lunes, 28 de diciembre de 2015
martes, 22 de diciembre de 2015
Muchos libros de regalo
El periódico El Colombiano pregunta a un grupo de escritores
qué libros regalarían y cuál fue el primer libro que recibieron de regalo.
lunes, 21 de diciembre de 2015
El corazón del amado
El corazón del amado
El Lord de Councy, vasallo del Conde de
Champagne, era uno de los hombres más apuestos y admirados de su tiempo. Amaba
con pasión desaforada a la esposa del Lord du Fayel y tenía la fortuna de ser
correspondido por la dama. La mujer se llenó de tristeza cuando supo que su
amado había resuelto acompañar al Rey y al Conde en las guerras de Tierra
Santa, pero decidió no oponerse a su voluntad. Pensó que la distancia haría que
las sospechas de su esposo se disiparan.
Cuando llegó
el momento de partir, los amantes se reunieron en secreto y llenaron el
encuentro de ternuras y de lágrimas. Antes de dejarlo ir, la dama le dio de
regalo a su amado un anillo, unos diamantes y un lazo de seda entretejida con
su pelo y adornado con perlas. Según era costumbre en aquel tiempo, los
soldados ataban lazos como ese al casco de su armadura, para armarse de valor y
también recibir protección en la batalla. El joven aceptó gustoso el regalo de
su amada, prometió volver lleno de gloria y se marchó a la guerra.
Corría el
año de 1191. En Palestina, durante el sitio de Acre, al momento de ascender una
rampa, el hombre recibió una herida que resulto ser mortal. Los pocos momentos
de vida que le quedaban los invirtió en escribir una carta a su amada. En las
hojas dejó derramado el fervor de su alma. Luego le ordenó a su escudero que
–en cuanto muriera– le arrancara el corazón, lo embalsamara y lo hiciera llegar
a su dueña, junto con los presentes que ella le había dado en el momento en que
se separaron.
El escudero
obedeció la orden de su amo. Regresó a Francia con los regalos y el corazón
embalsamado y, al acercarse al castillo del Lord du Fayel, se escondió en un
bosque, a la espera de un momento propicio para hablarle a la dama. Pero quiso
la mala fortuna que el escudero fuera descubierto y reconocido por el Lord du
Fayel, quien sospechó de inmediato que aquel hombre le traía a su esposa algún
mensaje de su amo y lo amenazó con matarlo si no revelaba el propósito por el
que había regresado. El escudero aseguró que su amo estaba muerto, pero Du
Fayel no le creyó y en un arrebato de furia esgrimió la espada. Aterrorizado,
el escudero confesó todo y entregó el corazón, los regalos y la carta de su
amo.
Enloquecido
por los celos, Du Fayel planeó la más terrible venganza. Le ordenó al cocinero
que macerara el corazón y lo mezclara con carne, para después preparar un
estofado, el plato favorito de su esposa. Esa noche, la dama comió el estofado
con mucho deleite. Terminada la cena, el Lord du Fayel le preguntó a su esposa
si le había gustado lo que había comido. La mujer respondió satisfecha que la
carne había estado excelente.
“Es por eso
que hice que te la sirvieran”, dijo su esposo. “Porque es una carne que te
gusta mucho. Acabas, querida, de comer el corazón del Lord de Councy”.
La mujer no
podía creer lo que su esposo le decía. Sólo cuando vio la carta de su amado y
el anillo y los diamantes y el lazo de seda, comprendió que era cierto lo que
le decía. Un estremecimiento de pavor la recorrió. Luego alzó la mirada
enrojecida y, embriagada de dolor, le dijo a su marido:
“Es verdad
que yo amaba este corazón, porque era digno de ser amado. Nunca encontré uno
mejor. Y ya que he comido de carne tan noble, y que mi estómago es la tumba de
tan precioso corazón, no volveré a comer nada que le sea inferior”.
Luego se
retiró del comedor, cerró para siempre la puerta de su cuarto, se negó a
aceptar cualquier forma de comida o de consuelo y, después de cuatro días de
horrible agonía, murió.
Texto
publicado en Vivir en El Poblado, el 4 de diciembre de 2015.
martes, 15 de diciembre de 2015
viernes, 4 de diciembre de 2015
Reverendos
La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo
siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de
“Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para
referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al
principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era
la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el
título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe
era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su
lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Superilustres”,
pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para
el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de
méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.
Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban
cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de
tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los
protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos
fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores
victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos
los documentos oficiales.
La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza”
sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en
España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el
título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y
dignidad real.
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El
primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un
hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado
por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era
suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.
En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria
y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”,
por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe
don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada
lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y
mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de
“Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser
llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser
ejecutado por traición.
En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con
el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el
Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo
llamaran “Excelencia Reverendísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba
en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el
de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el
tiempo fue reemplazado por “Eminente”.
Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una
sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y
vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos
resulta imposible sustraernos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o
Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual
señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus
reinados.
Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de
2015.
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