domingo, 29 de noviembre de 2015
martes, 24 de noviembre de 2015
viernes, 20 de noviembre de 2015
El rey forastero
El sirio
Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido—
cuenta en su Vida de San Josafat que
en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes
tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de
ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios
que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido.
Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que
alguno rechazara.
Durante un
año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara
libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio
con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían
por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre
sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso
de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia
y de maldad.
Ocurría
entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes
de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus
vestiduras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a
una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos
reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza,
de la vida regalada a la vida atormentada por el hambre, de las túnicas reales
a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos
días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su
mudanza.
Sucedió
que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un
hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de
coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de
los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las
plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero
siempre le respondieron con evasivas.
Con el
tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó
la costumbre de sus conciudadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa
inconsistencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia.
De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la
manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a
desterrarlo.
Aquel rey
pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier
momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a
sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a
embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y
sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido
un año de su reinado vinieron los ciudadanos con un grande alboroto para
deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus
antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer
lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy
próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.
Dice
Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual
—cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura
va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan
ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si
fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la
gente tenía alma.
Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.
jueves, 5 de noviembre de 2015
El monje y el pajarito
La columna de Vivir en El Poblado
Cuenta el distinguido y olvidado Eusebio Nieremberg —por
quien hasta una flor recibió el nombre— que en cierta ocasión había un monje
cantando Maitines con otros religiosos cuando dieron con un salmo que lo dejó
intrigado:
“Que mil años en la presencia de Dios son como el día de
ayer, que ya se pasó”.
Tal vez fue la tisana de papaver, o la falta de sueño,
pero lo cierto es que el monje se sintió aterrado al pensar en las
implicaciones de ese verso, y comenzó a imaginarse cómo era posible aquello.
Olvidado del canto y de los otros, nuestro monje se dio a pensar y pensar en el
misterio de ese salmo. Dice Nieremberg que el monje era muy devoto y siervo de
Dios, y que tenía la costumbre de quedarse orando un rato más que los otros.
Aquel día del salmo, el monje permaneció en el coro cuando todos se marcharon, y
le suplicó afectuosamente al Señor que le ayudara a entender las palabras de
David.
En esas estaba el monje cuando llegó hasta el coro un
pajarito que saltaba entre el altar y las bancas y cantaba con dulzura
celestial. Parecía estar hablándole al monje de nuestra historia y, por los
saltos que daba en dirección a la puerta y su elocuente manera de volverse a
mirarlo, era evidente que quería que lo siguiera. Así fue que nuestro monje,
siguiendo al pajarito, salió del monasterio y se encaminó a un tupido bosque
que estaba cerca. El pajarito se detuvo a cantar sobre la rama de un árbol, y
el monje se acercó y se postró al pie del árbol para escucharlo extasiado. El
canto era de una belleza extraordinaria. El monje se preguntó si sería posible
poner por escrito aquella música; pero en el momento mismo de escucharla la
olvidaba. Después de un rato, el pajarito alzó el vuelo, dejándolo con mucha
tristeza. Como no conseguía ver al animalito, el monje se sentía conturbado.
Caminó un rato por entre los árboles de aquel bosque, llamando a su amigo:
—Pajarito de mi alma, ¿a dónde te has ido?
Como vio que el pajarito no aparecía, el monje decidió
volver al monasterio. Pensó que ya sería hora de tercia y que los otros monjes
lo andarían buscando. Pero al llegar al convento halló que la puerta por donde
había salido estaba tapiada, y que había una nueva puerta en otra parte.
Nuestro amigo caminó hasta la otra puerta y, tras golpear
un par de veces, le abrió un hombre de cejas gruesas y gesto poco amable. El
monje no recordaba haber visto nunca a ese hombre. Impaciente, el portero le
preguntó al monje quién era, de dónde venía y a quién buscaba.
—Soy el sacristán de este monasterio—dijo el monje—, que
hace un momento salí a aquel bosque, y ahora vuelvo y lo encuentro todo
cambiado.
El portero le preguntó el nombre del abad y el del prior
y el del procurador; pero las respuestas que dio el monje aumentaron su rudeza:
“No acertaste en nombrar ninguno de ellos”. El monje se sintió angustiado y
pidió ser conducido en presencia del abad. Tras mucho insistir, el portero
accedió a dejarlo entrar, pero ni el abad reconoció al monje, ni el monje
reconoció al abad.
El abad le preguntó al monje su nombre y el de sus
superiores, y mandó a buscarlos en los anales del monasterio. Fue así como se
pudo averiguar que habían pasado más de trescientos años desde la muerte de los
que el monje había nombrado. El monje entendió entonces que aquel misterioso
hecho había sido la explicación que había pedido, y se sintió confuso y
maravillado. Compartió con el nuevo abad y los nuevos monjes lo ocurrido, y
todos celebraron el milagro y lo acogieron con afecto y devoción. Cinco
décadas más tarde, habiendo recibido todos los sacramentos, nuestro monje
“acabó suavemente con mucha paz en el Señor”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 5 de noviembre de
2015.
The Land of the Crazy Trees and other stories
“If you want to remember what you’ve lost, and now you’re searching restlessly, praying for the time and strength to make it, then you will have to travel to the land of the crazy trees.”
Includes the stories:
His
Last Word Was Silence
I
Confess that I’ve Killed
The
Land of the Crazy Trees
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