Texto publicado en el suplemento Dominical,
de El Universal de Cartagena,
algún día de 1996.
Pedro Badrán Padaui
“Creo en una literatura que reflexione
más
sobre el lenguaje”
Empecemos hablando de su novela Lecciones de vértigo, ¿cómo ha sido acogida?
Creo que ha sido relativamente bien
recibida por la crítica y por los comentaristas, aunque a mí no me corresponde
propiamente decir eso. Pero he recibido conceptos de lectores a quienes les ha
agradado. Yo, particularmente me siento muy tranquilo con el libro, a pesar de
que hubiera podido ser mejor. En ese sentido, siempre queda alguna
insatisfacción.
¿Lecciones de vértigo significa un cambio en
las temáticas, respecto a su primer libro?
Hay gente que me ha dicho que no hay relación
entre el primer y el segundo libro, pero sí la hay. El primero tiene un título
bastante revelador, que es: El lugar
difícil. Yo podría
decir que hay una preocupación esencial por el espacio en ambos libros,
preocupación por cómo puede el hombre construir y ser construido por el mismo
espacio que lo rodea, no el medio sino el espacio físico: la imposibilidad de
tener un lugar; la errancia a que está sometido el hombre es algo que siempre
me ha llamado la atención.
Yo todavía no tengo muchas cosas claras
en esas temáticas, pero en esta novela sí tuve que investigar. Además de que es
una cosa que me llama mucho la atención, me apasiona la arquitectura. Tuve que
hacer mucha investigación sobre arquitectura gótica, por ejemplo, porque en la
novela hay una preocupación de carácter religioso, de carácter mítico; el
personaje tiene inquietudes, por así decirlo, de trascender, de ocupar un
espacio. Así que tuve que hacer una investigación sobre arquitectura gótica,
sobre arquitectura en general.
Otro elemento en la novela es el
ajedrez. Yo fui jugador de ajedrez, que además de una forma de arquitectura es
una forma de ejercicio intelectual. La novela en sí es un ajedrez, es una
arquitectura, tiene la intención de que el texto mismo sea una arquitectura, o
sea que el argumento esté también reflejado en la estructura de la obra, que es
bastante complicado. Eso ha sido poco mirado dentro de la crítica.
¿Cómo fue el proceso de escritura de la novela?
Trabajé en Lecciones del vértigo especialmente en el 91 y el 92. Luego
de haberme retirado definitivamente del periodismo, de Cromos, comencé a escribir esta novela que no es propiamente una novela sino
un relato. En esos dos años estuve colaborando con algunas notas periodísticas
y trabajé como docente en la Universidad Javeriana.
Por lo general dedicaba las tardes a
escribir la novela, aunque no es un buena hora, particularmente no me gusta
mucho escribir por las tardes; pero eran las únicas horas que tenía
disponibles.
¿Qué vino después de Lecciones de vértigo?
Después de la publicación del libro
hubo mucha parálisis, por la incertidumbre. Uno estaba a la expectativa de lo
que iban a decir; entonces hubo una especie de parálisis de reflexión y de
trabajo. El 94 fue un año en el que el trabajo no se dio en la escritura
propiamente.
He tenido muchas pausas en este
aspecto, por diversos motivos, por motivos de trabajo, porque no hay dedicación
exclusiva. Es muy difícil ser profesional; en ese aspecto, siempre hay que
buscar algún mecanismo distinto a la escritura, ya sea el periodismo o la
docencia.
Llevo como seis años en la docencia y
es una experiencia muy enriquecedora, sobre todo por el contacto con los
jóvenes, con sus puntos de vista.
Volviendo a su obra, ¿tiene una idea de lo que se propone hacer en
literatura?
Pienso que ahora mismo la literatura
colombiana está viviendo un proceso de transformación bien interesante, en el
que todavía no hay muchas certezas ni muchas claridades, pero que es
absolutamente necesario. Se ha borrado un poco la carga de García Márquez y las
temáticas, los lenguajes, son absolutamente distintos. En ese sentido, yo
personalmente creo en una literatura que reflexione más sobre el lenguaje, una
literatura más comprometida con el lenguaje que con los temas, más comprometida
con la reflexión que con la narración, más interesada en experimentar de una
manera novedosa, de una manera distinta, visionaria; una literatura que aborde
temáticas urbanas que todavía no han sido abordadas en la literatura colombiana
o que han sido soslayadas o tematizadas mal, como el costumbrismo urbano. Creo
que, en ese sentido, la literatura colombiana se encamina hacia ese objetivo,
es una reflexión sobre el lenguaje con temas urbanos básicamente, con temas
sobre el hombre, pero más reflexión sobre el lenguaje. Antes que la anécdota
épica, la cuestión narrativa. Creo que es importante ahora hacer una reflexión
sobre la obra misma, sobre la novela, sobre el género. De pronto eso es un
problema, porque no es lo más indicado para los novelistas latinoamericanos o
para los novelistas colombianos –encasillados en el realismo mágico y en ese
tipo de cosas–, no es una cosa que venda fácilmente, no es mercantil, sobre
todo porque los europeos lo tienen a uno encasillado.
¿Cómo ve la divulgación que actualmente se hace de la literatura en
medios como el nuestro?
Hay que distinguir dos aspectos. El
primero son los lectores. No somos lectores, no estamos acostumbrados a leer. Hemos
pasado de ser una sociedad pre-moderna oral a ser una sociedad de la imagen. Concretamente,
no hemos pasado por la cultura del libro. Los textos que se consumen son
absolutamente los textos escolares, como “La rebelión de las ratas”. Creo que
ese no es un fenómeno propio de los colombianos solamente, por lo general la
literatura sigue siendo una cosa muy reducida realmente.
Pero hay otra cosa, más preocupante, y es
que las editoriales no se arriesgan por un autor desconocido o semidesconocido,
van a la fija. No arriesgan en un género, por ejemplo en el cuento. No les
interese ese tipo de cosas, porque piensan que la gente no lee cuentos, lo cual
es mentira. Además, ellos son quienes deben hacer una pedagogía.
Yo me imagino que Borges no habría sido
un gran escritor en Colombia, porque como nunca escribió una novela y solamente
escribió cuentos, hubiera sido considerado un escritor de segunda. Aquí existe
una especie de adoración por el mamotreto, por el libro gordo, el texto corto
es considerado una cosa de poco trabajo.
Una de las cosas que me han dicho sobre
Lecciones de vértigo es que pudo ser una novela más larga.
Pero yo no la quería más larga. El lector ve unas cosas y el escritor sufre y
padece otras. Escribir una novela, más que un asunto de talento, es a veces un
asunto de nalgas, de cuánto te demoras tú escribiendo un texto y del tiempo que
puedes estar sentado en una silla. No es cuestión de talento, sino de fuerza de
voluntad más que todo.
Ahora siento que tengo que escribir una
novela, pero no por el hecho de escribir una novela en el sentido de la obra
maestra y de ese tipo de cosas que ya están tan desvalorizadas. Siento que
tengo que escribir una novela como un desafío personal.
¿Cómo ve la falta de crítica que existe para la literatura que se hace
en la actualidad?
Yo no podría decir que la crítica no
existe, pero sí es bastante reducida. El país, de alguna manera, es un país
monológico, un país donde no se permiten disentimientos; entonces, la crítica,
cualquier forma de crítica, siempre es mirada como algo de mal gusto, como un
oficio subversivo.
El ejercicio de la crítica siempre ha
estado reducido a unos ámbitos muy pequeños, y lo que hay en los periódicos son
comentarios, reseñas, pero el ejercicio de la crítica no se da con la
profundidad y con la seriedad que el oficio amerita.
Hay una crítica que ha florecido dentro
de las universidades, hay una especie de vertiente que trata de hacer reflexión
sobre la obra, otra que no sería una crítica sino una especie de disección un poco
pretenciosa de las obras.
El problema general es que hay una especie
de clientelismo cultural, con caciques ya establecidos, muy reconocidos, que
manejan ciertos feudos culturales –en poesía, sobre todo– que atomizan y no
permiten la reflexión y el diálogo.
Hablemos un poco de lecturas.
Por lo regular, siempre se cita a los
mismos escritores. En Lecciones de vértigo yo tengo influencias de pintores,
incluso, como el Bosco, como Giotto. Más la influencia de Borges y todo lo que
es definitivo en la formación de un escritor: los norteamericanos, los clásicos
griegos, el Siglo de Oro español –san Juan de la Cruz, Quevedo–, que son
definitivos.
El último escritor que verdaderamente
me interesa, que ha ejercido una gran atracción sobre mí, es George Perec, el
francés. Calvino señalaba que Perec era el último gran escritor europeo. Tiene
una novela que se llama La vida:
Instrucciones de uso, que
es una experimentación sobre un edificio en París, con la técnica de armar
rompecabezas. Es un escritor muy interesante, muy lúcido y muy inteligente. En
Francia se le valora por encima de los escritores del Noveau Roman.
Y en música, ¿cuáles son las influencias?
Yo he sido un melómano un poco empírico.
No tengo una formación musical, soy aficionado a ese tipo de cosas, pero creo
que fue muy importante la formación de la salsa aquí en cartagena, el vallenato
y, luego, ciertos clásicos. Particularmente, dentro de los clásicos me gusta
mucho Bach.
¿Y el cine y la televisión?
Conocí la televisión muy tarde,
realmente. Mi formación fue cinematográfica. Yo conocí primero el cine, aprendí
a leer en el cine, vi todo tipo de películas desde muy pequeño en Magangué. Hay
muchas películas que me han marcado. Una de ellas es Valeria y los vampiros, que es una película checoeslovaca muy
hermosa. Otras películas que cada vez que las presentan yo digo ‘Las voy a ver’
son las de Hitchcock, por el manejo del suspenso y de la tensión.
El proceso, de Orson Welles –a pesar de que, en Los testamentos traicionados, Kundera dice que es una traición a la
obra de Kafka– es una película que tiene un manejo soberbio de los espacios, de
la fotografía, los laberintos; lo mismo El
ciudadano Kane.
El Western y la novela negra también me
han interesado. Siempre he querido escribir una novela policiaca, por el enigma
y el misterio. Creo que el género policiaco forma mucho al escritor, por el
manejo del suspenso, por la forma de captar la atención del lector.
Y, siguiendo con las influencias, ¿hay también influencia del fútbol?
Yo estuve escribiendo una novela sobre
un personaje al que le gustaba el fútbol, pero la he abandonado. El fútbol es
un tema que me interesa y que está muy ligado a mi formación personal, como
pasión.
Pienso que uno debería ir tejiendo la
novela como los pases del Pibe Valderrama y, quizá, rematar como brasilero,
como Rivelino o como Romario.
El fútbol es una pasión que me viene de
la familia, porque cuando yo era pelao mi papá manejaba un equipo de fútbol en
Magangué, fue presidente de la liga de fútbol, y nos íbamos al estadio a
practicar y a ver jugar el equipo. En el fútbol profesional nos apasionaba el
Junior, recitábamos de memora las alineaciones. El fútbol era una forma de vida.
Siempre he querido empezar una novela
describiendo el cuarto de un amigo mío, donde estaban pegados aquellos afiches
que salían de los equipos, por allá en los setenta, unos jugadores agachados y
otros parados. Recuerdo todas las publicaciones deportivas pegadas en el cuarto
de tablas, algunas ya amarillas. Más que cualquier otra iconografía, esa es una
iconografía que me interesa. El fútbol quedará como la gran religión, el gran
rito de este siglo.
¿Cuál es la presencia de espacios como Cartagena y Magangué dentro de
su obra?
He pensado en ambos espacios, pero como
que todavía no hay una distancia que me atrape. Creo que Cartagena es una ciudad
que necesita ser novelada y los intentos que se han hecho, por ejemplo, los de
Roberto Burgos, han sido muy buenos: El
patio de los vientos perdidos.
Pero hay cosas que todavía no han
totalizado la ciudad. Por ejemplo, las parejas que van a las murallas, la
ciudad de noche, solitaria. Cartagena es una ciudad que está ahí para ser
escrita, todavía no se le ha hincado el diente con decisión.
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