Un anticipo de
"Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos"
La columna de Vivir en El Poblado.
Al
dejar la ciudad, los monjes bebieron largamente en la cisterna. Sólo Hwuy King
se negó a beber. “Si hemos de entrar en el desierto”, dijo, “ya estoy en el
desierto. Si la sed va a abrasarme, ya me abrasa”. Los guardias de la frontera
soltaron risotadas al ver a aquellos hombres partir tan apurados en dirección a
la nada. En el último confín de tierra fértil, Tao Cheng vio una flor cuyo
recuerdo no dejaría de atormentarlo. Siguieron corriendo hasta que dejaron de
oír ladrar los perros. Cuando empezó a clarear, pudo verse mejor el paisaje de
piedras menudas, como pulverizadas, con sus colinas bajas como ruinas de
montañas.
El
río de arena tenía entre tres y diez millas de ancho, y del este al oeste se
extendía dos mil millas. Se decía que en ese desierto había demonios malvados y
vientos de fuego con los que cruzarse representaba una muerte segura. En
aquella corriente de sequía yacían sumergidos muchos reinos. Ejércitos altivos
y linajes milenarios habían sucumbido a la ferocidad de su oleaje. En Tun-huang
les habían advertido que ahogarse en ese río era una de las muertes más
terribles. Cuando miraban a su alrededor, tratando de decidir qué rumbo tomar,
los viajeros no sabían cómo escoger. Allí no había un solo pájaro para ver en
el cielo, ni un animal en el suelo. La única marca que indicaba algún indicio
de camino eran los huesos esparcidos.
Después
de tres semanas de marcha ininterrumpida –pues habían aprendido a seguir
caminando engañados con la idea de que estaban durmiendo– Fa Hsien y sus
compañeros empezaron a alucinar. Oyeron el aliento burlón de los demonios.
Luego vieron un ejército de hombres elegantes y a caballo, con sombreros de
penachos, saludando al cruzarse con ellos. Vieron ciudades inmensas flotando en
el cielo. Vieron figuras incomprensibles que luego se deshacían en figuras aún
más incomprensibles. Oyeron voces que insistían en invitarlos a darse por
vencidos. Vieron los treinta y seis reinos que fueron sepultados en una sola
noche. Vieron a sus habitantes momificados en su horror; pues la arena se había
bebido la humedad y había dejado el gesto y la cáscara resecos y a prueba de
milenios. Vieron la momia de una mujer que murió al dar a luz un obsequio para
la muerte. Vieron la boca fruncida en un gesto de dolor y los ojos abiertos.
Tenía el cabello recogido, la piel reseca pero intacta, las manos juntas en el
pecho y un gesto anestesiado de sufrir.
Cuando
por fin llegaron a un sitio verdadero, los monjes trasegados no podían
atreverse a creerlo. Aquel caserío desierto se llamaba Mogui-chen, el pueblo de
los demonios, y el ángel les advirtió que en ese sitio no podría protegerlos.
“Cosas extrañas ocurren allí”, dijo el ángel.
Trató de convencerlos para que siguieran de largo, pero los monjes estaban tan cansados que nada malo que les ocurriera podía parecerles tan malo.
Trató de convencerlos para que siguieran de largo, pero los monjes estaban tan cansados que nada malo que les ocurriera podía parecerles tan malo.
“Muchos
de los que pernoctaron en este caserío desaparecieron”.
“Desaparecer”, repitió Hwuy Yeng con gesto ilusionado.
“Cuentan”, dijo el ángel, “que un ejército llegó a ese lugar y se detuvo porque venía una tormenta. El viento y la arena se colaban por entre los tablones de las casas y, al hacerlo, sonaban como voces que llamaban a los soldados por su nombre. Cuando cada soldado atendía su llamado y salía de la casa, el viento y la arena lo arrastraban. El ejército entero desapareció de ese modo”.
“Desaparecer”, repitió Hwuy Yeng con gesto ilusionado.
“Cuentan”, dijo el ángel, “que un ejército llegó a ese lugar y se detuvo porque venía una tormenta. El viento y la arena se colaban por entre los tablones de las casas y, al hacerlo, sonaban como voces que llamaban a los soldados por su nombre. Cuando cada soldado atendía su llamado y salía de la casa, el viento y la arena lo arrastraban. El ejército entero desapareció de ese modo”.
Pero
aquello había sido como leerle un cuento de hadas a un niño. Ya los monjes
habían buscado acomodo y dormían como muertos que no se descomponían. No
desaparecieron. Al clarear el día siguiente reanudaron la marcha.
*Fragmento de “Su rostro era el de un
hombre que viene de muy lejos” (Ediciones B Colombia). Novedad editorial de
marzo del 2016.
Publicado en Vivir en El Poblado el 15 de enero de 2016
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