Texto publicado en el suplemento Generación, de El Colombiano, en febrero de 2010.
Por Gustavo Arango
Conocí a Tomás Eloy Martínez, en abril de 1998, gracias a un golpe de suerte que me cambió la vida. Yo era el editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena, dos años atrás había escrito un libro sobre los inicios de García Márquez y, tal vez porque el libro había tenido buena acogida, el periódico me envió a cubrir la Feria del Libro de Buenos Aires.
Como había una tormenta sobre el aeropuerto de Ezeiza, el avión fue desviado hacia Córdoba y los pasajeros tuvimos que bajarnos. Pasamos la noche esperando noticias, ensayando posturas en las sillas, deseando embarcarnos para terminar de llegar. El nuevo día me encontró con los ojos abiertos y enrojecidos y, como premio a mi desvelo, pude ver por los ventanales del terminal el amanecer más hermoso que he visto en mi vida. Un sol enorme y colorado se fue elevando sin prisa sobre un horizonte de tierra tan libre de obstáculos como el horizonte del mar. Todavía sentía el arrobamiento cuando distinguí entre los pasajeros un rostro que me resultaba familiar. Era Jaime Abello Banfi, el director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Nos conocíamos por mi participación en varios talleres, por el libro sobre García Márquez y porque desde el periódico habíamos apoyado sin restricciones el nacimiento de la Fundación. Abello me invitó a participar en un taller de narración periodística que empezaría al día siguiente en el Freedom Forum, de Buenos Aires. Así conocí a Tomás.
Nos conocimos y dejamos de vernos para siempre con la misma falta de protocolo. Aquella vez en Buenos Aires saludó amable a los periodistas que venían de distintos países de América Latina, recibió con su sonrisa agridulce al invitado de última hora y se dedicó a hablar de su pasión: el poder generador de realidad que tienen las palabras. Durante aquellos días, Tomas se dedicó a alternar las actividades del taller con su apretada agenda en la Feria del Libro. Salía en televisión, aparecía en los periódicos, participaba en conversatorios, firmaba autógrafos. Pero cuando regresaba al Freedon Forum se olvidaba de la fama y volvía a sentirse entre amigos. Comparó a los lectores con Dante y a los escritores con Virgilio; habló de los límites entre la ficción y la realidad, de la importancia de encontrar una estructura y un lenguaje apropiado para cada texto; leyó y comentó los trabajos de los participantes. Pero el consejo más importante que tenía, para aquellos que lo escuchaban con reverencia, era que cuidaran y cultivaran su propio nombre: “La firma es el único capital con que cuentan los periodistas.”
Poco después, en enero de 1999, llegué a la Universidad de Rutgers, en New Jersey, para hacer un doctorado en literatura, gracias a una generosa beca y un contrato como asistente de enseñanza. Tardaría varios años en saber que aquel privilegio se debió en buena parte a una carta de dos páginas que Tomás y su esposa, la periodista y académica venezolana Susana Rotker, les habían escrito a las directivas de la universidad. Tomás nunca se vanaglorió de su participación en el asunto. Siempre procuraba restarle importancia a la ayuda que les dio a montones de escritores de Latinoamérica. El mismo García Márquez no sería lo que ha sido si Tomás Eloy Martínez no hubiera publicado un perfil suyo, en 1967, justo cuando Cien años de soledad apareció publicada en Buenos Aires.
Los años que pasé en la universidad de Rutgers viví siempre con el dilema de querer aprovechar al máximo su cercanía pero, al mismo tiempo, no agobiarlo con excesos y lagarterías. Para alguien formado en el periodismo, sus clases de literatura eran una delicia, porque Tomás era capaz de alejarse del estudio de un libro para contar de primera mano sus experiencias con los escritores que leíamos. Así nos enteramos de que varias páginas del manuscrito de Cien años de soledad tienen las huellas de sus zapatos, porque él no sabía lo que estaba pisando, y supimos de la debilidad de Vargas Llosa por las mujeres de su propia familia, hasta el primer grado de consanguinidad. Entusiasmado por su propio ejemplo, yo mismo escribía mis trabajos de clase sin perder de vista a los autores de los libros. Al final de un ensayo sobre la difusión de Rayuela en América Latina, donde Cortázar parecía un personaje de novela, me aconsejó tener cuidado de no hacer lo mismo con los académicos de mente estrecha.
A Tomás le gustaba ser mensajero del destino. En una ocasión, cuando se disponía a viajar a Buenos Aires, me preguntó si tenía alguna novela terminada y me pidió dos copias para llevárselas a editores amigos. Estaba más triste que yo cuando, a su regreso, me contó que en Argentina los editores ya estaban empezando a tenerle miedo al riesgo con autores nuevos.
Una de mis experiencias más importantes como profesor ha sido enseñar un curso de literatura como profesor asistente de Tomás. En la primavera del 2000, cuando se le diagnosticó el cáncer, Tomás tenía que viajar cada mes a Boston por una semana, a hacerse unos tratamientos rigurosos. En lugar de cancelar su clase me invitó a enseñar junto a él. Me dejó los autores que amo y conozco: Onetti, Cortázar, García Márquez, y él se quedó con los otros. Cuando estábamos juntos en el salón de clase, Tomás se las arreglaba para encogerse de tal modo que la juventud y la inexperiencia de su asistente casi ni se notaban.
La primera impresión que tuve de él era la de un hombre de una profunda tristeza. Esa impresión nunca se borró del todo. A pesar de la seguridad y la firmeza, de su actitud calma y recia, siempre creí ver en sus ojos algo que no lo dejaba ser feliz del todo. Por momentos pensé que se debía a su condición de exiliado, a ese susto tremendo que pasó en 1975, cuando un grupo de amigos logró rodearlo y sacarlo de una calle y un país donde la muerte lo estaba acorralando. Luego pensé que era el desconcierto que le había producido el éxito de su novela Santa Evita. Pero me quedé sin respuesta. Lo curioso es que dio muestras de una fortaleza de carácter asombrosa cuando tuvo razones de sobra para estar triste. En diciembre del 2000, cuando su esposa Susana Rotker murió atropellada por un auto, sus alumnos más cercanos nos fuimos a la casa de Tomás dispuestos a consolarlo. Pero Tomás fue quien terminó consolándonos a todos, se dedicó a servirnos aromáticas y hasta hizo chistes para subirnos el ánimo.
Sería incapaz de escribir un estudio sobre sus libros. Tampoco podría afirmar que fuimos grandes amigos. Pero la presencia y la influencia de Tomás en mi vida tienen una importancia que aún me cuesta comprender. La última vez que nos vimos fue en Highland Park, en New Jersey, a dos cuadras de su casa. Tomás estaba muy entusiasmado escribiendo su novela Purgatorio, pero como no quería hablar mucho del asunto se dedicó a hablar maravillas de una novela mía que acababa de leer. Yo no podía creerlo. Ahí estaba ese hombre que tenía casi todo el reconocimiento al que era posible aspirar, elogiando a un perfecto desconocido. Nos despedimos sin saber que era la última vez que nos veíamos. Seguimos comunicándonos por internet, planeando un encuentro siempre pospuesto. Ahora que ese encuentro es imposible van llegando, y se convierten en recuerdos, momentos inadvertidos: Tomás patrocinando la publicación de libros y revistas de sus estudiantes; Tomás regalando manuscritos y conferencias sin esperar nada a cambio; Tomás ofreciéndose de mensajero para llevarle nuestros libros a García Márquez; Tomás incluyendo nuestras conversaciones en sus novelas; Tomás ayudando a darle rumbo a nuestras vidas. Ahora sé que aquel hermoso sol de Córdoba es también otro recuerdo de Tomás.
Nueva York, Febrero 1 de 2010.
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