lunes, 28 de noviembre de 2011
viernes, 18 de noviembre de 2011
Con los ojos abiertos.
Ahora que el tren de la tecnología empieza a dejarme, en
medio de mi resistencia a idolatrar vendedores de cacharros, debo reconocer que
una de las ventajas de estos tiempos es la posibilidad de acceder a tantas
cosas que eran inalcanzables. Imagino el entusiasmo que sentiría Borges en este
mundo donde hasta el incunable más recóndito se puede conseguir. Esta ciencia
ficción en que vivimos habría hecho las delicias de Luis Alberto Álvarez, el
hombre que nos enseñó a todos a ver cine. Álvarez pasó su vida entre rollos de
películas, viajó por el mundo persiguiendo festivales, pero nunca gozó del
privilegio de ver cualquier película con solo desearlo. Esta suerte, sin
embargo, no parece servirnos. Como niños malcriados, nos cuesta apreciar la
fortuna que tenemos. Llenamos las memorias abismales de los nuevos aparatos con
cosas que jamás disfrutaremos. Con el pan en la boca nos morimos de hambre.
Empecé esta sección con la intención de combatir el culto
a las novedades en materia de libros. Quise volver a textos olvidados. La idea
era, y sigue siendo, que lo nuevo no es siempre lo mejor. Ahora siento que es
preciso expandir el concepto de lectura. Un pasaje de Alberto Manguel me justifica:
“El astrónomo leyendo un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto
japonés leyendo la tierra en la que se construirá una casa, para protegerla de
fuerzas malignas; el zoólogo leyendo los rastros de los animales; el jugador de
cartas leyendo los gestos de su rival, antes de jugar la carta ganadora; el
público leyendo los movimientos de la bailarina; la tejedora leyendo el
intrincado diseño de un tapiz; el organista leyendo en la página las notas en
la página; el padre leyendo en el rostro del bebé señales de alegría o miedo o
maravilla; el adivino chino leyendo las marcas antiguas en la caparazón de una
tortuga; los amantes leyendo a ciegas en la noche sus cuerpos bajo las sábanas;
el psiquiatra ayudando a sus pacientes a leer sus propios desconciertos; el
pescador hawaiano hundiendo una mano en el agua para leer las corrientes del
océano; el granjero leyendo el clima en el cielo —todo esto comparte con los
lectores de libros el arte de descifrar y traducir signos”.
En tiempos tan distraídos como estos, quizá sea necesario
releer muchas cosas. Por eso he decidido alejarme en ocasiones de los libros.
Hoy, por ejemplo, quiero hablar de una película que ha pasado casi
desapercibida. He sido un seguidor de Alejandro Amenábar desde que “Abre los
ojos” alteró mi percepción de la realidad. Lo he visto internarse en terrenos
peligrosos, y salir de ellos triunfal, como en “Mar adentro” y “Los otros”. La
tecnología puso a mi alcance la película más ambiciosa de Amenábar. “Ágora”
(2009) es la historia de Hipatia, una sor Juana egipcia del siglo 4, que vivió
y murió buscando respuestas a las preguntas esenciales. Alrededor suyo la gente
corría enloquecida, enceguecida por las pasiones y fanatismos de aquel tiempo,
que no son muy distintos de los de ahora; mientras Hipatia miraba el universo
con ojos muy abiertos. Al final pagó cara la osadía de mantenerse despierta.
Dicen los que saben de cine que la actuación está en los ojos de los actores.
Puedo decir que los ojos de Hipatia, elevados al cielo en el momento de su
muerte, son una de las imágenes más bellas que el cine haya podido proyectar.
Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de noviembre de 2011.
martes, 15 de noviembre de 2011
Telón de fondo
Héctor Rojas Herazo, Bogotá 1994.
Telón de fondo
Rara vez vemos el mundo
directamente, rara vez extendemos nuestro entendimiento para tocar la vibración
inexplicable de la vida. Nos sentimos a gusto adormecidos y rodeados de
prejuicios. Estar despiertos al mundo puede ser doloroso y molesto, por eso
preferimos evitarlo.
Héctor Rojas Herazo
siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el
misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y
de fiereza, y en sus libros y pinturas nos dejó el estremecedor testimonio de
su vigilia.
Poe nos enseñó que lo más
evidente es lo menos visible. La sabiduría popular suele decir que es muy
frecuente que los árboles no nos dejen ver el bosque. A mí me parece natural y
explicable que un artista tan grande pasara casi desapercibido para un país tan
mezquino.
Un periodista se quejaba porque al entierro de
Rojas sólo fueron treinta y seis personas. Se me ocurre que fueron demasiadas.
Decía también que era triste que el gobierno no hubiera estado representado. A
mí me parece un alivio. No quiero imaginar lo que habría sido –y quizá sea- ver
a los oportunistas y los cínicos utilizando su memoria.
Rojas merecía que lo
dejaran tranquilo. Merece que lo póstumo no sea desvergonzadamente opuesto a la
indiferencia con que se le trató cuando vivía. La vida de sus obras será larga
y ojalá siga alejada de la vulgaridad y los equívocos de la fama.
Siempre he creído que en
el título bajó el cual publicó por varias décadas sus columnas de prensa,
“Telón de fondo”, se encontraba resumida la esencia de su poética. La suya era
una vocación de inmensidad, de profundidad, también de totalidad. En el teatro
de nuestra vida artística, Rojas era un telón de fondo, inmenso, omnipresente,
un paisaje necesario y repleto de colores ardientes, al que su propia grandeza
volvía a veces invisible.
Nunca supimos valorarlo
porque los actores en el escenario nos robaban la atención. De vez en cuando
alguien decía: “Pero miren, observen, que maravilla de telón”. Pero los actores
intensificaban sus peripecias, apremiaban la voz al decir sus parlamentos y
volvíamos a olvidarlo, a dejarlo con toda su belleza, con su hondura profunda
en el fondo de todo.
Siempre tuve la sensación
–y creo que él lo sabía y solía resignarse a que así fuera– de que su obra no
podía ser valorada en su momento, que tampoco sería nunca del gusto de
multitudes. Era demasiado verdadero para ser popular. Por eso padeció con
estoicismo que sus escritos y pinturas, uno de los más admirables conjuntos que
se han creado en Cruelombia (pregúntenselo al siglo XXIII), soportarán
humillaciones, ostracismos, sabotajes.
“Somos energía padeciente”,
le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”,
y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la
vida. Así frecuentaba día a día los vértigos del misterio.
Nos deja la lección
inolvidable de que el arte no es –no tiene por qué ser– un afán desmedido de
riqueza o de gloria, una patética manifestación del arribismo; que puede y debe
ser –en cambio– una forma de lo sagrado.
Spinoza decía que las
cosas se esfuerzan por ser lo que son, que la piedra se obstina en ser piedra y
el insecto procura ser insecto. Héctor Rojas Herazo llevó muy lejos su esfuerzo
por ser humano. Era una mezcla de santo y de guerrero. Era una obra maestra de
la vida.
El Universal, miércoles 17
de abril de 2002.
jueves, 10 de noviembre de 2011
Álvaro Mutis: “Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”
Álvaro Mutis
“Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”
Juvenil
y vigoroso, se mueve por el cuarto del hotel. Dice que es mejor hablar allí
para evitar la interrupción de los intelectuales. Sonríe. Se cambia una
camiseta amarilla por una camisa de marinero que compró en Saint Maló —tiene un velero bordado cerca del
corazón— y, dentro de ella, Mutis se
siente como en su casa. Dice a su hijo Santiago que no le deje olvidar
La Nieve del Almirante que le va a
regalar a María Luisa Bemberg. Se pone cómodo y habla: “Bueno muchachos”, con
una voz rotunda, áspera y serena, como el primer trueno de una tempestad.
Dolor y alegría
El momento más doloroso ha sido
para mí, hasta ahora, la muerte de mi hermano, Leopoldo, que fue durante toda
la vida como un cómplice secreto de mi vida y de lo que yo escribía.
El hecho más espléndido, para mí,
son los años de mi niñez que viví en Bélgica y, paralelamente, durante las
vacaciones, los años que viví en una finca de mi madre y de mi abuelo que se
llamaba Coello, en el Tolima. Una finca de café y caña. Los días que pasé en
Coello sencillamente fueron para mí los días del paraíso.
A mí no me tienen que mostrar
dónde queda y cómo es el paraíso, porque yo ya lo conozco. La finca está en la
carretera entre Ibagué y Armenia, a doce kilómetros de Ibagué. Por eso fuimos
con Santiago, cuando murió mi hermano, a echar sus cenizas en el río Coello y
espero que se haga lo mismo con las mías, para regresar, aunque sea en forma
simbólica, al sitio donde he sido más feliz.
Por eso muchas veces me dicen que
soy tolimense y yo nunca lo rectifico, porque en el fondo tengo tal amor por
esa tierra que pienso que eso, que es un error de tipo biográfico, es una
verdad profunda.
Cuando comencé a publicar los
primeros poemas que yo creí que eran publicables (que por cierto eran poemas en
prosa, como uno que se llama La corriente),
yo sentí que escribía una poesía de un escepticismo, de una desesperanza, tan
grande que no iba con mi edad, con la edad de un muchacho de dieciocho o diecinueve
años que liquida de repente toda esperanza y todo sentido frente a lo que hacen
los hombres durante su paso por la tierra.
Entonces pensé que la voz de otro
que sí tuviera experiencia y, atrás, un dolor ya sufrido y un conocimiento del
mundo ya probado, le daría verdad a esa poesía. Y así nació Maqroll.
Ahora, lo que pasa —y siempre lo
aclaro— , es que la vida ya alcanzó a Maqroll y ya he pasado yo por pruebas,
viajes, andanzas que me permiten hablar así. Pero yo sigo teniendo un gran
cariño al gaviero y, además, él es ya hoy un personaje con su propia vida, con
su propio pasado, con sus propios intereses, con sus propias relaciones con
sus amigos: hechos que voy narrando y que le van dando cada vez más peso y más
verdad. Ya Maqroll es un ser vivo que me hace la vida a veces imposible.
Yo muchas páginas las estoy escribiendo
con la presión del personaje muy evidente y muy sentida sobre mí. Algunas
veces, por ejemplo, se me ocurre decir: “Bueno, ahora voy a escribir un viaje
de Maqroll a tal parte” y me doy cuenta de que él va para otro lugar, con otro
fin y a buscar otras cosas ya por su cuenta. Entonces tengo que parar mucho la
oreja , antes de escribir, porque él está ahí.
Un solo libro
Cuando yo escribí La nieve del almirante lo hice simple y
sencillamente para darme una idea de si —a partir de un poema en prosa del
mismo nombre—, lo que yo vi como el fragmento de una novela, en verdad podía
ser una novela. Cuando terminé, dije: ‘Bueno, sí es una novela; lo voy a
publicar y con esto termina el experimento’.
Eso creía yo. Pero inmediatamente
empezó la presión de los personajes y empezaron a reclamar espacio y a pedir
cancha, para decirlo en una forma un poco familiar. Creo que todas las novelas
son en realidad un solo libro. Y sí, en verdad, yo he pensado que se pueden
publicar las novelas como un solo volumen.
Lo inexplicable
Me doy cuenta cada vez más de que
lo inexplicable, lo inefable, el lado oscuro en el destino de los hombres, me
interesa profundamente y creo que existe, creo que hay una parte nuestra y en
nuestro destino que es indescifrable.
Cuando me preguntan si creo en
Dios, siempre contesto una cosa que parece una paradoja y que es lo que me sale
contestar: lo que me sucede es que no entiendo cómo se puede no creer en Dios.
Para mí el gran misterio que hay es ser ateo: el tipo que de veras puede vivir
un minuto en la vida pensando que es el dueño y el autor de todo lo que le
rodea, y que atrás y encima de él y antes de él no hay nada. Eso es una
conclusión tan absurda que si yo llegara un día a esa conclusión me pegaría un
tiro.
Entonces sí hay un interés muy
grande en precisar y denunciar la presencia de ese otro lado nuestro que no
tiene nombre. Podría decirse que, en buena parte, mis personajes vienen de ese
otro lado, sobre todo los personajes femeninos. Mis personajes femeninos vienen
de una zona que yo mismo no conozco. En Flor Estévez, por ejemplo,
evidentemente hay un trasfondo de misterio.
El regreso de los muertos
La muerte de mis personajes es
algo que me han cobrado mucho con un personaje que yo quiero mucho, y al que
las lectoras le tienen gran cariño, que es Ilona. La verdad es que a mí se me
murió Ilona de repente, yo no tenía proyecto de matarla.
Abdul, por ejemplo, a pesar de
que murió, vuelve a salir y se prolonga. Como mis libros no tienen una
secuencia cronológica, yo puedo volver a Abdul y, en efecto, en Adbul Bashur soñador de navíos está
Ilona de nuevo.
Yo aquí escribiendo
A mí nunca me ha dado por
escribir novela. Para mí, cada novela es la continuación de un poema y el
ambiente que yo siento, la tensión interior que yo siento cuando estoy
escribiendo una novela es la que siento cuando estoy escribiendo un poema.
Tal vez por eso, lo reconozco con
franqueza, las novelas tengan ciertos puntos flacos —como novelas, como
estructura novelística—, pero eso a mí ni me interesa, no me importa. Lo que me
interesa es que esa condición de poesía y esa esencia poética siga corriendo
por esas páginas como corre por mis libros de poesía.
En Europa, eso los tiene muy
intrigados. Como los franceses, gracias a Descartes, y al carácter racionalista,
no resisten una situación así, es muy curioso conversar con ellos porque lo que
me dicen es que eso no es posible: o se es poeta o se es novelista. Y entonces
yo siempre contesto: ‘Ni soy poeta ni soy novelista’.
Yo no me siento en la máquina y
digo yo poeta voy a escribir. Es más,
yo he evitado siempre, me parece profundamente abusivo y además de muy mal
gusto, decir el “yo poeta” que aparecía tanto en la poesía romántica, la de los
simbolistas y los modernistas.
¿Yo poeta? Uno no puede darse un
título que le corresponde a alguien como el Dante o Baudelaire o a alguien como
Keats o como Ezra Pound. Me parece una confianza un poquito abusiva.
Yo no me atrevo y no puedo decir
“yo novelista”, mucho menos. Para mí novelista es Tolstoy o Dickens.
Diría: “Yo aquí escribiendo, yo
aquí luchando a brazo partido con las palabras”.
Cada vez me cuesta más trabajo
escribir, mucha dificultad. Pero ahí voy, cumpliendo con un destino. Escribo
todos los días.
El destino
Es una vocación evidente que no
la ves al comienzo. Al comienzo la ves como el gusto por las letras y, desde
luego, en mi caso, la condición de lector devorante, insaciable, te ha llevado
a escribir y de repente te das cuenta de que has tomado una responsabilidad, y
de que ésa es tu vida.
La responsabilidad es contigo.
Con ese otro que esta allá adentro queriendo decir una serie de cosas,
sintiendo que el decirlas es su destino, y yo, que he vivido en realidad dos
vidas completamente distintas, lo sé muy bien, he puesto a prueba esa vocación.
Yo jamás he vivido de mis libros,
jamás he vivido de la pluma, jamás he colaborado en un periódico en forma
continua, para vivir. No es que me parezca mal, y no lo digo por ustedes que
están sentados ahí, pero una de las cosas que admiro más en García Márquez,
fuera de las muchas que admiro en la persona y en el escritor, es que jamás ha
hecho ni ha vivido de otra cosa que de su escritura.
Esa es una condición muy bella,
casi parecida a la del santo. Yo no, yo fui más cobarde y, para poder vivir más
cómodamente y tratar de que mi familia viviera con cierta facilidad, acepté
desde muy joven puestos que nunca tuvieron que ver nada con la literatura.
Un camino de salvación
La literatura sería un camino de
salvación. Yo insisto mucho en lo que llamo “el poder de salvación de la
poesía”. Hay una bella página de Jorge Zalamea sobre eso.
Otra cosa sobre la que insisto
muchísimo es que la poesía o es visionaria o no es poesía, es otra cosa, es
prosa, es un mensaje político, es un panfleto, no me importa cómo se pueda
llamar. Pero la poesía tiene en su esencia la condición de visionaria, eso
quiere decir que es una visión que trasciende el marco de la realidad que nos
están dando nuestros sentidos, es el otro lado también de las cosas, del mundo
y de los hechos, ese lado que se ha quedado sin descifrar. La poesía intenta
descifrarlo. En los grandes poetas, como el Dante, como Antonio Machado, lo
descifra.
Al vuelo
La poesía la he escrito en todos
los instantes que me dejaba libre el trabajo. Libros enteros como Los emisarios, como Caravansarí, como el Homenaje
y siete nocturnos, los he escrito en aeropuertos.
El avión es el método más lento
de viajar que ha logrado inventar el hombre. La cantidad de tiempo que se
pierde en demoras y, después, a cantidad de tiempo que se pierde volando en esa
especie de nada que es el tiempo dentro de un avión, a mí me ha servido para
escribir.
La desesperanza
Yo creo que hay que tener gran
atención a lo que dicen y narran los vencidos, entre otras cosas porque no hay
vencedores. No existen los vencedores, todos terminamos vencidos.
El diálogo de Belem do Pará:
“Procura que tu propia muerte la hayas esculpido y la hayas modelado tú mismo y
no los demás. En eso no dejes que los demás se metan”. No es fácil, puede venir
el azar y destruirte, destruir ese sueño y esa posibilidad. Si es así, mala
suerte; hay cosas en las que tú no puedes intervenir. Pero procura, es lo que
digo yo, procura que lo sea. Si no fue posible, pues en fin.
La política
A mí me interesa la política
cuando ya han pasado trescientos años por lo menos. Ahora empieza a interesarme
la batalla de Lepanto, por ejemplo.
Y jamás he firmado un manifiesto.
Jamás. Jamás he votado. Jamás he emitido una opinión política, porque
sencillamente ni entiendo, ni me he ocupado de eso, ni hablo de lo que no sé...
Ahora, del golpe de estado de Napoleón sí podemos hablar varias horas, si
quieren.
La isla desierta
Yo leo muy poca literatura
latinoamericana ya, muy poca.
Yo llevaría, desde luego, a la
isla desierta, las memorias de Saint Simón porque, claro, son veintitantos
tomos y son divertidísimas, y mientras tanto espero que ya me hayan rescatado.
La obra de Valery Larbaud, su
obra en prosa y poesía. Todo Dickens, que me deslumbra y me encanta. Y, desde
luego, el que yo llamo EL LIBRO, con mayúsculas, que es el Quijote, para caer
en el lugar común absoluto. Pero, cómo decía en las palabras que tuve que decir
en la Alcaldía, yo recomiendo un regreso a los lugares comunes y no descartarlos
tan rápidamente, porque por algo han sobrevivido a muchas cosas que
resultaron bastante más tontas que los lugares comunes.
El libro Don Quijote, para mí, en
mi experiencia personal de lector, no se agota jamás, tienen una novedad
permanente.
El otro día, arreglando los
libros, en una edición grande, presuntuosa que no sé quién me regaló o dónde me
robé (ilustrada con unos dibujos horribles de Dalí), abrí totalmente al azar
el capítulo de la muerte de Don Quijote y se me llenaron los ojos de lágrimas y
volví a sentir eso: ‘Se murió este loco, ahora qué hago yo, solo en el mundo.
Se me murió este hombre, carajo’.
Ese sí que era un lúcido. No hay
tal locura en Don Quijote, sino el poder maravilloso de transformar el mundo
y de hacer del mundo un lugar de poesía.
Los niños
Ponle cuidado a los niños porque
son absolutamente impresionantes. Yo tengo ahora un nieto que cada día me deja
más asombrado. La certeza con que el niño va hacia el mundo, va dominando y va
escogiendo su parcela de realidad es asombrosamente maravillosa. Luego la
pierde con la razón, cuando empieza a pensar. Así se pierde todo.
La forma como los mayores nos
comportamos con los niños es absolutamente grotesca. Los niños a veces se nos
quedan mirando, como diciendo: ‘¿a usted qué le pasó?, ¿se volvió loco?’ Porque
el niño ya vio cómo es la vaina.
El niño no parte de la realidad,
parte precisamente de donde debe partir el poeta que es de la condición
visionaria. Ellos van kilómetros adelante.
Yo tengo con Nicolás, mi nieto,
unos cuidados y un respeto que desgraciadamente no tuve con estos hijos queridísimos.
Yo tengo aquí tres hijos: María Cristina, que es fisioterapeuta; Santiago, que
ése sí es poeta, y Jorge Manuel, que estudió cine en Londres. Tengo otra hija
en Chile, de otro matrimonio, y sólo ahora me doy cuenta de la infinita
torpeza con que uno se acerca a ese misterio extraordinario.
De niño yo era muy travieso,
insoportable, inaguantable. Todavía mis primas a veces me dicen: ‘Usted era
invivible’. Interrumpía a los mayores, echaba mis cuentos. Era muy inquieto.
El miedo
Yo a lo que le tengo miedo es a
lo que pudiéramos llamar el deterioro de la mente: cuando la mente no te sirve
para lo que te ha servido siempre. A eso le tengo temor, a la muerte no. No es
que me guste, pero ahí está.
El amor
No hay otra cosa que el amor.
Acuérdate siempre de un verso de Walt Whitman (lo digo siempre en la
traducción de León Felipe, que encuentro muy bella aunque no se ajusta exactamente
a las palabras): “El que camina una sola legua sin amor, camina directamente
hacia su propio funeral”.
Lo que no hagas por amor
pertenece a la muerte.
Cartagena,
marzo de 1992
La entrevista a Álvaro Mutis se realizó en colaboración con el periodista Gustavo Tatis Guerra. El texto apareció publicado originalmente en el suplemento Dominical, de El Universal, de Cartagena.
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