Texto publicado en el suplemento Dominical,
de El Universal de Cartagena, en agosto de 1992.
Estrella de los Ríos
1
Cuando leemos, nuestros ojos se posan
brevemente en cada palabra. La miran, la reconocen, indagan su sentido y siguen
de largo. Pocas veces detienen su recorrido, a causa de una frase afortunada.
Cuando eso sucede, cuando un grupo de palabras se nos muestra deslumbrante, la
lectura se detiene, la mirada confirma que no ha estado soñando, y entonces nos
hundimos a buscar significado.
Un comentario aparecido en la columna “Temas
del momento”, en El Universal del 23 de julio de 1967, dice, entre
otras cosas: “Hemos leído la producción literaria de Estrella de los Ríos. No
obstante su estilo grácil, propio de su condición femenina, el pensamiento
expuesto es vigoroso y penetrante, por la intención filosófica implicada.
Creemos estar en presencia de un valor oculto, de gran significación humana,
que bien pudiera dar a Cartagena nuevo motivo de orgullo. Sería imperdonable si
Estrella de los Ríos no avanzara más valerosa, para franquear el medio ambiente
y la propia inhibición. Si se decide, le espera el alto puesto correspondiente
a los espíritus selectos. Resta solamente que el familión de Estrella de los Ríos,
los círculos literarios locales y la prensa coadyuvadora, ambiente con mesura,
pero cálidamente, los alrededores por donde el espíritu de la futura escritura
bate sus alas”.
¿Estrella de los Ríos? ¿Qué hay detrás
de esa extraña confluencia de palabras? ¿Quién es esa niña prodigio? ¿Qué habrá
sido de ella? ¿Por qué el augurio de éxito y fama no se ha cumplido? Haciendo
memoria, el presente jamás oyó hablar de Estrella de los Ríos, un nombre así se
recuerda con facilidad. Algo falló con Estrella, es lo primero que se piensa.
Entonces, en el periódico del 22 de
julio de 1992 aparece el elogio y, al pie, en letra de ocho puntos, una nota
que dice lo siguiente: “Rogamos a Estrella de los Ríos, o a quien sepa darnos
razón de ella, comunicarse en El Universal, con la sección “Cartagena hace 25
años”.
Tardó don semanas en aparecer. Unas
tías suyas la llamaron a Bogotá y le contaron que en el periódico de su ciudad
había salido publicado algo que tenía que ver con ella. Estrella atendió ese
llamado, y una alegre mañana, sobre el escritorio del que hace la columna “Cartagena
hace 25 años”, apareció una nota que tenía el teléfono desde donde escucharía
una voz recia, madura, contestando sin saludar, presentándose con el nombre:
–Estrella.
–¡Aló!, ¿doña Estrella?
2
Ahora estamos en Bogotá. Para variar, hace
frío. La gente anda tiesa y con los cachetes colorados. Un taxista de Pereira me
conduce con los lectores a la casa de Estrella de los Ríos. Es un barrio por los
lados de los cerros, en un sector de clase alta.
La puerta del edificio es metálica. Hay
timbres para cada apartamento. Cada uno tiene un adhesivo con un nombre. En uno
de ellos, el 201, dice “Estrella”.
Abre la puerta con sonrisa amable y
sube atlética unas escalas. Lleva pantalón estrecho, zapatos suaves y un buzo.
Estrella de los Ríos ha dejado de ser
un nombre en un periódico viejo y ahora es una persona viva frente a nosotros.
Una mujer vigorosa que no solo no ha dejado de escribir, sino que hace una
semana ha dado un paso decisivo.
–Soy libre. Dejé de trabajar.
Para escribir, obviamente. Varios años
trabajó en una empresa multinacional en la que pagaban bien. Pero ahora, a
partir de esta semana, con una posición más o menos estable, con ahorros y un
computador en su casa, Estrella de los Ríos está feliz.
A unos amigos que vienen a buscarla y
le pitan desde un carro, les responde que está ocupada, que después hablan.
–He dado un paso decisivo en mi vida–
grita, para que no sólo oigan sus amigos desde el carro, sino todos los
vecinos, los yupis y los “desechables”, los artistas de televisión y los
guardaespaldas, el barrio, la helada ciudad y el mundo entero: Estrella ha dado
un paso decisivo.
Estrella quiere hablar. Considera sus
palabras valederas. Luego de una carrera intermitente, con premios importantes en
concursos de cuento, publicaciones individuales y colectivas y algunos años de
silencio, llegó el momento de dejar fluir su obra.
Escribe una novela. Dice que si le
preguntan cuándo estará lista, responde que en veinte años. No tiene afán.
Está terminando un insólito libro que
tiene como centro “un lugar de la casa llamado cocina”, y que habla de todo, “hasta
de cocina”.
Está revisando sus viejos cuentos,
algunos con premios nacionales, para reeditarlos. Su proyecto de escritura no
se agota.
Salió de Cartagena a comienzos de los
años sesenta y, desde entonces reside en Bogotá. Pero antes había vivido una
etapa importante en su ciudad.
“A finales de los sesenta teníamos un
grupo de jóvenes artistas. Estábamos muy influidos por la forma de pensar, ser,
ver el mundo, de la época.
“Yo escribía, estudiaba en la Escuela
de Bellas Artes, sentía que todo era para mí: teatro, literatura, música,
amigos bellos, y todo eso cumplió su cometido. Fue una etapa.
“Pero el medio, en cierta forma, te constreñía.
Como la gente no te entiende, te quiere quitar del medio. Sentía que Cartagena
era solo eso: la cuidad con las murallas, las casas lindas, el mar bonito, las
reinas de belleza, pero no más. Entonces le perdí el contacto, me enamoré de la
gente del Caribe a la que conocía través de Barranquilla”.
Estrella de los Ríos se acerca a la
ventana. Le pide a un “desechable” que le compre cigarrillos. La ciudad está
llena de personas como él. Millares de seres cuyo único futuro es el presente.
“Es una convivencia agradable”, dice. “Me
consigue los eucaliptos más lindos del mundo, flores; si necesito un
cigarrillo, un periódico, él me los consigue; entonces, en lugar de darle
plata, él sabe que se gana el billete.
“El término ‘desechable’ yo lo rechazo
de pleno. Yo los llamo ‘los sin casa’…
“Imagínate qué tan dolorosa es esa
palabra, que el otro día me invitan a una comida y entre la gente, entre los
invitados, en un momento, entre todos se avivó una conversación alrededor de la
muerte a desechables. Yo no lo creía. Había costeños, gente de acá, de toda
Colombia; pero yo no puedo creer que la gente vea en la muerte a desechables
una solución a un problema social que no es ‘muerte a desechables’.
“Es que no es muerte al hombre, es
muerte a una vaina que está enquistada, no solo en la sociedad colombiana y
latinoamericana, sino en el mundo.
“Tú tienes que saber que ellos son
parte de la supervivencia que te acompaña a ti. Cada uno está sobreviviendo a
su manera…”.
Un grito llega desde la calle.
–Ahí está– dice estrella–. ¡Qué hubo,
mijo!
Hace bajar una canastica atada con una
cuerda.
Su apartamento está decorado con
derroche de gusto. Cristales, bronces, madera tallada, muchos objetos antiguos.
La biblioteca tiene una ventada desde donde se ve a Bogotá perderse en la bruma
y la distancia. La cocina, la capital de la casa, parece un escenario de película,
con tarros pintados de flores y brujitas volando en escobas. Por sus ventanas
se ve el cerro de Monserrate, su iglesia blanca y silenciosa.
–Bueno, espérate yo busco y te tiro un
par de aspirinas –le dice Estrella al ‘sin casa’.
Finalmente se sienta en su acogedor
sillón de tela. Enciende un cigarrillo. Se queda pensativa, distante,
imperturbable como una esfinge. Su rostro es pétreo y aguileño, como el de un
indio pielrroja. En su cabello recogido transitan unas canas orgullosas. Toda
ella transmite una sensación desbordante de energía. Dice: “¡Ajá!”, “Así es”,
con tono ausente, hablando consigo misma. Estrella se ha ido, como estrella
fugaz. La luz que entra por la ventana ilumina el ascenso aperezado del humo de
su cigarrillo. Entonces la esfinge se sacude y estrella aterriza de nuevo en la
charla.
“Esto es un cuento”, dice con tono de confidencia.
“Esta esquina. Setecientas celebridades por segundo. Como es mi primera semana
aquí en mi casa, estoy descubriendo la vida del lugar. Al mediodía son los yupis,
los Mercedes, los guardaespaldas, celebridades, presentadores de televisión,
actrices, actores…”
De nuevo se queda en silencio. Fuma.
Recuerda que se trata de una entrevista, que el tema es la literatura.
“El año pasado escribí un cuento muy
cartagenero. Erotiquísimo como él solo. Bueno, es que allá la gente vive así,
es una lujuriosidad que está en el pie sin zapato, en la forma como te pones la
ropa, en el color de la piel; siempre hay, te lo cuento, rumor de tambores.
Siempre tiene que haber un bumbum que suena”.
Pero de nuevo se le impone la realidad.
“El bumbum de las bombas de acá fue
tenaz. Tu decías: Después de esto, ¿qué? Eran las bombas y ese pensar tuyo
inmediato de que tras esa bomba hay muerte. Después de eso, dije: ‘De aquí,
sobrevives’, y a partir de eso el pánico no cunde, sino que a empiezas a vivir
como viven ellos, como viven los sin casa, a vivir las veinticuatro horas con
mucha intensidad, poniéndose a salvo de cosas que son innecesarias, la
oscuridad, los sitios tortuosos, donde no hay buena onda, donde no hay gente
amiga.
“Y sentí, aquí entre nos, como ese revival repentino de vivir como en las comunas: el quehacer individual de una
forma muy de la casa, entiendes, que todo lo recicles en casa. Además una vida
muy natural, una vida muy orgánica, con una filosofía interior que hace que tú
veas que hay que vivir muy bien en el mundo, a pesar de las cosas...”
“Tú ves la gente de Somalia… Entiende,
ya no hay más. ¿Qué hay después de eso?
“Y tú te tienes que solidarizar con esa
gente que se muere de HAM-BRE… Mientras doña Tera está preocupada por la
lentejuela y el canutillo de la señorita Caquetá”.
Y la conversación se extiende, ondula,
ya casi ni parece una entrevista. Estrella aprovecha para mostrar en el
computador lo último que esta escribiendo. Está feliz de poder dedicar todo su
tiempo a la literatura. Cuenta que su hija, Pilar, cuando era pequeña le
preguntaba por las noches hasta qué hora iba a escribir. “Mis hijas han
oscilado entre un ser enajenado y una mamá que quiere serlo”.
Finalmente, la charla va a encallar en
su nombre.
“No fue accidente. Era que mi mamá tenía
una muñeca preciosa. Yo la conocí, era una muñeca con pelito de celuloide, con
el nombre Estrellita atrás, marcado al fuego. Ella dijo que su primera hija se
iba a llamar Estrellita y a mí el nombre en diminutivo llegó el momento en que
me quedó muy grande, y entonces me lo cambié por Estrella. Me gusta mi nombre.
Es una buena estrella. Es una súper buena estrella.
3
Ahora estamos en Cartagena. Estrella ha
venido a pasar cinco días en su ciudad. Ella y Ricardo están hospedados en un
estrecho apartamento en Marbella. Tiene una pequeña terraza. Más allá están la avenida
Santander y el horizonte del mar.
El deslumbrante sol de esa mañana de
sábado entra por el amplio ventanal. Estrella está trasnochadísima. Hace solo
pocas horas se acostaron. Casi hasta el amanecer estuvieron recorriendo la
ciudad, provocándola, despertando recuerdos, sintiéndole el pulso.
Tiene unas gafas oscuras que pronto se
quita. Se siente ridícula, parece una estrella de cine detrás de las cámaras.
El apartamento carece de adornos y cuadros. Los muebles de la sala son de pvc; adiós
maderas, cristales y bronces. Termina de despertar, se hace a la idea de que no
dormirá más y prosigue la charla iniciada en Bogotá. Habla de sus sensaciones
recorriendo la ciudad.
“Esta es una ciudad feriada. El Cabrero
da ganas de llorar. Es increíble cómo se descuida a la gente en una ciudad que
debe tener un entorno integral. El cartagenero no sabe cómo fue el hábitat de los
abuelos. Aquí los arquitectos, por el afán de figurar en una ciudad atractiva,
construyen estos tugurios. La ciudad se está llenado de edificio tuguriales.
“Ayer recorrí Getsemaní, y cuando caminábamos
metía la cabeza casi por la ventana para corroborar que en aquel tiempo no
había aires acondicionados ni abanicos, y sin embargo los interiores eran
frescos. Tú estabas en una sala, te quitabas los zapatos…
“Y Marbella. Cuando yo venía pequeña
tenía las huellas de un lugar residencial, con pequeñas y grandes mansiones,
remedo de la Costa Azul. Ahora los dueños se mudan a los tugurios que los foráneos
hacen, y no dejan que otros disfruten la casa, sino que esperan a que se venga
al suelo. Cuando se cae es el pretexto para decir: ‘No hay nada qué hacer, ni
los muros se pueden salvar’, y que venga el edificio.
“No es por criticar, pero es de mal
gusto. Se acabaron los cartageneros. Marbella era de un gusto ‘exquisitico’. Imagínate
los salones abiertos de las casas. La gente de provincia venía a buscar lo que
no había en Bocagrande, donde solo estaba el hotel Caribe y los árabes ricos.
“El recorrido de ayer fue muy cinematográfico.
Reconstruí el espacio y me preguntaba por qué esto, qué lo hizo, por qué lo
llaman patrimonio arquitectónico e histórico de la humanidad, cuando no lo veo.
“En el Parque del Centenario había un
minizoológico. Los careyes asomaban la cabeza en un laguito en la mitad del
parque, los pericos ligeros estaban trepados en los almendros. El parque estaba
lleno de chavarríes, unas aves exóticas que alguien trajo para poner en el
parque, era como un pavo real pequeñito. Cuando empezaron los edificios de la Matuna,
un tramo de muralla que está junto al puente Román se convirtió en el último
reducto de los chavarríes. Después, no hubo más chavarríes” .
De nuevo, la charla oscila, tarda en
concretarse, pasa de un tema a otro, libre, a la deriva.
“Si bien en mi familia no hay
escritores. Cuatro generaciones atrás había un ambiente muy propicio para
desarrollar cualquier rama del arte. Por el lado paterno, la influencia era cartagenera
cartagenera; por el lado materno era otra cultura, la del Magdalena. Eso te
marca mucho. Mompox, Santa Ana; mis padres se conocen allá. Era la época del
boom del petróleo, cuando llegaron los extranjeros de la Andian.
“Por el lado materno, mucha viejita que
tocaba violín, piano, escribían poemas. Mompox se precia de culta. Mi abuela
bordaba, hacía ‘álbumes, escribía poesías.
“Desde muy niña tuve el impulso de escribir.
Era un estupor ante lo que pasaba en la familia. Pequeña era como asomada a una
caja de sorpresas: la gran tragedia griega. Todos eran así, estereotipados. No
sé si son así todas las familias.
“Me formé con una mezcla de dos
culturas: la ribereña y la del mar. La ribereña con la cumbia, el pescador, las
comidas, una dimensión reducida que va hacia un punto, que te lleva al mar. La
cultura frente al mar se siente poseedora de todas las tierras del mundo, es más
cosmopolita.
De cada una agarré algo. En mi caso,
agarré de la cultura ribereña la magia en que ellos lo transforman todo. El Magdalena
dividía el país, por él entraba y salía todo, las culturas se expandían por la
ribera, por ella se difunde el cuento, la historia, se va tejiendo la conseja.
Si llegó un alemán con una peluca blanca en Tamalameque, vendiendo específicos
para quitarles el gusano a las bestias, imagínese cómo llegará la historia a Mompox.
“Pequeña escribía a mano, papeles que recopilaba.
Después era a máquina. Mi relación con la palabra es mecánica, agarrar lo más
pronto posible la idea.
“Escribía sobre todo lo que veía, sobre
todo lo que la gente hablaba, los hechos truculentos de la ribera –porque la
ribera es fuerte–, todas las vacaciones viajábamos allá. Usábamos desde el bote
de rueda hasta el veloz corcel. Íbamos a Santa Ana, Magangué, Mompox, que era
el punto donde estaba la familia sentada, siempre dedicada a la ganadería.
Cuando regresaba a Cartagena escribía.
“Fui una niña solitaria, porque yo quería.
En una familia llena de eventos, de celebraciones, de afectos por lado y lado,
optaba por mantenerme sola, como una especie de contravía pequeñita: ‘Yo voy,
miro y me vengo pa’ acá’.
“Siempre fui diferente, rara. Les di
muchos problemas a las monjas. Hubo expulsiones, amenazas; era algo que se le salía
de las manos a la familia. Si me prohibían algo, quería saber por qué.
“Recuerdo que me interesaban las crónicas
judiciales, para saber por qué a la gente la castigaban, la privaban de su
libertad, si había injusticia en ello o no.
“En el 65, cuando empecé a tener
menciones y premios, me vi en la necesidad de ordenar esas palabras, para yo
leerlas mejor. Por esa época, con un cuento muy lindo que se llama “ Ciro las luciérnagas”, tuve una mención en un concurso
nacional de literatura donde galardonaron a muchos ya consagrados. Yo era la
sardinita. Esa historia le llamó la atención a la gente, contaba la relación de
un niño con unas luciérnagas, muy autista. Después de que descubre que en su
casa no tiene nada qué hacer, se transmuta, desaparece con una luciérnaga que
tiene en su cuarto.
“En cuanto a las lecturas, hubo una
primera etapa de lecturas obligadas, dirigidas por profesores. Mi papá leía a Oscar
Wilde, sus libros eran casi de la mesa, circulaban permanentemente por la casa.
Después me interesé por vidas de escritores y pintores. Ya adulta fue la
necesidad de empezar a leer narradores que tuvieran que ver con lo que yo quería
narrar: clásicos franceses, rusos, norteamericanos, Mary McCarty, Patricia
Highsmith, Steinbeck, Faulkner, James, Carson McCullers, Capote… Emily Brontë
para mí fue…”, Estrella levanta las cejas mostrando un aprecio gigante: “Sentía
que instintivamente estaban en el mismo cuello de botella en que estaba yo:
saber que eran mujeres que estaban en una sociedad reprimida. No te dejaban. El
hecho de querer abrir espacios era una trasgresión. Quería saber cómo lo hacían,
cómo manejaban la palabra para ser ‘útiles, para no hacer tanto daño que les
dieran látigo. Estaba dispuesta a romper el cerco como fuera, a sangre y fuego.
“Viajé a Bogotá en el 70, porque me casé.
El matrimonio fue un pretexto, un salvoconducto para burlar el cerco. Pensé que
gana espacio y caí en otra trampa.
“A partir de entonces, tuve más
contacto con Barranquilla. Encontré narradores mucho más fuertes que los que veía
acá. Más condescendientes con mi condición femenina de escritor. Allí,
Fuenmayor influyó mucho en mí. El personaje femenino, para él, era el personaje
principal, liberador, y el que rompía con las cosas que le molestaban.
“Luego hubo una pausa dolorosa sobre mi
destino en la literatura. ¿Soy o no soy?, me preguntaba. ¿Voy a continuar?”
Y continuó. Continuó escribiendo y
continuó hablando. A comienzos del próximo año El diario dela cocina saldrá en busca de editor. Después le
toca el turno a Las razones de las tías.
Y ahora Estrella nos habla de cocinas y
de tías y, momento tras momento, se vuelve más familiar, aumenta el significado
de ese grupo de palabras que salieron de un periódico amarillo y ahora son una
mujer que gesticula segura y sigue abriendo las puertas de su vastísimo mundo,
y su charla fluye lenta y desafiante como un río, sube, baja y llega en olas,
como el mar, y a su boca se asoman palabras deslumbrantes, como el sol, como la
luna y las estrellas… de los ríos.
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