jueves, 28 de julio de 2016
lunes, 25 de julio de 2016
El olvido que ya somos
Una reflexión en la sección Cultural de El Colombiano
Leer el texto en la página web de El Colombiano
viernes, 22 de julio de 2016
El editor y su sombrero
La columna de Vivir en El Poblado
Al principio hay un hombre de gesto ansioso. Llueve en
New York y todos –menos él– se mueven resguardados por paraguas y abrigos y
sombreros. Es una tarde gris de hace noventa años y el país en que vive esa
gente se encamina hacia una depresión arrasadora. El hombre está detenido. La
lluvia parece no importarle. No tiene sombrero y su cabello es de un rubio
sucio y ensortijado. Cubre con la mano la brasa del cigarrillo, aspira con
intensidad y dirige la mirada al edificio de la editorial donde dejó el
manuscrito de su primera novela.
El manuscrito se mueve lentamente por un laberinto de
escritorios. Si logra llamar la atención de Max Perkins, tiene posibilidades.
Perkins es legendario; descubrió y pulió a Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway.
Es un hombre de ojos tristes y ademanes contenidos. No se quita el sombrero
para nada. Perkins decide leer el manuscrito durante el viaje en tren hasta su
casa. La prosa frondosa lo atrae y desconcierta. Aquella voz que se derrama a
borbotones tiene posibilidades. Esa noche participa distraído en los rituales
del hogar. En pijama, y todavía de sombrero, sigue aferrado a esas páginas.
Pocos días después el hombre que esperaba bajo la lluvia
irrumpe en la editorial, burla la barrera de la recepción y se mete en la
oficina de Perkins. Dice que sabe que no le van a publicar su novela y demanda
que el mejor editor de su tiempo le diga que no sirve para nada. Perkins
sosiega el ímpetu del escritor –ahora sabemos que se llama Thomas Wolfe–, le
habla del interés de la editorial en su novela y le ofrece un anticipo. El
autor lo mira incrédulo. Perkins dice que sólo hay una condición: habrá que
editar mucho el texto. Wolfe acepta sin pensarlo demasiado, pues ignora todo lo
que tendrá que eliminar. Así empezó una legendaria relación de autor-editor que
dejó huella en la literatura estadounidense. En ella se resume una época remota
en que los editores sabían de literatura y las editoriales procuraban
difundirla.
Nunca he sido amigo de los biopics, porque pienso que nos
dicen más del director que del biografiado. Vi una película sobre Edgar Allan
Poe por la que su director merecía ser emparedado vivo. Pero dejé de lados mis
reservas para ver Genius, porque la
escritura y la edición siempre me han apasionado y es raro verlas en el cine.
Es casi seguro que el Thomas Wolfe encarnado por Jude Law
sea muy distinto del Thomas Wolfe real. El actor le coquetea a la academia de
los Óscares con un personaje visceral, gesticulante. Su amante –representada
por Nicole Kidman– es una caricatura. Uno de los pocos momentos que salvan la
película ocurre cuando Perkins –Colin Firth– le dice a la mujer que edite los
excesos de su personaje. La mujer estaba celosa de Perkins, porque Wolfe pasaba
más tiempo con él, y había llegado a su oficina con un arma, indecisa entre
matarlo o suicidarse.
Casi nada es plausible en esta película. Salvo por la
callada intensidad de Perkins y una que otra reflexión sobre el arte de editar,
lo demás es aparatoso. La concepción del genio es estereotipada, los
personajes son excesivos, las situaciones y las emociones son como de
telenovela. Pero hay algo en la historia que consigue redimirla.
Thomás Wolfe murió de 38 años. Había publicado varias
novelas al lado de Perkins, pero al final se fue con otra editorial, para
huirle al rumor de que el mérito de sus libros era del editor. En la última
escena, Perkins recibe la carta que Wolfe le escribió antes de morir. Al
recorrer esas líneas nostálgicas, temerosa del final, Perkins se despoja del
sombrero y derrama una lágrima. Su cabello es ondulado, un poco más oscuro que
el de Wolfe, y en esa desnudez quedan expuestos el dolor y la fragilidad de ese
hombre cuyo único propósito era dar brillo a los otros. Si Perkins hubiera
estado a cargo de la edición de Genius,
me temo que sólo habría dejado el minuto final.
Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de julio de 2016.
viernes, 8 de julio de 2016
Colbert en la oscuridad
La columna de Vivir en El Poblado
Uno descubre que ha envejecido cuando la lista de cosas
que quiere hacer empieza a reducirse. Después de visitar Sri Lanka sentí que la
lujuria de viajar se había acabado. Salvo por las geografías del amor o por
los hábitos de la nostalgia, podría pasar el resto de la vida en un solo sitio.
Hace unas semanas, Gloria Virginia me preguntó con quiénes, vivos o muertos,
quisiera o hubiera querido conversar. Entre los que ya se han ido, mi encuentro
con Chesterton no lo cambiaría por ninguno. En cuanto a los vivos, tuve que
pensar mucho para concluir que el único con quien tendría esa ilusión sería
George Steiner.
El primer libro de Steiner que leí fue Lenguaje y silencio y me ayudó a
entender que mi extrañeza frente al mundo podía encontrar expresión en la
literatura. Por eso me emocionó tanto encontrar hace poco una entrevista en la
que Steiner, a sus 88 años, se expresa con el tono agridulce de las despedidas.
Entre las muchas cosas que dijo en esa entrevista, Steiner especulaba que si
Shakespeare viviera hoy en día trabajaría para la televisión. La frase me quedó
resonando porque aún tenía viva la emoción de haber visto a Stephen Colbert, un
hombre que sin ser Shakespeare bien puede tener algo de su estatura.
A Colbert lo he seguido desde hace mucho. Su humor nace de
una herida profunda: el accidente de aviación que mató a su padre y dos
hermanos suyos. No me perdía la parodia con la que por años denunció la
hipocresía de la sociedad norteamericana. Cuando ascendió a la cima de la
televisión –como sucesor de David Letterman– pensé que Colbert estaba entrando
en su decadencia. Viéndolo forcejear con la presión de los anunciantes y las
políticas de su canal, viendo la manera temeraria como exhibe su catolicismo,
uno piensa que en cualquier momento se puede “quemar”. Pero, aunque eso
ocurriera, no dejaría de ser una de las mentes más brillantes que han pasado
por la televisión. A esa mente inquieta y deslumbrante tuve la suerte de verla
el lunes pasado.
Colbert no está en la lista de personas con quienes
quisiera conversar, porque frente a su inteligencia me sentiría como un idiota;
pero siempre quise asistir a la grabación de uno de sus programas. Valentina,
mi hija, consiguió las entradas. Mi hijo y yo nos instalamos emocionados en
el segundo nivel del pequeño y acogedor teatro Ed Sullivan, el mismo donde
medio siglo antes se presentaron los Beatles. Vi a Colbert decir sin
equivocarse las líneas que él y los escritores del programa habían preparado.
Se le vio salvar de la intrascendencia entrevistas que parecían no tener
rumbo. Coordinó escenas y dirigió al director. Lo que más me gustó fue verlo
cuando las cámaras no lo estaban grabando. Colbert fue más auténtico cuando
respondió preguntas del público antes de empezar el show. Llevo conmigo cada
gesto de esa humanidad pulida por la tragedia y el sentido religioso: su manera
obsesiva de morder el lapicero, sus miradas al reloj cuando la grabación
empezaba a prolongarse, la avidez con que asume su oportunidad. Pero, de todos
los momentos, me quedo con uno en especial.
Ocurrió cuando la banda de rock invitada se robó la
atención. Colbert vino hasta el extremo opuesto del escenario y, escondido en
la sombra, se dedicó a mirar los perfiles del público atento a la canción.
Gozaba del placer de mirar sin ser mirado. Parecía un adolescente dedicado a
contemplar agradecido un sueño realizado. Pero el encanto se acabó cuando vio
que en las sillas de arriba había un gordito que no prestaba atención a la
banda de rock, porque en ese mismo instante no dejaba de mirarlo. Colbert se
escondió tras bambalinas y yo sentí la dicha breve de haber hecho contacto.
Salí del teatro pensando que, acabadas las listas, todo lo que la vida tuviera
para darme sería en adelante regalos inesperados.
Publicado en Vivir en El
Poblado en julio 8 de 2016.
lunes, 4 de julio de 2016
Aguilera Garramuño escribe sobre Resplandor
Una reseña de Resplandor,
publicada por Marco Tulio Aguilera Garramuno
en la Revista otroLunes de Berlín
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