Más
allá de admiraciones y rechazos, de lecturas obligadas por la escuela o por la
moda, Medellín mira la fama de Gabriel García Márquez como un asunto que no le
incumbe del todo.
Acostumbrada
a vanagloriarse de las cosas que la hacen única en el mundo: los alumbrados más
navideños, la gente más emprendedora o el metro más impecable, la ciudad no
consigue encontrar una razón que le permita ser parte del triunfo del escritor
colombiano más influyente de todos los tiempos.
Hubo
oportunidad de entrar en esa historia, cuando García Márquez y su familia
decidían adónde iría a terminar su bachillerato. Pero Zipaquirá nos privó del
orgullo de decir: “aquí leyó a los clásicos”, “aquí encontró a sus maestros”,
“aquí le enseñamos a escribir a ese condenado”.
No
parece meritorio decir que su futura esposa, Mercedes Barcha, estudió en el
internado de La Presentación, y que alguna vez, de paso por la ciudad, García
Márquez diseñó un plan para raptarla.
Tampoco
nos sirve recordar que Aida, su hermana monja, trabajó como maestra por estos
lados. Especialmente si sale a relucir que los libros de su hermano estaban
prohibidos en la escuela donde ella trabajaba.
Nuestros
vínculos con el escritor parecen nefastos. El 12 de Julio de 1954 hubo una
tragedia doble en el sector de la Media Luna, en Santa Elena. Después de un
primer derrumbe ocurrido a las siete de la mañana, la montaña sepultó a quienes
llegaron al rescate de las primeras víctimas. García Márquez fue enviado días
después a reconstruir los hechos. Esa fue su primera tarea como reportero, pues
hasta entonces se había limitado a escribir reseñas de cine y comentarios.
El
viaje a Medellín también fue novedoso por otras cosas. Aquella vez llegaron
hasta su cuarto en el Hotel Nutibara dos periodistas de El Colombiano,
para hacerle la primera entrevista que concedió en su vida. Hasta entonces,
solo había publicado algunos cuentos y era poco conocido.
Al
parecer nunca sabremos qué dijo García Márquez en esa entrevista, “de
sinceridad suicida”, por la que seguía arrepentido medio siglo después, cuando
escribió Vivir para contarla. Tal vez la piedad de los
entrevistadores decidió que esas palabras jamás fueran publicadas.
Pero
ahí no terminan las relaciones del Nobel con Medellín. Bien visto, la ciudad es
el espacio al que mayor despliegue le ha dado en su obra no ficcional. Ni
Bogotá, ni Cartagena, ni Aracataca han ocupado tanto la atención del escritor
como lo hizo Medellín en su último y más ambicioso trabajo periodístico: Noticia
de un secuestro.
El
único problema es que la ciudad allí reflejada no es cívica, ni artística, no
está hecha de espacios públicos y reconocibles, sino de antros anónimos y
personajes siniestros que fueron protagonistas de uno de los momentos más
oscuros de nuestra historia, cuando la “pujanza” nos condujo a extremos donde
la vida perdió su dignidad y su valor. Y avergüenza reclamar ese sombrío
liderazgo.
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