jueves, 22 de mayo de 2014

El último capítulo

Texto publicado en Vivir en El Poblado


A finales de 1973 la vida de Sherwin Nuland estaba en crisis. Tenía un poco más de cuarenta años. Había logrado emerger de una infancia difícil en el Bronx hasta una posición distinguida como cirujano y profesor de medicina en la Universidad de Yale, pero su vida personal era un desastre. Tenía dos hijos y estaba atrapado en un matrimonio que “sería benévolo llamar malo”. El fin de aquel matrimonio era inevitable y el drama de la separación lo llevó a la depresión. Se aisló, se sentía anómalo. Le costaba salir de la cama y fue incapaz de cumplir con su deber profesional. Se obsesionó con coincidencias y números, hasta que el mundo le pareció intolerable y fue internado en un hospital psiquiátrico. Nuland mencionaba “El alarido”, la pintura de Edvard Munch, para explicar aquel tiempo. “Cada instante era un alarido”.
Quisieron hacerle una lobotomía —la cual habría sido el final de su carrera— pero un amigo suyo propuso intentar un tratamiento de electro-shocks. Los médicos aceptaron incrédulos y burlones; pensaban que lo único que había que perder era el tiempo que tomara el tratamiento. Pero, después de veinte sesiones, Nuland llegó a sentir que tenía fuerza suficiente para combatir la depresión. La recuperación empezó en 1974. Su canto de batalla fue la expresión: “Fuck it!”, que usaba cada vez que se sentía a punto de recaer. Volvió a ejercer su carrera. Tres años después se volvió a casar y trajo a su nuevo hogar los dos hijos del primer matrimonio. Tuvo dos hijos más y se dedicó a escribir. Con el tiempo llegaría a ser uno de los médicos más respetados de los Estados Unidos. Su acercamiento humanista a la profesión, su idea de que la medicina no era una ciencia sino un arte, pero sobre todo su labor de divulgación científica lo hicieron una celebridad. Su libro Cómo morimos: reflexiones sobre el último capítulo de la vida ganó el National Book Award en 1994. Es un libro necesario si uno quiere que el último capítulo lo encuentre preparado.
A principios de 1999 conocí a Sherwin Nuland. Yo tenía treinta y cuatro años y acababa de abandonar una Colombia donde no tenía futuro. Estaba atrapado en un matrimonio que sería benévolo llamar malo y, salvo por los hijos y el estudio, mi vida era miserable. Estaba en la ruina, me faltaba el sueño —dormía dos o tres horas— y convivía con la hostilidad y la falta de consideración. El sueño de hacer literatura se diluía. Pensaba que me había metido en una trampa.
Una mañana de primavera conocí a Sherwin Nuland. La madre de mis hijos limpiaba su casa en Hamden, Connecticut, y cuando la esposa de Nuland se enteró de que yo había escrito algunos libros insistió en presen­tarnos. El saludo de Nuland fue efusivo. Me preguntó por lo que hacía y me llevó a ver su estudio: un inmenso salón blanco, arrobador, una especie de nube donde escribir debía ser un goce celestial. Me regaló sus libros más recientes y me habló con tal respeto y aprecio que yo sentía que todo aquello era un error.
Sherwin Nuland murió de cáncer hace unas semanas. Tenía ochenta y tres años. Ahora que conozco pormenores de su vida he podido apreciar mucho mejor aquel encuentro. Su libro sobre la muerte me reconcilió con mi tragedia. La hermosura de su estudio me inspiró. Mi sueño agonizante de ser un escritor volvió a vivir porque aquel hombre —que había ido al infierno y regresado— pudo reconocer y celebrar la dignidad del creador en esa sombra fatigada que era yo. 








jueves, 8 de mayo de 2014

"Un tal Cortázar" en "Cortázar de la A a la Z"

Publicado en 1987, Un tal Cortázar fue la primera biografía de Julio Cortázar.

El libro está incluído en "Cortázar de la A a la Z" (2014)






La segunda edición ampliada de Un tal Cortázar fue publicada en 2012 por la editorial UPB.










La prodigiosa vida de Gabriel José



Ahora que el alboroto empieza a disiparse y que la atención del público se mueve hacia pelotas y políticos, ha llegado la hora de quedarnos a solas con Gabriel García Márquez. Su historia apenas comienza. Nos ha sido imposible observarlo con justicia porque el ruido alrededor lo distorsiona. Tuvimos, al mismo tiempo, la suerte de ser sus contemporáneos y el infortunio de no ver lo que será para el futuro. Mucho después de que último de nosotros haya muerto, se seguirá leyendo a Gabriel García Márquez.
Vendrán tiempos de olvido y reivindicaciones. Vendrán descubrimientos sorprendentes e interpretaciones audaces. Algún día se sabrá, por ejemplo, la verdadera historia de esos meses de poseso en que escribió la más certera y panorámica novela americana: qué dudas e inspiraciones lo acompañaron, qué minucias cotidianas y brebajes. García Márquez insistió toda su vida en que no había un solo hecho en sus novelas que no fuera inspirado por la realidad. Lanzó la red en las aguas inmensas de la cultura popular y la extrajo llena de imágenes, de anécdotas, de escenas primordiales. Pero tuvo la astucia de esconderse entre tanta realidad.
No sabemos quién fue. Como el último Buendía, al descifrar los manuscritos de Melquiades, los que vienen verán revelados los secretos ocultos en su obra. Ellos serán los que sepan si su última novela fue una culpa confesada, si el poder de verdad lo fascinaba, si su afán seductor lo llevó a hacer una lista como la de Florentino, si cierto desmayo de Aureliano escondía un secreto inconfesable.
Muchos insisten en que El coronel no tiene quien le escriba es su obra maestra. Él mismo decía que su mejor libro era El amor en los tiempos del cólera. No faltan los que prefieren El otoño del patriarca, por su virtuosismo, o Del amor y otros demonios, por su sutileza. Lo cierto es que sin Cien años de soledad su fama y su prestigio no habrían sido tan grandes.
Cien años de soledad apareció en Buenos Aires, en junio de 1967, y a la calidad de la novela la acompañó una promoción muy oportuna. En su edición del 20 de junio, la revista Primera Plana dedicó la portada a García Márquez e incluyó una entrevista de Ernesto Schóo y una reseña de Tomás Eloy Martínez. Se anunciaba la aparición de “la gran novela americana”. En la entrevista, donde ya empezaba la leyenda de los abuelos de Aracataca y se anunciaba El otoño del patriarca, García Márquez dio una declaración que al entrevistador le sonó extraña: “me importa más terminar los libros que publicarlos”.
Siempre me ha parecido que el cuento La prodigiosa tarde de Baltazar es uno de los textos más autobiográficos de García Márquez. Baltazar es un carpintero obsesionado con su oficio y construye la jaula más hermosa del mundo para el hijo del rico del pueblo. Como el padre del muchacho no quiere pagar, a Baltazar no le importa regalar su trabajo. Sólo quiere entregarle la jaula a quien se la había encargado. Al final, les miente a sus amigos, dice que logró sacarle dinero al rico, e invita a todos a celebrar. Cien años de soledad fue la jaula de García Márquez. Al escribirla, lo importante para él era terminarla, extraer de la nada esa obra para la que toda su vida había sido un preámbulo. No pensaba en el dinero, sólo en su reto de artista. Pero al final consiguió que le pagaran y quizá, por eso mismo, dejó atrás al artesano que había sido y se volvió un empresario.
Oneonta, mayo de 2014.

Publicado en Vivir en El Poblado






miércoles, 7 de mayo de 2014

El infierno tan temido

Texto publicado en El Colombiano, de Medellín.


Colombia se ha vuelto un país de teólogos. La muerte de su escritor más reconocido ha encendido un debate sobre si es justo o no condenarlo al infierno. Se habla mucho de todo: del poder y la gloria, del exilio y de la inmortalidad, de cenizas, de acueductos y de ventas millonarias. Pero de literatura, poco.


Gabriel García Márquez no fue el mejor escritor del mundo, ni de Colombia. Como no existe el “literatómetro”, ni siquiera podemos decir que fue el mejor escritor de Aracataca. 



Leer el texto completo en El Colombiano