Tres veces ha
sentido la cercanía de la muerte: una por cáncer, dos por la fama. El
cáncer desapareció sin dejar rastro. La fama llegó para quedarse, pero Gao Xingjian
ha aprendido a manejarla. Cada una de aquellas agonías lo ha invitado a
apreciar de manera distinta su vida. Tiene setenta y dos años. Es delgado,
sereno, sin ínfulas. Procura diluir la ansiedad que le produce encontrarse ante
a un público numeroso. La conversación tiene lugar durante el Congreso de la
Asociación de Lenguas Modernas (MLA), en Boston. De las casi ochocientas
sesiones del Congreso, esta es una de las que más público convocan. El Premio
Nobel de Literatura, que Xingjian recibió en el 2000, sigue siendo atractivo,
reputado. Lo acompaña Michael Barry, de la Universidad de California, quien
pregunta y traduce. Para Barry, Xingjian es “un hombre del Renacimiento”:
dramaturgo, pintor, narrador, crítico, poeta, cineasta. En un tiempo de especializaciones
excesivas, como lo demuestran las otras presentaciones del Congreso, Gao
Xingjian es algo así como un dinosaurio en exhibición.
Xingjian fue afortunado desde la cuna. Sus padres eran buenos lectores y tenían
gustos complementarios. Su padre lo acercó a los clásicos de la literatura
china. Su madre puso en sus manos la literatura occidental, “incluso libros que
sólo leían los adultos”. De manera que fue casi natural que a los ocho años
empezara a escribir un diario en el que también dibujaba. Lo primero que
recuerda haber escrito fue una historia a la manera de Robinson Crusoe. Su
madre también le transmitió desde temprano la pasión por el teatro. Su
debut como actor fue en una obra escrita por ella.
Cuando llegó la Revolución Cultural China (1966-1976), Xingjian decidió
quemar “treinta kilos” de manuscritos para evitar problemas. La única
literatura permitida era la de corte realista que exaltaba los logros de la
Revolución. Toda expresión de individualidad y subjetividad estaba proscrita.
Así que Xingjian decidió asumir un perfil bajo, estudiar literatura francesa y
vivir a la espera de mejores tiempos. Un viaje a Francia e Italia, a finales de
los setenta, fue decisivo. En Francia se sintió como en su casa. Llevaba mucho
tiempo estudiando su cultura y su literatura. Lo único que de verdad lo
sorprendió fue el Museo de Louvre. “En China teníamos poca oportunidad de
apreciar ese arte. Allí comprendí que debía renunciar a pintar óleos y
concentrarme en los paisajes en tinta. Supe también que, si quería ser famoso
en el mundo del arte, jamás lo lograría pintando”. Como la delegación sabía
poco de Europa, Xingjian manejó el itinerario para ir a ciudades de Italia
donde estaban los museos que le interesaban.
El viaje a Europa lo entusiasmó para escribir un ensayo sobre la técnica de la
literatura moderna. El ensayo fue publicado en una revista y pronto
vinieron otros. Así recibió la propuesta de escribir un libro completo sobre el
tema. Allí afirmaba que la búsqueda era más importante que la anécdota. Lo suyo
era el legado de Joyce, Woolf, Eliot, Beckett, Pound. Pero el éxito de sus
ensayos atrajo sobre su obra una atención perjudicial. Los críticos empezaron a
hablar del “pequeño escritor reaccionario”. Las cosas empeoraron cuando un
crítico influyente y amigo del gobierno fue a uno de los ensayos finales de su
obra teatral “Parada de bus”. El crítico observó todo sin gestos y se marchó
sin decir nada. A los pocos días apareció la reseña que señalaba su obra como
“dañina y venenosa”. Por esos días la muerte pasó a saludar a Gao
Xingjian. Durante un examen médico rutinario le diagnosticaron cáncer pulmonar.
Al diagnóstico se le sumó el rumor de que sería enviado a una granja prisión.
Xingjian estaba listo para darse por vencido. Un mes más tarde, el cáncer no
aparecía por ningún lado y Xingjian decidió que, en lugar de aceptar pasivo la
prisión, se alejaría de Beijing por algún tiempo. Así emprendió el viaje
solitario de 15 mil kilómetros que daría lugar a su novela más conocida, La montaña
del alma.
En 1987, Xingjian recibió una beca de creación en Alemania y al viajar
comprendió que no debía regresar a su país. En 1989 se radicó en Francia, donde
recibió numerosas distinciones y la ciudadanía de ese país. Pero, cuando le
preguntan por su identidad, dice que en lugar de afirmar una nacionalidad
prefiere decir: “Soy un escritor o, mejor, soy un ser humano. Soy un ciudadano
del mundo”.
En octubre del 2000 la vida cambió radicalmente para Xingjian. Cinco
minutos después del anuncio de la concesión del Nobel, una multitud llegó a su
casa. La mayoría eran periodistas. Preguntaban por todo. En esos días, la
máquina de fax no paró de recibir mensajes. Los carteros llegaban con costales
de cartas que no podía responder: “Son muchas”, se disculpa. “No se pueden
leer”. Las invitaciones, el ritmo imposible de seguir, pronto lo mandaron al
hospital. En pocos meses tuvo dos operaciones del corazón.
“Después de la segunda operación comprendí que debía evitar a la prensa.
No soy una figura pública. No soy un político. Soy un artista. No estoy para
comentar todo lo que ocurre en el mundo. Entonces decidí volver a ser un ser
humano, sin partidos políticos, sin agendas. Decidí volver a buscar eso que
significa ser humano en este mundo”.
Y, aunque ser humano en este mundo no excluye - para él- hablar en
público, su actitud es la de alguien que se ha detenido en la calle para
intercambiar saludos. Es amable, paciente, sonríe. Cuando quiere hacer un
énfasis lleva una mano abierta al corazón. Sus manos se unen en un complejo
nudo de dedos cuando busca estar seguro. Mira esos rostros que jamás volverá a
ver y recuerda que lo que se comunica es poco, como una mancha de tinta en el
dibujo de un paisaje, y sin embargo es mucho. “La esencia del arte es llegar a
los otros”.
Publicado en Nueva York
Digital
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