En el remoto reino de Serendipo, hace muchísimos años,
vivió un rey sabio y magnánimo llamado Giaffer. Tenía tres hijos a quienes
quería mucho y, como buen padre, pensaba que debía aprovisionarlos con todas
las virtudes que los príncipes necesitan. Mandó a traer los maestros más
brillantes de los que hubiera noticia y les pidió que instruyeran a sus hijos
en toda clase de artes. Como los chicos eran despiertos y entusiastas, la instrucción
duró poco. Salvo lo que el mundo enseña, los chicos lo sabían todo.
Queriendo poner a prueba lo aprendido, Giaffer llamó a su
hijo mayor y le ofreció que gobernara aquel noble pueblo descendiente de
leones. Dijo que se sentía viejo y cansado, que había decidido retirarse a un
monasterio a meditar lo vivido. El hijo le habló a su padre de la obediencia
que le debía, pero declinó la oferta. Dijo que no sería rey mientras su padre
viviera, que esperaba que tuviera larga vida, y que sólo después –en honor
suyo– sería un gobernante compasivo. Giaffer hizo la oferta a sus otros dos
hijos y también ellos se excusaron. Hablaron del respeto que debían a su padre
y sus hermanos. Satisfecho, Giaffer fingió estar disgustado y los expulsó del
reino. Quería que aprendieran lo que sólo el mundo enseña. Los chicos
emprendieron el camino.
Una de sus aventuras más famosas ocurrió cuando recién
empezaban su periplo. Los muchachos estaban descansando a la orilla de un
camino cuando vieron a un campesino contrariado. “Pasó por aquí hace unas
horas y cojea”, dijo el primer muchacho. Hablaba de su camello perdido. “¿Lo
vieron?”, preguntó el hombre. “Claro que sí”, mintió el segúndo. “Está ciego
del ojo izquierdo”. El tercero agregó: “Le falta un diente”. El hombre siguió
la dirección que los muchachos le indicaron y al rato regresó. “¿Están seguros
de que lo vieron?” Los muchachos volvieron a mentir: “Llevaba una carga de
mantequilla a la derecha y una de miel al otro lado”, dijo el mayor. “Y una
mujer”, dijo el segundo. “Embarazada”, agregó el menor.
El hombre empezó a sospechar que eran ladrones de caminos
y decidió denunciarlos. Los muchachos alegaron inocencia y dijeron no haber
visto el camello, pero fueron encerrados. Ya se disponían a ejecutarlos cuando
apareció el camello. Entonces, el rey de aquel reino llamó a los muchachos y
les pidió explicar por qué conocían tantos detalles. El mayor dijo que la
cojera era evidente porque en las huellas del camino se veía que el animal
arrastraba una pata. El segundo dijo saber de la ceguera porque la hierba
estaba masticada sólo a un lado del camino, aunque era mejor la hierba del otro
lado. El tercero explicó que la falta del diente se veía en la irregularidad de
los mordiscos.
La sorpresa de todos aumentó cuando siguieron hablando.
El mayor supo de la carga de miel y mantequilla porque a un lado del camino
había hormigas y en el otro, moscas. El segundo dijo que en el sitio donde el
camello se reclinó vio las huellas de unos pies pequeños. “Supe que eran
huellas de mujer porque vi un charco de orina y, al mojar mis dedos y oler,
sentí una especie de carnal concupiscencia”. El menor explicó que estaba
embarazada porque a al lado de la orina podían verse las huellas de las manos,
lo que indicaba el esfuerzo de la mujer para levantarse. Todos quedaron admirados.
El rey decidió invitarlos a quedarse cuanto tiempo desearan y se dedicó a
agasajarlos. Lo que ocurrió después lo contaré en unas semanas.
Publicado en Vivir en El
Poblado el 5 de junio de 2014.
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