miércoles, 15 de marzo de 2017

El héroe y las convenciones


El héroe y las convenciones

Por Gilbert K. Chesterton

Los cínicos (hermosos corderitos) nos dicen que la experiencia y el privilegio que vienen con los años nos enseñan el vacío y la artificialidad de las cosas. Cuando jóvenes, dicen ellos, nos imaginamos entre rosas, pero al arrancarlas descubrimos  que son sólo papel rojo. Ahora bien, creo que cualquiera que esté vivo estará también de acuerdo en que la verdad es justamente lo contrario. Es cierto que la edad nos vuelve conservadores. Pero no llegamos a ese punto porque hayamos descubierto la falsedad de muchas cosas nuevas. Nos volvemos conservadores porque el tiempo nos revela lo genuinas que son muchas cosas viejas. Al principio pensamos que todas las convenciones, todas las tradiciones, son falsas y carecen de sentido. Luego, una convención detrás de otra, una tradición detrás de otra, empiezan a explicarse a sí mismas, empiezan a palpitar llenas de vida en nuestras manos.  Pensábamos que esas cosas sólo estaban pegadas a la existencia humana, pero luego descubrimos que echaban raíz en ella. Creíamos que era sólo una norma molesta tener que quitarnos el sombrero frente a nuestra dama; luego descubrimos que en ese gesto palpitaba el ideal caballeresco y el esplendor de Occidente. Pensábamos que vestirnos con elegancia para cenar era un artificio; pero luego descubrimos que la idea festiva, la idea del atuendo de bodas, era más natural que la Naturaleza misma. Como digo, la verdad es lo opuesto a la afirmación cínica. Nuestra ardiente juventud considera que ciertas cosas están muertas; pero la grave adultez descubre que estaban vivas. Nos despertamos a la infancia pensando que nos rodea papel rojo. Entonces lo arrancamos y descubrimos que son rosas.
Podemos encontrar un buen ejemplo en el caso de ese gran hombre que ha sido el único soporte espiritual que muchos hemos tenido, y seguirá siendo un soporte principal. Walt Whitman es, supongo, de manera incuestionable el hombre más capaz que América ha producido. También es, de paso, uno de los grandes hombres del siglo diecinueve. Ibsen está muy bien, Zola está muy bien y Maeterlinck está muy bien; pero ya hemos empezado a ver el ocaso de todos ellos. Y aún no hemos visto ni el comienzo de Whitman. El egoísmo del que los hombres lo acusan es esa humana divinidad que no ha sentido nadie desde Cristo. La simpleza de que los hombres lo acusan no es más que el esplendor de una expresión casual que ningún sabio ha tenido desde Cristo. Pero, de todas maneras, este gradual y luminoso conservatismo que crece en todos nosotros a medida que vivimos es lo que nos lleva a sentir que justo en aquellos puntos en que violó las normas centrales de la poesía, tan sólo en esos puntos, estaba equivocado.  Se equivocó al abandonar la métrica en la poesía; no porque abandonara algún aspecto ornamental o civilizado, como creyó que hacía. Al abandonar la métrica estaba abandonando algo muy bárbaro y salvaje, algo tan instintivo como la rabia y tan necesario como la carne. Olvidó que todas las cosas reales se mueven con un ritmo, que el corazón palpita con armonía, que las mareas y el reflujo tienen armonía. Olvidó que todo niño que grita lo hace con algún tipo de repetición y de asonancia, que la danza más salvaje es en el fondo monótona. La Naturaleza toda se mueve con música recurrente; es sólo tras un esfuerzo considerable de la civilización que hemos logrado ser algo distinto a musicales. El mundo entero habla poesía; somos nosotros los únicos que, con ingenio elaborado, hemos logrado hablar prosa.
Lo que es cierto sobre el error de Whitman al violar la métrica, también es cierto –aunque en menor medida– sobre su violación de lo que comúnmente se conoce como modestia. El decoro por sí mismo tiene poco valor social; a veces es signo de decadencia. El decoro es la moral de las sociedades inmorales. La gente que se interesa más por la modestia es a menudo la que menos se preocupa por la castidad; no pueden darse mejores ejemplos que los de las cortes orientales o los salones del West-end en Londres. Pero de todas maneras Whitman estaba equivocado. Estaba equivocado porque en el fondo de su cabeza tenía la noción de que la modestia y la decencia eran en sí mismas una cosa artificial. Este es un gran error. Las raíces de la modestia, como las raíces de la compasión o las de cualquier otra virtud tradicional se encuentran en las cosas fieras y primitivas. Una timidez salvaje, un dominio fugitivo, son patrimonio de las criaturas simples. Lo poseen los niños; pertenece a los salvajes; incluso, a los animales.
Ocultar algo es la primera de las lecciones de la Naturaleza; es mucho menos elaborada que explicarlo todo. Y si las mujeres son, como ciertamente lo son, más dignas y más modestas que los hombres, si son más reticentes y, en la expresión de moda “son más contenidas en sí mismas”, la razón es muy simple; es porque las mujeres son más fieras y salvajes que los hombres. Llegar a ser inmodestos por completo es un asunto elaborado en exceso. Para exponer por completo lo que somos es preciso que tengamos conciencia completa de lo que somos. Es por eso que, mientras desde el principio del mundo los hombres han tenido las filosofías y normas sociales más exquisitas, nadie pensó en la indecencia completa, la indecencia como principio, sino cuando llegamos a los niveles más elevados y complejos de civilización. Esconder era tan natural para nosotros como comer pan. Hablar abiertamente sobre todo apareció cuando alcanzamos la era del automóvil.

De “Lunacy and Letters”
Traducción de Gustavo Arango

       




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