NUNCA VI TANTO silencio.
Después de abandonar aquella fiesta cuando casi amanecía, después de
hundirme en forestas donde el sol no llega nunca, después de cruzarme con
hombres tan primitivos que parecían no resignarse a dejar de ser simios,
después de dejar atrás serpientes y pájaros, llegué a un paraje donde parecía
no haber nada.
Si miraba hacia arriba, sólo había una negrura insoportable, un abismo que
al mirarlo parecía succionarme. La gama de colores oscilaba entre el negro y el
gris más oscuro. Cuando mis ojos se resignaron a la ausencia de luz, pude ver
los troncos lisos y alejados, como un montón de postes telegráficos. Había una
distancia uniforme entre un tronco y otro, la distancia precisa para que no se
tocarán ni aun si se derrumbaban. Aquello parecía los restos de un incendio.
Pero el lugar era frío y metálico.
Supe que estaban locos esos árboles porque nunca habían dado nada, porque
desconocían la caricia del viento, porque los pájaros nunca llegaron a sus
ramas, porque nadie había preparado infusiones con sus hojas, porque nadie
había dibujado corazones en sus tallos.
El sitio era tan lúgubre que mis piernas se doblaron.
Sólo entonces noté que el suelo estaba hecho de cadáveres, que había un
riachuelo apestoso de aguas estancadas.
Creí oír que el corazón me preguntaba si estaba interesado en que siguiera
palpitando.
“¿Seguimos?”, preguntaron los pulmones. “O mejor terminamos esta vaina”.
“Como quieran”, les dije. “Me da igual. Es lo mismo. Yo soy sólo dolor”.
Decidí recostarme a morir.
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