Pocas veces
es posible encontrar opiniones tan unánimes sobre un artista como las que han
perdurado entre los críticos sobre José María Vargas Vila: todos parecen
coincidir en que era un pésimo escritor. Ilegible, pomposo, vacío, rimbombante,
fatigoso, cantinflesco, “adolescente con todo lo malo de la adolescencia”
(Deas, 13). El crítico inglés Malcolm
Deas emprendió la lectura de sus cerca de cien libros para “rescatar lo
poco rescatable” que tuviera su obra y así evitar que se siguiera cometiendo
“una estafa al crédulo público” (13).
Salvo por las naturaleza de los defectos que se le imputan, la opinión
generalizada de los críticos no parecen distanciarse demasiado de la lista de
acusación que incluían los manuales para los confesores de la época. En su
libro de 1911, Novelistas malos y buenos,
el sacerdote jesuita Pablo Ladrón de Guevara decía sobre Vargas Vila:
Sentimos verdaderamente que sea de esta cristiana
república este señor, de quien nos vemos precisados a decir que es un impío
furibundo, desbocado blasfemo, desvergonzado calumniador, escritor deshonesto,
clerófobo, hipócrita tenazmente empeñado en que le compren por recto, sincero y
amante de la verdad; egoísta con pretensiones de filántropo, y, finalmente,
pedante, estrafalario hasta la locura, alardeando de poliglota con
impertinentes citas de lenguas extranjeras; inventor de palabras estrambóticas,
y, en algunas de sus obras, de una puntuación y ortografía en parte propia de
perezosos e ignorantes; aunque, en honor de la verdad, él no la usa no porque
no sepa bien esa parte de la gramática, sino por hacerse singular (Ladrón de
Guevara 84)
Hago eco de
las invectivas contra la obra y la figura de Vargas Vila, porque pienso que con
el tiempo se han vuelto un lugar común. Pocos se han tomado la molestia de
cuestionarlas. Tanta unanimidad en el rechazo, sin embargo, resulta sospechosa.
La crítica y el mundo de la academia solemos exaltar de manera exagerada obras
mucho peores, definitivamente menos interesantes que la de Vargas Vila. Devotos
académicos encuentran, en el pajar de lo prescindible, la aguja diminuta de
algún mérito. Pero, a la hora de pensar en uno de los escritores más prolíficos
y populares del mundo Hispánico se le descalifica de un plumazo. Quizá el mismo
Vargas Vila cultivó ese rechazo desdeñando e insultando a la humanidad entera. Según
Antonio Curcio Altamar: “La crítica ha sido generalmente abusiva contra la obra
y la persona de Vargas Vila, como él mismo lo fue literariamente con los
nombres que tocó” (171).
Pero ya va
siendo hora de dejar de sentirnos ofendidos con sus improperios y empezar a
mirar su obra desde otra óptica. Mi propósito aquí es demostrar que muchos de sus
contemporáneos y las generaciones posteriores no pudieron apreciar a Vargas
Vila, que es posible que nunca se valore en sus justas proporciones, por la
simple y sencilla razón de que su obra más importante, su diario personal,
nunca ha sido publicada de manera íntegra. Quiero también demostrar que esa
obra es un testimonio privilegiado sobre una época, sobre su historia y su
cultura, y el retrato minucioso de un hombre de personalidad singular,
acorralado en la soledad de la fama.
Quizá el
único mérito que se le reconoce a Varga Vila fue su talento para el
insulto. En un ensayo sobre el arte de
la injuria, Borges cita, como ejemplo extraordinario, su afirmación de que los
dioses no habían permitido que el poeta peruano José Santos Chocano deshonrara
el patíbulo, “ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia”. Para Borges
esas palabras son “la injuria más esplendida que conozco: injuria tanto más
singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura”
(506).
La infamia
de su estilo no impidió que Vargas Vila fuera el escritor hispanoamericano más
famoso y vendido de su tiempo. Sus libros eran publicados en ediciones de lujo
por prestigiosas casas editoriales de Europa –Bouret y Sopena– y contaban con
la publicidad adicional de estar incluidos en el índice de libros prohibidos
por la iglesia. Consuelo Triviño señala que, en Cuba, Vargas Vila era el
escritor preferido de las tabacaleras, donde sus libros se leían en voz alta a
los operarios y Ante los bárbaros fue
el credo en el que se formaron varias generaciones de antiimperialistas en
muchos países latinoamericanos. “Novelas románticas como Aura o las violetas fueron leídas masivamente y arrancaron caudales
de lágrimas a las muchachas de entonces. Su novela Ibis fue responsable de muchos suicidios” (Triviño 14).
A Vargas
Vila lo rodeaba la leyenda. Nació en Bogotá el 23 de junio de 1860. Peleó en la
guerra cuando tenía 16 años y fue maestro de escuela desde muy temprana edad. A
los veinte años tuvo su primer conflicto con la iglesia, cuando acusó al
director del Liceo de la Infancia, el sacerdote Tomás Escobar, de frecuentar
las camas de sus estudiantes. Esa fue la primera manifestación de un
anticlericalismo que jamás abandonó. Sus ideas liberales lo obligaron a marcharse
de Colombia a Venezuela, en 1888, en momentos en que se iniciaba una hegemonía
conservadora que se prolongaría por más de cuarenta años. Vargas Vila aprovechó
esa coyuntura para empezar a construirse una leyenda de rebelde perseguido. En
Venezuela produjo la que para algunos es su única obra de valor, el “Discurso ante la tumba de Diógenes
Arrieta”, “una pieza que sí es obra maestra de su género de oración masónica de
cementerio” (Deas 13) y que sería memorizado por varias generaciones de liberales.
Vargas Vila dejó Venezuela para ir a vivir a Nueva York, donde conoció entre
otros a José Martí y a Eloy Alfaro. Allí fundó varias revistas, entre ellas Némesis y la Revista Hispanoamericana, y al parecer fue expulsado de los Estados
Unidos por sus ideas “anti yanquis”. En 1898 viajó a Europa, donde residiría durante
casi todo el resto de su vida –salvo una permanencia en Hispanoamérica,
particularmente en Cuba, entre 1924 y 1927– hasta su muerte en 1933. En Europa,
Vargas Vila ocupó los cargos diplomáticos de Cónsul de Nicaragua en Madrid y
Ministro Plenipotenciario del Ecuador en Roma. Entre 1900 y 1914 sus novelas
“alcanzaron difusión pasmosa y fueron la cartilla romántica de toda una
juventud del mundo hispánico” (Deas 15). Vivió en París, Roma, Madrid y Barcelona (la ciudad donde
residió por más tiempo), en medio de refinamientos decadentes. Amasó una
fortuna de la que poco disfrutó, pues la malgastó con malas inversiones –en
Cuba, una compañía suya de taxis fue un desastre económico- y comprando joyas,
colonias y trajes estrafalarios y anacrónicos. Sus lectores lo llamaban ‘El
Divino’ y a él le gustaba ostentar ese calificativo. Sus escasos encuentros con
la literatura no impidieron que Vargas Vila influyera en personajes como el
caudillo colombiano, Jorge Eliécer Gaitán, en Juan Domingo Perón y hasta en
Pablo Neruda, quien menciona la lectura de sus libros en Confieso que he vivido. Malos y todo, a ochenta años de su muerte,
sus libros se siguen vendiendo en los semáforos de las principales ciudades
colombianas, con el persistente atractivo de lo que alguna vez fue prohibido.
Al momento
de morir, en mayo de 1933, Vargas Vila dejó escrito un diario íntimo compuesto
de 82 cuadernos y cuatro mil quinientas páginas, testimonio de su vida y
pensamientos a lo largo de más de tres décadas. Era un proyecto secreto al que
denominaba Tagebücher. La historia de
ese diario parece una novela de aventuras. Lo heredó Ramón Palacio Viso, el
secretario de Vargas Vila, a quien “El Divino” amaba profundamente y solía llamar
“mi hijo”. Palacio Viso se fue a vivir a Cuba, con su esposa y su hija, y se
llevó los diarios consigo. Tras la muerte de Palacio Viso, su hija vendió los
cuadernos a Raúl Salazar Pazos, quien trató de sacarlos de Cuba para venderlos
en Miami, pero fue retenido por las autoridades. El diario ahora reposa en
bodegas del gobierno cubano, de donde no parece posible que salgan en un futuro
cercano. Hasta ahora sólo se han hecho dos ediciones con fragmentos del diario.
La primera, de Consuelo Triviño, pasa por encima de digresiones y vuelos
filosóficos y se concentra en lo anecdótico, a pesar de que el mismo Vargas
Vila insiste en que los hechos no le importan. La segunda, con fragmentos
transcritos por Salazar Pazos antes de que los diarios fueran confiscados,
muestra un Vargas Vila en constante agonía, abandonado en la soledad de la fama
y preparándose para la muerte, casi
podría decirse que gozándola. En el prólogo a su edición de fragmentos
del diario, Salazar Pérez sugiere que el mismo Gabriel García Márquez pudo
haber influido para que los diarios no se divulgaran. Más allá de la posible
conspiración, la sensación que queda después de leer ambas versiones del diario
es que los dos Vargas Vilas que nos ofrecen son personas distintas, y que aún
nos queda por conocer el rostro completo del hombre que escribió esos
cuadernos. Pero eso sólo será posible cuando los diarios sean publicados en su
integridad. Podemos, sin embargo, juntar piezas y ver allí la soledad de la
fama, la mirada descarnada sobre los contemporáneos, la pequeñez y los delirios
de grandeza de un hombre muy consciente de que su obra más importante la estaba
escribiendo en la sombra, y que era posible que jamás se publicara: “Mis libros
han inspirado el Odio, la Admiración, el Elogio y el Dicterio; lo
verdaderamente digno de inspirar respeto ha sido mi Vida, eso nadie lo ha
conocido” (Salazar 59).
Es casi un
lugar común pensar que los escritores exiliados pasan su tiempo entre amigos y
compañeros de infortunio, o participando en tertulias y grupos literarios.
Vargas Vila, por el contrario, pasó por Europa y por España sin integrarse por
completo: “En Roma fui diplomático y me conservé en mi Soledad […]; en
Barcelona, mi Soledad es aún más completa; no conozco a nadie, no trato a
nadie, no hablo con nadie…” (62) Siempre miró con distancia, con desdén y en
ocasiones con repugnancia las sociedades de las que formó parte. Su caso es el
del exiliado que no se integra a la vida cultural del lugar donde llega, por
más años que pase en su tierra adoptiva. A pesar de que tuvo contactos directo
con las grandes figuras de las letras españolas e hispanoamericanas, Vargas
Vila “no quería mezclarse con los escritores de su tiempo” (Triviño 22). Esta renuencia, sin embargo, no impide que el
testimonio que deja sobre esos escritores sea uno de los aportes más valiosos
de su diario.
Los
fragmentos seleccionados por Consuelo Triviño nos muestran una amplia variedad
de opiniones de Vargas Vila sobre sus contemporáneos. Muchas de ellas son
negativas o cargadas de reproches. Azorín es –en 1918– un escritor “a sueldo de
los americanos para elogiarlos” (95) y no deja de tener razón en que “España
está muerta: triste pueblo aquel, el cual frente a los yankees no tiene otro
recurso que el olvido, después de haber agotado el de las lágrimas” (95).
Vargas Vila dedica una entrada de diario de abril de 1923 a definir de un
plumazo algunas figuras de la literatura de la época:
¿Ortega y Gasset? Einstein con boina;
¿Ramiro de Maetzu? Un inglés full, traducido al español por el Lápiz de
Bagarcia; ¿Gómez de la Serna? El hombre sándwich, unido al hombre orquesta
–ninguno de los cascabeles de la imprudencia le faltan para su reclamo–; ¿Gómez
Carrillo? Un caniche de cupletera, enviciado y amaestrado a las más viles
delectaciones (146)
A Pio
Baroja le dedica un poco más de atención. Después de afirmar que el alma del
teatro español es la vulgaridad, se pregunta cómo es posible que Pio Baroja
haya fracasado con Adiós a la bohemia,
si “la ignorancia y la vulgaridad son sus musas y él les es tenaz y
apasionadamente fiel” (147)
Pio Baroja cree que el arte es una pianola
y la toca con los pies… por no decir que con las patas. Siempre que pienso en
la literatura de Baroja, recuerdo un mendigo mutilado de ambos brazos que en
las calles de Barcelona imploraba la bondad y ganaba su vida escribiendo
tarjetas con una pluma colocada entre los dedos de sus pies… Hasta esa
originalidad le fue negada a Baroja, porque ya antes que él, otro había escrito
con las patas (147)
En 1921,
tras la muerte de Emilia Pardo Bazán, una revista le pide su opinión sobre la
autora. Vargas Vila se niega a “contentar la sed admiradora del momento”, pero
consigna su opinión en el diario.
Escritora sí que lo era; un estilo a
reflejos, cambiante, mórbido, impresionista, bello hasta donde puede serse en
esa prisión del clasicismo del cual ella no salió nunca; era clásica, fanática,
retardataria, llena de prejuicios y de aberraciones mentales, como corresponde
a su sexo, y al medio en que actuó y del cual fue eco y expresión […]. Su poder
de adaptación era sorprendente, pero no plagiaba. Toda mujer escritora es una
mujer histérica y el histerismo de la Pardo Bazán era todo religiosidad (129).
Vargas Vila
afirma que nunca habló con ella y que se negó a que los presentara un amigo
común. Al hacer eco de los comentarios de la prensa, sobre la doble pérdida que
significaba para las letras españolas la muerte de Pardo Bazán y de Benito
Pérez Galdós, aprovecha para dejar su opinión sobre esa otra figura de las
letras españolas.
Tal vez la Pardo Bazán era más culta, más
letrada, más exquisita, en una palabra, más artista que Galdós; como escritor,
éste valía más que aquella por la noble orientación de su espíritu hacia la
Libertad. Y, ¡ah!, eso antes de que su venerable figura se hubiese visto
aparecer, inclinarse y esfumarse… como un fantasma de la gloria en la densa
penumbra de los rojos cortinajes de un Palacio Real (130).
Muchas de
las reflexiones de Vargas Vila sobre los escritores de España e Hispanoamérica
aparecen tras la muerte de esos escritores. En noviembre de 1925, con motivo de
la muerte de José Ingenieros, Vargas Vila no deja de notar que la prensa le da
mayor despliegue a la noticia de la muerte del actor de cine, Max Linder, un
mimo que se había suicidado en París. “La muerte del hombre de la pantalla
tiene un eco enormemente mayor que la muerte del hombre del libro y del
laboratorio… Aquel que hacía reír resulta ahora más interesante que el que
hacía pensar…” (168).
Santos
Chocano, el hombre que no deshonró el patíbulo, reaparece en los diarios para
recibir una injuria adicional. Cuando su nombre se asoma en una conversación en
París, en 1927, Vargas Vila afirma que “tiene la inmunidad del excremento” y
que nombrarlo en una mesa “es
inconveniente y produce nauseas” (183). Luego, cuando le toca el turno
en la charla al escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, nacionalizado
español, “para poder redactar El Liberal,
de Madrid”, y posteriormente nacionalizado argentino, “para poder ser nombrado
cónsul de aquel país”, Vargas Vila afirma que Gómez Carrillo: “anda siempre
detrás de una mujer o de una patria para vivir de ellas” (183).
De todos
los juicios negativos de Vargas Vila, quizá los más intensos son los que
expresa contra el escritor y diplomático venezolano César Zumeta, por quien
cultiva un rechazo que nunca se atenúa. Cada vez que Zumeta aparece en los
diarios, Vargas Vila ataca con fiereza. Poco después de la publicación de Ante los barbaros, el folleto de Vargas
Vila contra los “yanquies”, César Zumeta publicó un opúsculo sobre el mismo
tema titulado “La ley del cabestro”. A propósito de este texto de Zumeta,
Vargas Vila escribe en su diario: “Los que saben de esa lectura lo acusan de
plagio… ¿He llevado yo del cabestro a Zumeta? No lo creo. A Zumeta lo peligroso
no es tirarlo del cabestro sino del rabo. Tiene la manía de cocear; es en él
una voluptuosidad” (53).
Contrario a
lo que la leyenda haría suponer, el diario de Vargas Vila abunda en elogios o
en opiniones balanceadas. Villaespesa, le parece “el primer poeta español
contemporáneo” (80). Lamenta la muerte de Amado Nervo, en mayo de 1919, y
afirma que “no era un gran poeta, pero era un buen poeta” (103) y escribe una
crónica detallada de un encuentro con él. En una ocasión se excusa de escribir
en su diario sobre “la sombra excelsa” de José Martí y recuerda que en 1893, en
su Revista Hispanoamericana de Nueva
York, publicó sobre Martí, “entonces vivo, un estudio que a muchos pareció
definitivo y, que él mismo me agradeció con gran fervor…” (177). Tras la muerte
de Blasco Ibáñez, habla de su tristeza y agrega que “el más grande novelista
español muere con él… su muerte ha sido la muerte de un poeta…” (188) Al
conocer la noticia de la muerte del escritor catalán Pompeyo Gener, afirma que:
“era mi único amigo entre los escasos catalanes, el único a quien sentí y el
único que me fue amado”. La entrada de diario con motivo de la muerte de Gener
concluye exaltando “su alma caballeresca y su genio inmortal” (120).
En algunos
casos la opinión se suma al testimonio, a veces compasivo, como en el caso de
Rubén Darío. A través de los ojos de Vargas Vila vemos, por ejemplo, a un Rubén
Darío alcoholizado e incapaz de cumplir con sus tareas diplomáticas:
Encuentro a Darío en situación inenarrable. Una
semana de embriaguez lo tiene en el lecho sin darse cuenta de nada. El hotel me
pide que lo libre de ese huésped que no deja dormir a nadie, que escapa desnudo
por las escaleras, que no paga y que tiene el hotel lleno de bohemios. Y ¿los
diez mil duros? Evaporados…. Y ¿las credenciales? Sin presentar (Triviño 64).
En 1904,
tras la insistencia de varios amigos para que se presentara en el Ateneo de
Madrid, Vargas Vila puso como condición para aceptar que Rubén Darío también
fuera invitado. Aunque Vargas Vila insiste hasta el cansancio en que no hace
crónica en su diario, nos queda una crónica detallada de aquella velada en el
Ateneo. Darío leyó su “admirable” Salutación a la raza y, aunque “lee mal”, “su
genio triunfa” (60). No es de extrañar que el gran acontecimiento de aquella noche,
según Vargas Vila, hubiera sido su propia presentación.
Llego a la tribuna…
Grandes aplausos prematuros, ¿por qué me
aplauden si no saben lo que voy a decir? El tono de mi discurso desconcierta…
grande atención… mis ideas absorben… principio de hostilidad. Continúo el
discurso.
Silencio profundo… luego grandes muestras
de aprobación parcial, Moret alza los brazos aturdido. Don Faustino Rodríguez
suda sangre;
los elementos jóvenes avanzados continúan
en aplaudir a medida que arrecian mis inventivas (sic) antiteocráticas.
Los curas abandonan el local.
Triple aplauso a mis últimas palabras… aplausos…
aplausos… ¿no fue un triunfo? Fue una audacia: mi deber cumplido (Triviño 60).
A pesar de
que los fragmentos del diario que conocemos no abundan en detalles, todo parece
indicar que Vargas Vila sostuvo una amistad estrecha con Valle Inclán, el único
escritor español que lo visitaba con frecuencia y por quien Vargas Vila sentía
una admiración genuina. En su libro Prosas
Laudes, Valle Inclán es el único escritor español a quien le dedica un
capítulo, al lado de un conjunto de escritores hispanoamericanos.
Los
fragmentos del diario seleccionados por Consuelo Triviño dejan por fuera las
opiniones de Vargas Vila sobre escritores de otras tradiciones. Gracias a la versión
que nos ofrece Salazar Pazos sabemos, por ejemplo, que los dos grandes
deslumbramientos de la vida de Vargas Vila fueron las cataratas del Niágara y
la lectura de Victor Hugo. También, que “Voltaire, Diderot, Holbach,
Montesquieu, y todos ellos, fueron con su pensamiento como el suave viento que
empujó mis alas, muy débiles aún, hacia la cima” (Salazar 112). Pero la
admiración viene acompañada por el sentido crítico. De Voltaire dice, por
ejemplo, que: “lo abandoné, o mejor dicho, le robé mi afecto, sin retirarle mi
admiración, cuando vi al cortesano dominar la silueta endeble del pensador; no
valía la pena haber desertado al pie de la cruz, para caer de rodilla al pie
del Trono” (113). A Stendhal “lo admiro sin amarlo” (131), Nietzsche es un
“gran escritor incomprendido”, Goethe siempre le fue “odioso, por abyecto”
(114). Si omitimos las opiniones de Vargas Vila sobre los autores de otras
lenguas, la imagen que nos hacemos de él es la de un opinador desaforado sobre
el mundillo y las intrigas de Iberoamérica, una especie de chismoso de
parroquia. Pero al apreciar el tono de suficiencia con que se pronuncia sobre otras
figuras de la literatura universal, podemos vislumbrar la curiosa perspectiva
desde la que nos habla este hombre que se concebía a sí mismo como un gigante
de las letras, capaz de decir: “Yo no tuve maestros, solo tengo discípulos…”
(152), y para quien sólo Dios –si acaso creyera en su existencia– sería un
digno interlocutor.
Aunque la
vida de Vargas Vila transcurre casi siempre en el ostracismo, la historia
también tiene un lugar en las páginas de su diario. Allí vemos, por ejemplo,
testimonios sobre la Semana Trágica de Barcelona, en julio de 1909, que Vargas
Vila presencio desde un hotel:
Una gran agitación en Las Ramblas. La
partida de los reclutas y su embarque para Marruecos da lugar a protestas
airadas. Las mujeres se distinguen por esa exaltación; aparecen terribles… esas
madres tienen el aspecto de lobas que
defienden sus cachorros; esas Ménades irritadas tienen razón […]. El terrible
fermento rompe el dique… plena revolución; la Guardia Civil ataca; el pueblo se
defiende…se nos ruega a los huéspedes no salir del hotel. Con peligro se puede
ver desde los balcones el espectáculo […]. Se oye un fuego interminable […] El
movimiento revolucionario se intensifica; el pueblo hace barricadas; la ley
marcial es declarada; la ciudad está en Estado de Sitio; Patrullas del ejército
recorren las calles; Son vitoreados desde los balcones; La Guardia Civil es
silbada donde quiera que aparece […] Subo a la terraza del hotel; A lo largo se
ve la llama de los incendios. Barcelona arde… el hotel pulula de espías, como
todos los hoteles. Desde las terrazas y aun desde algunas ventanas, se dispara
sobre la Guardia Civil (Triviño 66-68).
En
diciembre de 1916, a raíz de una serie de huelgas y de ataques de las
autoridades contra la población civil, encontramos una de sus reflexiones más
completas y descarnadas sobre España:
España es un país de soldados y no
solamente un país de ciudadanos. Aquí abunda el valor guerrero; el valor civil
no existe. Un español defenderá hasta morir una trinchera, pero no defenderá
nunca un derecho; lo vi recientemente cuando, para aplacar la huelga de
ferroviarios, no encontró el gobierno mejor solución que declarar la ley marcial
y suspender las garantías individuales; nadie protestó de eso. La gente lo tomó
a broma y hubo algunos que hasta ver suspendidas las garantías, no supieron que
existían, otros preguntaban qué era eso. Ocho años hace que en plena paz el
país está bajo jurisdicción militar y hay tribunales de excepción para juzgar a
los escritores, recientemente se ha condenado por un tribunal militar a un
diarista por un artículo que, según ese tribunal, ofendía al ejército, y el
ejército falló como juez y como parte. Recuerdo el asombro de un grupo de
amigos míos cuando me oyeron. España es un rebaño de rodillas ante la Guardia
Civil: el Tricornio “Supreman est” (83).
Vargas Vila
nos ofrece su mirada sobre personajes y episodios en todos los rincones del
mundo hispánico. Sobre Colombia, su país natal, aparecen pocas referencias u
opiniones; pero casi siempre hay desprecio en el tono con que escribe sobre “la
más pequeña y más ruin de las patrias” (87). Durante una prolongada estadía en
Cuba, Vargas Vila tiene la oportunidad de reunirse con importantes figuras
políticas de ese país, como el General Machado quien finalmente llegaría a la
presidencia. En mayo de 1926, después de una visita al nuevo presidente, Vargas
Vila reflexiona sobre la soledad del poder: “He visitado al presidente de la
República […] Para mí, el poder aísla; y, a pesar de mi estimación personal por
el nuevo presidente, permanecí lejos de él” (174). Lugar especial ocupa su
reflexión sobre la Revolución Mexicana. Al referirse a una conversación con el poeta
Luis G. Urbina, Vargas Vila aprovecha para expresar sus propios juicios sobre
los protagonistas de esa historia: Porfirio y su “sangrienta y estéril
dictadura”, Huerta, “esa fiera repugnante”, Pancho Villa, el “siniestro
bandido, que pertenece por igual a lo pintoresco y a lo trágico” (81). Una
entrada de mayo de 1921, por su parte, nos ofrece en pocas líneas un panorama
de las opiniones de Vargas Vila sobre Los Estados Unidos y sus mandatarios:
En Nueva York han levantado una estatua al
libertador Bolívar; el presidente Hardy ha pronunciado con ese motivo un
elocuente discurso apologético; fue una gloria para nuestro libertador que no
fuera Wilson, el paralítico aleve y mendaz, hoy ausente de la Casa Blanca, el
que pronunciara ese discurso con su boca mentirosa, llena de todas las falsías
verbales; no sé aún cómo será la actitud del presidente Hardy, frente a los
problemas pendientes con la América Latina; me abstengo hasta entonces de
opinar sobre sus palabras… porque sólo después que haya hecho retirar las
tropas de Santo Domingo, y vuelto su libertad a la isla mártir, y su autonomía
electoral a Cuba, podré decir que no es un charlatán de la escuela desenfadada
de Roosevelt (128).
Hay entre
los hechos de la historia y la vida íntima de Vargas Vila una estrecha relación
que el escritor parece empeñado en soslayar. En junio de 1914, Vargas Vila está
en Madrid y comenta los acontecimientos que darían lugar a la Primer Guerra
Mundial: “Me sorprende la noticia del asesinato del archiduque, el heredero de Austria,
pichón de Borgias. Escribo mis impresiones; unas líneas: ‘Adalid imperial’”
(Triviño 75). En julio de ese año, Vargas Vila viaja a Barcelona. Cuando la
guerra estalla en agosto, y se cierra la casa editorial Bouret, los pagos por
las regalías de sus libros dejan de llegarle. Los meses siguientes son de
limitaciones y de quejas constantes en
el diario. Es justo en esos días cuando empieza a ser visible en esas páginas
la obsesión con la muerte, que no abandonaría a Vargas Vila en los casi veinte
años que le quedaban de vida: “Una terrible obsesión de la muerte me
posee…afirmo mi ateísmo…me aterroriza la idea de que se pueda calumniar mi
muerte, después de haber calumniado tanto mi vida. Quiero que se sepa que muero
ateo como he vivido” (Triviño 74).
Es también
alrededor de 1914 cuando Vargas Vila empieza a perfilar con claridad la poética
de su diario: “Releo estas notas sobre mi vida y quisiera hacer de ellas un
libro para mí solo, libro ajeno a toda impresión y a toda publicación; es
decir, a toda profanación. Escribo una especie de prefacio a este respecto”
(77). En febrero de 1919, Vargas Vila afirma que la idea de la muerte lo obsesiona.
Dice que al leer los anuncios de las defunciones de otros, se queda “soñador
ante los dramas diminutos que adivino tras una tarjeta de defunción” (102), y
piensa cómo debe de ser redactada la suya:
Debe ser así: J. M. Vargas Vila. Cónsul
General de Nicaragua en Madrid. Ha muerto en Barcelona. Don Ramón Palacio Viso,
Cónsul General de Panamá en Jeréz, lo participa así a todos los amigos del
difunto escritor, haciéndose saber que la cremación del cadáver tendrá lugar en
la casa mortuoria, directamente al cementerio civil, tal día, a tal hora.
Y, “pas plus”.
Eso del Consulado no es por vanidad, sino
para ampararme después de la muerte en otra bandera distinta a aquella que
cubrió mi cuna… (102).
En 1920, al
asistir al funeral de su amigo Pompeyo Gener, habla con Palacio Viso sobre su
propia muerte. “Le decía; si yo muriera aquí, sólo tú seguirás mi féretro… él,
callaba y asentía interiormente, acaso orgulloso como yo de esa futura Soledad”
(121). La soledad y la muerte son los temas centrales del diario. Personas y
hecho son excusas para ir desplegando la aventura íntima de un hombre que
agonizó durante más de veinte años, haciendo de los pensamientos sobre la
muerte una de sus formas favoritas de la voluptuosidad: “La hora más feliz de
mi vida… la hora de morir” (138).
Desde esta
perspectiva, puede afirmarse que España fue para Vargas Vila, más que un lugar
para vivir, un lugar para morir. En 1927, a punto de viajar de París rumbo a
Madrid, escribe en su diario:
Voy a España sediento de silencio y de sombra,
como una bestia herida que busca su cubil para tenderse en él y morir bajo las
rocas (…) No voy a España con el deseo de vivir en ella, sino con el de morir
en ella. A mi edad no se busca sino la tumba; eso es lo que yo busco a tientas
sobre el muro de mi Vida: la Puerta de la Eternidad… La Paz Eterna, el Olvido
Eterno (Salazar 184).
Uno de los
contrastes más notables entre la obra literaria de Vargas Vila y su diario
personal, es la ausencia de personajes femeninos en este último. Mientras la
fama de Vargas Vila se sustentaba en buena parte en las representaciones que en
sus novelas se hacían de la mujer, “o más bien la hembra” (Curcio 171), en el
diario “la muerte amante” parece ser el único personaje femenino:
Morir…suave palabra, bella palabra, noble palabra,
palabra libertadora: ella encierra toda mi ambición, tiembla de emoción mi
mano, como si estrechara la mano de una mujer muy bella y muy acicalada. La
Muerte, la Muerte amante que no nos traiciona nunca y no nos abandona jamás;
¡Oh ¡ Muerte, ¡Oh! Muerte… cuanto tardas
en abrazarme y yo en recibirte. Mi único lecho nupcial será mi tumba. Adonde
quiera que voy, voy en busca de ese lecho en el cual me esperas tú… coronada de
azahares que son soles desvanecidos… los soles de mis sueños, niños (sic) carbonizados
sobre tu frente inmortal… (Salazar 185)
Paralela a
la obsesión con la muerte transcurre la obsesión por lo que ocurrirá después de
su muerte. En enero de 1920 Vargas Vila escribe: “Dejo atrás una montaña de
libros que los hombres del mañana juzgarán porque los de hoy están demasiado
cerca para juzgarlos con imparcialidad” (104). Un año más tarde, después de una
noche en la que creyó morir, se apuró a buscar su testamento para
protocolizarlo ante un notario. Allí dejaba instrucciones precisas sobre el
destino de su diario, del que sólo podría disponer su “hijo adoptivo”, Ramón
Palacio Viso, “el compañero noble y fiel de los últimos veinticinco años de mi
vida”. El diario abunda en disposiciones para después de su muerte: sobre el
destino de sus libros, sobre el lugar donde su cuerpo debía ser enterrado,
sobre lo que debían decir su lápida o el anuncio de su fallecimiento. Más allá
de su voluptuosidad por la muerte sólo parece haber algo más atractivo: la idea
de la inmortalidad.
¡Oh Inmortalidad!, tú no eres bella, sino a
condición de principiar muy lejos de nosotros, como un sol que se alza a una
distancia infinita de nuestra tumba, para acariciarla con sus lejanos rayos
misteriosos: sólo así serás pura, porque nuestros contemporáneos no osarán
mancillarte con su aliento;
nada puede el vaho del pantano contra la pureza de
la estrella (Salazar 80).
Para
entender lo que Vargas Vila pretendía estar haciendo con su diario es preciso
prestar atención a sus opiniones sobre obras similares. En una entrada de 1918
evalúa las Confesiones de San
Agustín, “ese obispo altisonante”, y las de Rousseau. Ambos lo fatigan “con su
pompa más que otros con su sandez” y agrega que “el defecto mayor de ambos es
no ser nunca naturales, y estar por eso siempre lejos de la verdad” (87). A lo
largo de los más de treinta años que abarca el diario, persiste en Vargas Vila
una preocupación constante sobre el destino de ese manuscrito. Teme vivir una
“tragedia semejante a aquella que ensombreció el alma de Carlyle” (Triviño 176)
Cita ejemplos de textos similares que fueron objeto de mutilaciones o
tergiversaciones, como las memorias de Heine o el diario de Alfred Vigny. Le
preocupa que “su hijo” muera antes de que los diarios hayan sido publicados y
que parientes o “algún cura de aldea” decidan quemarlo (Salazar 86). También
considera y descarta la posibilidad de publicarlos en vida, aunque “tres o
cuatro editores se disputan el libro, uno de ellos me ofrece veinticinco mil
francos… pero… para ser publicado en vida; eso no… yo quiero que me sea póstumo
y me será” (86).
Pero tantas
disposiciones para después de su muerte parecen no haber servido demasiado. La
obra de Vargas Vila sigue siendo objeto del desdén de la crítica, la voluntad
de que su cuerpo reposara en Barcelona fue desobedecida cuando el gobierno
colombiano tramitó a repatriación de sus restos en 1981, y el diario, su texto
más sincero, sigue sin ser publicado en su integridad. Todavía persiste la
descalificación ligera de Vargas Vila. Cuando apareció la edición española del
Diario, otro Vila, Vila-Mata, resolvió el asunto diciendo: “En realidad, es
poco decir que el Diario es mediocre, el Diario es horrendo” (El País). Pero quizá
empieza a ser hora de mirar a Vargas Vila desde otra perspectiva y concederle,
por fin, el beneficio de la duda. No sería ni siquiera necesario renunciar a
los juicios existentes sobre su obra o su personalidad. Tal vez sea una ventaja
que su obra literaria fuera casi un completo desastre para que el tiempo nos
permitiera valorar su obra secreta, aquella que no estaba dirigida al público
de su tiempo.
En las
últimas décadas, el mundo hispánico ha sido testigo de una reivindicación de la
literatura de no ficción. La insistencia de autores como Gabriel García Márquez
o Tomás Eloy Martínez en el hecho de que la realidad puede ser más fascinante
que la ficción, ha ido calando entre los lectores y ha creado espacios nuevos
donde las “literaturas de la realidad” pueden ser mejor apreciadas. Quizá esos
nuevos espacios permitan hacer volver a Vargas Vila, ya no como novelista o
panfletario, sino como el autor de uno de los diarios íntimos más interesantes que
se han escrito en lengua castellana. De manera tímida, críticos como Efrin
Knigth, han empezado a señalar la importancia de que los diarios de Vargas Vila
se conozcan y estudien.
El
conocimiento que tenemos de los diarios es fragmentario y lleno de
imprecisiones. Consuelo Triviño elimina algunos rasgos formales del estilo de
Vargas Vila, como las clausulas separadas y el uso de mayúsculas en los
sustantivos abstractos. En ocasiones las transcripciones son apuradas. En la
crónica sobre su presentación en el Ateneo de Madrid, donde Triviño escribe “inventivas”
Salazar escribe “invectivas”; donde Triviño escribe “los curas” (60) Salazar escribe “dos curas” (48). Sólo una
edición integral y respetuosa de sus idiosincrasias podría ofrecernos el
verdadero rostro de esta obra.
Los
problemas formales no ocultan que el diario abunda en escenas de valor
documental y en crónicas precisas y reveladoras, como las que Vargas Vila hace
de sus encuentros con amigos y lectores. Un ejemplo notable es una escena en
una librería de Barcelona donde el autor se hace pasar por un cliente anónimo
mientras escucha a una mujer hablar pestes sobre él y su obra. A lo largo de
tres décadas vamos viendo el retrato paciente y detallado de un personaje lleno
de idiosincrasias. Así sabemos que Vargas Vila tenía dificultad para trabajar
en su ostentosa oficina y prefería encerrarse en un cuarto pequeño. A través de
las páginas de Tagebuch o Tagebucher podemos ver el rostro de “El
Divino”, de cara a una inmortalidad que parecía importarle más que la vida
misma: un hombre acorralado por la fama y por una soledad desmesurada,
hipocondriaco, amargo, ridículo, anticlerical y, al mismo tiempo, lector fiel
de la Imitación de Cristo; una de las
figuras más complejas y extrañas que ha dado la literatura hispanoamericana.
Sería
ingenuo pensar que el diario de Vargas Vila está libre de los manierismos que tanto
se le criticaron a sus libros. Ahí están la rimbombancia del lenguaje, la
sonoridad vacía, el culteranismo impreciso: en un pasaje, por ejemplo, podemos
ver a un triunfal “Héctor llevando el cadáver de Aquiles” (Triviño 180), pero
es un hecho también que en esa autoestima desmesurada y en esa irreverencia
inagotable se encuentra un sano antídoto contra esas formas contemporánea de la
hipocresía que son el lenguaje de lo “políticamente correcto” y la neutralidad
de tantos discursos para los que parece una falta grave tomar posiciones.
Lo mismos
rasgos que hicieron a Vargas Vila insoportable en sus novelas o en sus
panfletos políticos o incluso en el trato personal, lo convierten con el tiempo
en un personaje lleno de interés, un hombre que se veía a sí mismo a la altura
de los dioses y como símbolo supremo de una pureza capaz de señalar a Dios con
dedo acusador, “un hombre puro que hubiera muerto acusando a Dios de su
impostura… y escupiendo hacia el cielo… para hacer de su Soledad una ofrenda blasfematoria
de la Divinidad (Salazar 166) De José María Vargas Vila podemos decir lo mismo
que Gilbert K. Chesterton dijo de Alejandro Dumas: “Escribir mal en una escala
tan enorme; escribir mal con tal ambición de diseño y con tal laboriosidad son
las marcas de una mente singular. Es necesario un gran hombre para escribir así
de mal” (203).
Podemos
decir muchas cosas sobre Vargas Vila, pero es imposible afirmar que su vida y
su diario carecen de interés. Vargas Vila fue la primera gran celebridad
literaria del mundo hispano, fue testigo privilegiado de la historia de
Hispanoamérica y España a finales del siglo XIX y comienzos del XX, tuvo trato
directo con algunos de sus protagonistas, y conoció a casi todas las figuras
literarias de su tiempo. Su megalomanía y su extravagancia, le confieren aún
más interés como personaje. Su diario es uno de los documentos más valiosos que
tenemos sobre la vida íntima de un escritor acorralado por la fama, poseído por
sus propios delirios de grandeza y exaltado por décadas con el “amor feroz de
la muerte” (Salazar 176). Quizá ya va siendo hora de sacar a Vargas Vila del
equívoco tremendo de la fama y de que le prestemos atención desprejuiciada a su
obra descomunal.
Obras citadas:
Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Tomo I, Bogotá, Planeta, 2007.
Chesterton, Gilbert K., A Handful of Authors, London-New York, Sheed and Ward, 1953.
Curcio Altamar, Antonio, Evolución de la novela en Colombia, Bogotá,
Instituto Caro y Cuervo, 1957.
Deas, Malcolm, ed., Vargas Vila: Sufragio, Selección, Epitafio, Bogota, Biblioteca
Banco Popular, 1984.
Knight, Efrin, “¿Una futura
resurrección?: El Diario de Vargas Vila”, Revista
de Humanidades: Tecnológico de Monterrey, Instituto Tecnológico y de Estudios
Superiores de Monterrey (ITESM), No. 11,
2001, pp 21-31.
Ladrón de Guevara, Pablo, Novelistas
malos y buenos, Bilbao, El Mensajero del Corazón de Jesús, 1911.
Salazar Pazos, Raúl (ed.), José María Vargas Vila: Diario de 1899 a
1932 Y la increíble historia de unas memorias codiciadas, Barcelona, Altera,
2000.
Triviño, Consuelo (ed.), José María Vargas Vila: Diario Secreto, Bogotá,
Arango Editores-Ancora Editores, 1989.
Vila-Matas, Enrique, “Un asunto Extraño”, El País Digital, Madrid, mayo 18 de
2000.