Texto publicado en Vivir en El Poblado
A finales de 1973 la vida de
Sherwin Nuland estaba en crisis. Tenía un poco más de cuarenta años. Había
logrado emerger de una infancia difícil en el Bronx hasta una posición
distinguida como cirujano y profesor de medicina en la Universidad de Yale,
pero su vida personal era un desastre. Tenía dos hijos y estaba atrapado en un
matrimonio que “sería benévolo llamar malo”. El fin de aquel matrimonio era
inevitable y el drama de la separación lo llevó a la depresión. Se aisló, se
sentía anómalo. Le costaba salir de la cama y fue incapaz de cumplir con su
deber profesional. Se obsesionó con coincidencias y números, hasta que el mundo
le pareció intolerable y fue internado en un hospital psiquiátrico. Nuland
mencionaba “El alarido”, la pintura de Edvard Munch, para explicar aquel
tiempo. “Cada instante era un alarido”.
Quisieron hacerle una lobotomía
—la cual habría sido el final de su carrera— pero un amigo suyo propuso
intentar un tratamiento de electro-shocks. Los médicos aceptaron incrédulos y
burlones; pensaban que lo único que había que perder era el tiempo que tomara
el tratamiento. Pero, después de veinte sesiones, Nuland llegó a sentir que
tenía fuerza suficiente para combatir la depresión. La recuperación empezó en
1974. Su canto de batalla fue la expresión: “Fuck it!”, que usaba cada vez que
se sentía a punto de recaer. Volvió a ejercer su carrera. Tres años después se
volvió a casar y trajo a su nuevo hogar los dos hijos del primer matrimonio.
Tuvo dos hijos más y se dedicó a escribir. Con el tiempo llegaría a ser uno de
los médicos más respetados de los Estados Unidos. Su acercamiento humanista a
la profesión, su idea de que la medicina no era una ciencia sino un arte, pero
sobre todo su labor de divulgación científica lo hicieron una celebridad. Su
libro Cómo morimos: reflexiones sobre el
último capítulo de la vida ganó el National Book Award en 1994. Es un libro
necesario si uno quiere que el último capítulo lo encuentre preparado.
A principios de 1999 conocí a
Sherwin Nuland. Yo tenía treinta y cuatro años y acababa de abandonar una
Colombia donde no tenía futuro. Estaba atrapado en un matrimonio que sería
benévolo llamar malo y, salvo por los hijos y el estudio, mi vida era
miserable. Estaba en la ruina, me faltaba el sueño —dormía dos o tres horas— y
convivía con la hostilidad y la falta de consideración. El sueño de hacer
literatura se diluía. Pensaba que me había metido en una trampa.
Una mañana de primavera conocí
a Sherwin Nuland. La madre de mis hijos limpiaba su casa en Hamden, Connecticut,
y cuando la esposa de Nuland se enteró de que yo había escrito algunos libros
insistió en presentarnos. El saludo de Nuland fue efusivo. Me preguntó por lo
que hacía y me llevó a ver su estudio: un inmenso salón blanco, arrobador, una
especie de nube donde escribir debía ser un goce celestial. Me regaló sus
libros más recientes y me habló con tal respeto y aprecio que yo sentía que
todo aquello era un error.
Sherwin Nuland murió de cáncer
hace unas semanas. Tenía ochenta y tres años. Ahora que conozco pormenores de
su vida he podido apreciar mucho mejor aquel encuentro. Su libro sobre la
muerte me reconcilió con mi tragedia. La hermosura de su estudio me inspiró. Mi
sueño agonizante de ser un escritor volvió a vivir porque aquel hombre —que
había ido al infierno y regresado— pudo reconocer y celebrar la dignidad del
creador en esa sombra fatigada que era yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario