas del sentido”, “Regreso al centro” y “El más absurdo de todos los personajes”.









viernes, 15 de abril de 2011

Presentación de El Origen del mundo, en Nueva York

Sábado 16 de abril, Queens Museum of Arts. 4 pm.
Programa: Encuentro de culturas a través del arte.
Immigrant Heritage Week 2011


jueves, 14 de abril de 2011

Unos cuantos tigres azules


Unos cuantos tigres azules forma parte de la colección Voces del fuego: Testigos del Bicentenario (Ediciones Pluma de Mompox), que será presentada en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, el sábado 7 de mayo.