lunes, 25 de junio de 2018
jueves, 21 de junio de 2018
En el mundo estamos
Reaparece Vivir en El Poblado
y, una vez más, tengo el honor de publicar en sus páginas.
Los mejores deseos para este nuevo y entusiasta equipo de trabajo.
jueves, 14 de junio de 2018
miércoles, 13 de junio de 2018
Dale tete a la luna
La vieron alejarse.
Ella intentó llorar, pero el
dolor que sentía no era suficiente para empujar el llanto. Saber que él estaba
a su lado la tranquilizaba.
Él miró el leve gesto de angustia
y pensó que debía idear algo pronto, borrar la incipiente tristeza. Mirando la
calle a través de la reja, empezó a cantarle. Ella se alegró. Ahora dibujaba
una sonrisa.
Se quedaron mirándose un rato.
Ella descubriendo los detalles de su rostro, los poros, las pequeñas
cicatrices, y él nadando en esos ojos que tanto lo intrigaban. Y cantaron,
tararearon su vieja canción sin ataduras, un sonido de flautas afónicas en el
que se encontraban. Pero pronto se cansaron de mirarse, de sentir que caían, y
le dieron la espalda a la reja y a la calle y entraron a la casa.
La casa estaba sola e invadida
por las sombras de la tarde. Sólo entraba del patio una luz suave y amarilla
que cortaba las sombras con trazos finos y formaba un rectángulo en el piso. Lo
demás era penumbra, pronto habría que encender algunas luces.
Él pensó, sin lamentarlo, que sus
planes estaban cambiando. Había apresurado el trabajo en la oficina para llegar
temprano y dedicar el final de la tarde y el comienzo de la noche a ese libro
subyugante que llevaba una semana devorando.
Los actos de ese día estuvieron
marcados por esa expectativa. Desde el primer momento, trató de ver el mundo
como el autor del libro, con sentidos renovados, sin rutina ni prejuicios. Como
a las diez de la mañana, se sorprendió con lo bien que iban las cosas. La prisa,
la agitación, la angustia y la fatiga, se habían disipado con la sola
inminencia de seguir la lectura. La tarde no fue inferior. Casi podría decirse
que disfrutó de los trámites. En una fila de clientes disgustados que
amenazaban con elevar su protesta ante el gerente, le pareció escuchar música
en el aire. Un presente dichoso esperó la llegada del turno en el banco.
Le sucedía muy pocas veces. Sabía
que ese día era una de esas raras piezas de museo. Al mediodía, almorzando de
prisa y con calma, pensó que un buen nombre sería Pavo Real, “Días Pavo Real”.
Las cosas habían marchado tan
bien, tan intensas, tan cargadas de sentido, los rostros en la calle habían
sido tan sugestivos, su capacidad para relacionar ideas e imágenes había
funcionado de manera tan despierta, que saber que habría un cambio en sus
planes no logró desanimarlo. Supo, siempre lo había sabido, aunque la prisa a
veces lo obligara a olvidarlo, que había cosas inaplazables y aceptó que una de
ellas lo ocupara por el resto de esa tarde y el comienzo de la noche, ese
tiempo que tenía reservado para el libro.
De haber quedado solo, no se
habría visto obligado a pensar en hacer algo de inmediato. Se habría puesto
cómodo, dejando que los ritmos se ordenaran, que todas las ideas circularan,
tratando de poner su mente en blanco. Pero estaba con ella y sentía que debía
asumir ese hecho por completo, que debía dialogar, proponer cosas nuevas,
despertar todas esas ideas que pensó en despertar cuando ella también era una
idea.
Antes de su llegada, él gastó
mucho tiempo imaginando las charlas que tendrían, los paseos, los atardeceres y
las brisas entibiándolos y refrescándolos mientras hablaban. No conocer su
rostro le había permitido imaginar también sus rasgos. Cada vez que la pensaba
le ponía en su mente un rostro diferente, un timbre de voz modificado. Llegó a
imaginar los disgustos que tendrían, los momentos de alegría, los gestos y los
rasgos cuando hubieran pasado muchos años y ya no fueran dos que esperaban
conocerse, sino viejos, y tal vez distanciados, conocidos.
Pero su estrepitoso arribo había
arrastrado con todo. No hubo tiempo de rescatar los pensamientos previos, de ir
mirando las previsiones acertadas. Ahora era sólo ella, dándose a conocer,
rasgos precisos, timbre de voz determinado, presentándose, tímida y distraída
al comienzo, como añorando su anterior vida, luego más amable, más de este
lado, aceptando las condiciones de su nueva vida, conociendo, adquiriendo
destrezas para moverse más hábil en esa realidad que poco a poco le fue revelando
sus secretos y empezó a repetirse día a día.
Al comienzo se sintieron como
extraños. En un lado estaban ellos, la pareja de anfitriones, tratando de ser
amables, de hacerle agradable la estadía, y en el otro estaba ella, enigmática
y poco comunicativa, pero confiada y tranquila. Hubo momentos críticos, llantos
y ofuscaciones, pero la mesura de los tres permitió que los problemas no
pasaran a mayores y pronto la costumbre se posó sobre sus actos, pronto
empezaron a quererse, a sentir que los tres, de alguna forma, eran como uno
solo.
Una luz agradable llega hasta
aquí. Nace en un sol debilitado que corona los arbustos del patio. Tu rostro se
ensombrece cuando miras hacia la reja de la calle y se ilumina cuando miras al
patio.
Te diré algo increíble: te amo.
Sí, te amo, te adoro, daría la vida por ti. Sí, yo, que hace un tiempo no
habría dado la vida ni por mí.
Cómo sucedió, tal vez nunca lo
sepa. Son muchos los detalles que ignoro para siempre. Ignoro el comienzo y lo
que pensaba, ignoro el afecto que hubo en ese abrazo, ignoro la noche o, tal
vez, el día. Ignoro el abismal encuentro de lo eterno con una realidad. Ignoro
tus temblores iniciales, la infinita distancia que nos separaba. Lo ignoro casi
todo.
Ignoro momentos en que escuchabas
mi voz y te estremecías. Es mucho lo que no supe de tu nacimiento. Aún hay
cosas que siguen pasando de largo por mi lado, sin que yo las note, sin que
sepa que existen. Sólo sé que ya dices más palabras. Crece en ti esa fatal
facultad que te puede salvar o condenar. Ayer no decías coa, por ejemplo, y
ahora pareces la hija de una multinacional. Tomando de ese brebaje que da
miedo, solicitándolo. Tampoco decías fiíz, eso es cierto, y eso demuestra que
vamos aprendiendo de la mano lo que nos ata con lo que nos libera.
Tengo miedo de lo que serás.
Pienso en el mundo que te rodeará, en el planeta macilento y fatigado que te
llevará. Pienso en los televisores y las emisoras de radio. Pienso en las
calles que parecen claros de selvas. Pienso en las mil caras del dolor, buscándote,
sucediéndose.
Tengo miedo de perderte, de no
poder jamás volver a estar así contigo, solos en la casa y en el mundo, un
extraño episodio de dos seres que habitan un planeta abandonado y que conversan,
como sólo conversan los amigos entrañables.
Tengo miedo de muchas cosas más.
Si quisiera hacer un inventario cómodo tendría que pensar en las cosas a las
que no le temo. Tardaría en empezar.
Le temo a morirme ahora mismo. Le
temo a no hacer lo que sentí que vine a hacer. Le temo a las sombras, a la
noche –a veces– pero más al día, a las sombras del día desplazándose osadas y
envilecidas.
Le temo al dolor, especialmente
al tuyo, a esa herida remota que siento y no puedo calmar.
Me dueles en cada dolor que
manifiestas, respiro tranquilo cuando duermes o sonríes, cuando dejas de
sufrir.
Me duele tu rostro fotografiado
para una posteridad desconocida.
Me duelen las ventanas del futuro
en las que estarás llorando. Me duele tu soledad. Me duele cada mirada ofensiva
que te dirijan, cada sentimiento enrarecido.
Me duelen los momentos en que la
felicidad te hará sentir que vuelas para luego arrojarte contra el suelo.
Me duele… me duele todo. Me duele
hasta el temor que me inspira el dolor.
¿Qué tal si llamamos un poco de
música?
Tiruríntintán, parece que esa palabra
no te suena. Te sonará cuando veas lo que traigo, ya vengo, no os impacientéis,
respetado público, no os sintáis solos en el mundo, estoy en el cuarto de al
lado trayendo nada más y nada menos, ¿me escuchan allá en la sala?, la estoy
descolgando de la pared, la estoy apoyando en mi gordo vientre y la presento en
sociedad con un rasgueo de cuerdas: ¡una guitarra!
El público se entusiasma. Levanta
los brazos y sacude las manos eufórico, sonríe con una boca abierta, rosada y
sin dientes. En sus mejillas se hacen unos hoyitos. Su piel es trigueña. Su
cabello, casi invisible, de cerca es de color oro. Tiene un pañal en el que
puede cagarse y orinarse con toda tranquilidad. A su lado tiene unos cubos con
dibujitos y letras, hechos en espuma forrada con plástico. Tiene también un
caballo con un jinete, unas tapas de gaseosa, y una muñeca llamada Elotra.
¿Elotra? ¡Qué nombre tan raro!
El público se entusiasma con las
cuerdas. Se anima a pasar sus dedos por ellas, a considerar las diferencias. Se
está dando un banquete de sonidos. Tal vez se esté acordando de que sonaba
música cuando quiso nacer.
Sonaba como una mañana tranquila
y tibia después de una noche de lluvia. El oboe cantaba con una alegría
nostálgica.
Recuerdo que pusimos, a lado y
lado del vientre, unos audífonos con una vieja y dulce melodía de llegada. Una
tranquila bienvenida a un lugar sobresaltado, a una feria de ruidos y
jolgorios, de golpes y canciones, de besos a escondidas y de llantos.
Recuerdo que la música te hablaba
de la vida, del destino y de la muerte, de la simple y fiel muerte,
esperándonos, como madre que espera la llegada de sus hijos.
Y escuchando el oboe te calmaste,
te serenaste casi hasta el silencio y, un instante después, decidiste nacer.
Te llevaron en tu madre hasta una
sala en la que no pude entrar y, detrás de la puerta, en la quietud de un
pasillo, de espaldas a la pared, un abismo de espejos me veía caer.
Miré el reloj y eran las once y
veintitrés, supe que sería antes de la medianoche. El médico no llegaba.
Adentro, una enfermera y un tipo asustado no sabían qué hacer, le pedían a la
mujer que se calmara, que respirara, que no lo fuera a tener.
Hasta que apareció, en el fondo
del pasillo, ese anciano de pelo negro teñido, mirada de sádico y gesto de
quien ya no tiene en este mundo nada más que ver, y me tranquilicé.
Me dijo que no podía entrar con
una mirada seca, casi de burla. Me dejó abandonado en el pasillo y, con voz
recia, propició tu nacimiento. Dirigió con fortaleza por sobre la tempestad,
ordenó, dispuso, ejecutó y, entre las once y treinta y uno y las once y treinta
y tres, como nunca sabré cómo fue, te asomaste entre gritos y sangre a un frío
volátil, a un aire candente, y fue entonces que tu voz me atravesó y un fuego
se encendió en mi corazón.
Milenios más tarde pude entrar al
cuarto y vi en una cama tu rostro inicial, algo golpeado, húmedo, arrugado,
como estrella caída en forma de copo de nieve.
El público ya recibe con algo de
desinterés el espectáculo de cuerdas. Mira hacia la puerta, señala y pregunta:
¿mama?
“Mama está en la calle”, le
informamos. A su gesto de angustia le agregamos: “Pero vuelve”.
El público parece no estar
satisfecho con la respuesta.
Señala de nuevo la reja y
pregunta: ¿mama?
“Mama se largó. Dijo antes de
marcharse que la niña se las arreglara como pudiera”.
Esa tampoco parece ser la
respuesta que espera. Señala una vez más, con la insistencia de quien no sabe
si ya ha hecho la pregunta, ni le preocupa. Ahora mueve su cabeza y su frente
se arruga en forma de nubes que anuncian el llanto.
“Mama se fueeee”, le decimos
alargando la e, dando por descontado que la gente siempre se vaaaaa.
El público no parece resignarse,
pide un poco de tete y hay que correr a prepararlo. Sólo dice tete una vez,
sabe que lo han comprendido y mira casi sonriente, sigue los movimientos al
botellón de agua pura, a la despensa donde está el tarro de leche en polvo, ve
contar onzas y cucharadas, tapar, revolver, crear ese líquido blanco que
acostumbra beber. Recibe el tetero con una sonrisa, solicita con gestos ser
puesto en el coche y el sueño lo empieza a envolver.
Qué obstinada serie de
repeticiones hay detrás de cada uno de tus actos. Qué insistencia de electrón
te ha llevado a relacionarme con ese par de explosiones de los labios, qué
infinito bregar hace que mires con ojos conocedores hacia la reja, hace que
estés segura de que ella volverá.
Estás en tu coche, derramada
sobre un espaldar muy inclinado, con un gesto absoluto de perezosa, con el
tetero sobre tu pecho y con el líquido lejos de la salida del chupo.
Recuerdo que la primera vez que
te vi comer tuve ganas de llorar. De hecho lloré. Recuerdo que tu madre y mi
madre te cuidaban. Tu madre sostenía tu fragilidad de saquito de gelatina y
huesos y mi madre alargaba hacia ti un tetero, enseñándote a aceptarlo entre la
lengua y el paladar, acostumbrándote a rodearlo con los labios. Recuerdo tu
avidez, la ansiedad con que bebías, la obstinación de seguir viva sin
preguntarte por qué. Las mujeres no me vieron: ni mi madre, ni tú, ni tu madre.
El llanto sólo duró unas pocas fracciones de segundo, fue una flaqueza breve.
Lloré con ese llanto sin consuelo que traigo desde niño, pensando que lo que
hay hacia adelante sólo es noche, solitaria y fría noche.
Sólo duró un instante. De
inmediato la voz que me acompaña me ayudó a sobreponerme, me hizo pensar que
también yo hice lo mismo, que yo tuve avidez, que una voz sin palabras que
venía de adentro me exigía vivir, repetir esos gestos y nombres, vivir.
Decide obligarlo a pensar y
entonces se pone a llorar. Con un grito continuado, como de sirena, le hace
entender que extraña a mama, que no quiere tete y que tiene sueño pero no
quiere dormir.
Papa piensa con prisa. Tiene que
inventar algo pronto para calmarla. La saca del coche y la carga, le da
palmaditas en la espalda, pero ella no para de llorar.
Entonces se le ocurre una idea
afortunada. Espera una fisura entre los gritos, una pausa de ella para respirar
y le habla, confiando en que la palabra pronunciada produzca efectos mágicos.
“Avha”, le dice.
Y su llanto se interrumpe y,
mirando hacia el patio, con los ojos brillando, repite en voz baja: “Avha”.
Terminó de inflar la piscina en
medio de un forcejeo. Ella estaba impaciente, sabía lo que venía, la frescura,
la alegría. Pensó que tal vez ella recordaba la tarde cuando el agua la obligó
a olvidar el llanto. Los diamantes provocados por el sol, escurriéndose,
alejándola, invadiéndola, inundándola.
Durante los primeros días de ella
en casa, impotente contra el llanto, él había concluido que las crisis
terminaban con el sueño o el cansancio. Incapaz de entender tanto lamento,
tanta noche de insomnio incomprensible, había optado por pensar que se trataba
del llanto natural que producía saber que se ha nacido. Pero sólo aquella tarde
descubrió que podía interrumpirlo.
Esa vez fue con ella hasta el
patio, la puso en la bañera plástica y empezó a echarle agua con una manguera.
Mama dormía cansada. Hasta entonces, las noches habían sido pesadas.
Con la bañera llena, empezó a
sacudir la superficie del agua. Sacaba la mano y la dejaba escurrirse, le decía
que escuchara el ronroneo de los hilitos de agua. Ella empezó a calmarse, si
lloraba no escuchaba.
Él tardó en descubrir que el sol
brillaba en el agua. Hacía mucho había olvidado que el sol brillaba en el agua.
Dejó por más tiempo la mano afuera y llamó su atención sobre las gotas
deslumbrantes agarradas a las yemas de los dedos. Ella estaba fascinada.
Ahora había un sol bajo y
brillante pegado a los arbustos, como el de la otra tarde. Ahora ella se movía
con destreza en medio de una piscina que no había esperado a que llenaran para
ocuparla. Sonreía con los ojos viendo el agua rodearla. Sacudía con sus manos
para oír el ronroneo. Levantaba su mano contra el sol en busca de sus diamantes
y la euforia la obligaba a desatar una lluvia luminosa.
Viendo el brillo resbalarse por
su cuerpo, él pensó en esas mujeres a las que se hallaba unido por la sangre.
En una breve zona de pureza residían las madres de sus padres –ahora muertas–,
su madre, su hermana y este ser diminuto que jugaba con el agua, lo miraba y le
mostraba los diamantes.
Sonrió al pensar en ese
abigarrado y reducido conjunto de mujeres ajenas a los avatares de un deseo que
siempre había sospechado fraudulento, impuesto, truculencia destinada a
controlarlo. Las veía como seres con los que de verdad era posible algún
encuentro, sin que hubiera transacciones de por medio.
Miró su cuerpo infantil y
perfecto brillando en el agua. Las líneas delgadas del poquísimo cabello y la
leve hendidura en el cráneo, esa membrana que la vida iría endureciendo, como a
sus pensamientos. Vio ese rostro que empezaba a repetir algunos rasgos, algunas
formas de reír o parpadear con las pestañas goteando. Vio su pechito plano y
fresco, los pequeños pezoncitos que algún día serían senos que darían a algún
hombre la tortura del deseo. Vio su barriguita prominente, los chorros
escurriéndose brillantes por sus piernas y el almohadoncito breve de su sexo.
Se preguntó quién sería ese hombre al que ella se entregaría, qué conciencia
tendría de esa entrega, en qué bañera o piscina se bañaría en ese instante, qué
posibilidades habría de que se ahogara.
Pero había que poner fin a la
delicia del agua. El sol iba tan lejos que no daba calor y le había puesto la
firma a la pintura de amarillos, rosados y naranja que deja al retirarse.
Le mostró una toalla para
invitarla a salir, pero ella protestó. Temblaba de frío, pero no quería
abandonar el estruendo transparente que la envolvía, que rodaba una y otra vez
por su cabeza, que se agitaba y fragmentaba, cuando ella lo golpeaba con sus
manos alegres, y luego se aquietaba y recogía.
Él le prometió jugar con la
pelota, pero ella gruñó que no. Le dijo que cantarían y ella empezó la melodía
de flautas desafinadas mostrándole que no era necesario salir del agua. Por un
momento pensó que se había quedado sin argumentos, pero un obediente sentido
del deber le hizo saber que a él le tocaba prevenir un resfriado, que él era
quien conocía ese planeta de fríos y calores, de fuerzas que debían estar
equilibradas.
Ella gritó y forcejeó cuando él
la sacó del agua. Protestó todo el trayecto hasta la biblioteca. Cuando la
sentó sobre la alfombra, su llanto se cortó en seco.
Ahora él debía proponer algo
nuevo. Ella estaba esperando, pero no tardaría en volver a protestar, en
preguntar con llanto dónde estaba su mamá.
Él empezó a cantar:
Hasta el viejo hospital de los
muñecos llegó el pobre Pinocho malherido, porque un cruel espantapájaros
bandido lo sorprendió dormido y lo atacó.
El gesto de ella cambió. Ahora
sonreía. Había reconocido la canción que le cantaba su mamá.
Llegó con su nariz hecha pedazos,
una pierna en tres partes astillada, una lesión interna y delicada que el
médico de guardia no advirtió.
Ahora ella seguía la canción con un
balbuceo que imitaba las palabras.
A un viejo cirujano llamaron con
urgencia y con su vieja ciencia pronto lo remendó, pero dijo a los otros
muñecos internados: “Todo esto será en vano, le falta el corazón”.
La toalla estaba mojada. Ella aún
temblaba de frío y él pensó que tendría que buscar pañales y ropa, vio roto el
encanto de la canción.
Le dijo a ella que no tardaría,
que pronto volvería, que no se impacientara. Pero al salir vio en el estante
más alto la vela de los apagones y pensó que usaría un poco de sugestión.
Cuando encendió la vela y la puso
en la mesita del centro se felicitó por su idea. Ella estaba hipnotizada por el
fuego.
Entonces llegó el hada
protectora.
Ella no lo escuchaba, se dejaba
absorber por la luz.
Y viendo que Pinocho se moría.
Él pensó en el largo viaje del
hombre por la tierra. En lo muy antiguo, en lo inabarcable, en lo eterno.
La vio enamorada del fuego en esa
biblioteca en la que había soñado verla leyendo y sintió que a los libros de
los estantes se les borraban las palabras, que sólo eran troncos de árboles
iluminados por las llamas.
De manera desganada hizo que el
hada protectora le pusiera a Pinocho el corazón de fantasía para que Pinocho
sonriendo despertara, pero ya una sensación de desencanto le había quitado a la
canción toda su gracia.
Ella acompañó con balbuceos las
últimas frases mientras se levantaba para tocar el fuego.
Una vez más, el que sabía las
reglas del planeta tuvo que actuar. Para hacerla pensar en otra cosa, puso un
libro en sus manos. Ella empezó a hojearlo. Sabía cómo tomar un libro, jugar
con las hojas.
Él pensó que de todas maneras
tendría que ayudarla, que no era posible dejarla indefensa, vulnerable, llena
de estupores milenarios. Sabía que tenía que entregarle muchas cosas, pero no
tenía claro qué clase de cosas eran. Sabía que tenía que sembrar en esa mente
semillas provechosas. Sabía que tenía que mostrarle opciones diferentes a las
que da el rebaño, pero ni siquiera sabía por qué era necesario apartarse del
rebaño.
La veía pasando las hojas,
balbuceando sonidos, y pensaba que tenía que traerla de su lado, conducirla a
lo largo de años y golpes y libros, a lo largo de gestos y afectos hasta el
lugar donde él estaba, ese paraje situado más allá de los abismos del absurdo,
más allá de coqueteos con la muerte, donde, después de todo, la vida era
vivible y tolerable.
Se puso a cantarle la canción que
había inventado para ella y ella le respondió con su sonrisa, con golpecitos
leves de sus manos que querían ser aplausos.
Te quieerooo... Te quieerooo...
Te quieerooo... Te quieerooo... Te quiero más que a mi velero, que me lleva a
ver el mundo enteeerooo... Te quieerooo... Te quieerooo
Pero su sonrisa se rompió con el
recuerdo de mama.
“Mama”, dijo ella mirando hacia
la puerta de la biblioteca, pensando en la reja de la calle.
“Mama se fue”.
“Mama”.
“Fue a traerte cositas”.
“Mama”.
Él supo que la pausa reveladora
había terminado. Pensó que ya de nada servirían la llama de la vela y sus
canciones, que habría que pensar en otra cosa, que habría que seguir respondiendo
a ese reto que de antemano sabía que lo superaba. Pensó que de todas maneras
tenía que entregarle ese secreto incomprendido que una larga tradición de
antepasados de la sangre y las ideas esperaba que él le diera.
Decidió salir con ella.
La llevó al cuarto y buscaron
unos cucos, un pantaloncito corto y una blusa. Buscaron el coche en la sala,
prepararon un tetero y salieron.
Había poca gente en las calles de
ese barrio que estaba oscureciendo. Unos niños jugando con sus trompos. Dos
señoras acodadas en ventanas, pensando en maridos o ensaladas. Un perro
orinando en un árbol del parque.
Era agradable estar en lo oscuro
del parque, solos, lejos y cerca del mundo, mirándolo todo. Él estaba sentado
en un banco y ella al lado en su coche. Era agradable ver al fondo la calle
iluminada por las lámparas. Una que otra persona llegando a su casa.
Era agradable sentir que a pesar
de la prisa que vendría al día siguiente, el trabajo, las rutinas aplastantes,
había sido posible ese momento, esa tarde fría y tibia por fuera del tiempo.
En el coche ella empezaba a
quedarse dormida. Luchaba con sus párpados, quería ser consciente de cada
minuto pasado a su lado.
Él miró divertido la lucha, pensó
que tendría que llevarla dormida a la casa, pero un sobresalto volvió a
reanimarla.
Ahora sus ojos brillaban.
Sostenía el tetero con sus encías apretadas y levantaba las manos.
Sonrió y el tetero cayó a su
regazo. Se incorporó y empezó a señalar hacia las copas de los árboles. Le
pedía con sonidos ansiosos que mirara. Él pensó que era un pájaro y miró entre
las hojas. Sólo cuando ella empezó a decir “brrrrm”, pudo comprender. Con ese
sonido saludaron a la luna cuando ella la conoció. Con esa metralla de besos la
vieron crecer y angostarse a través de las noches. Con esa voz, primaria como
el aullido, la habían llamado sin éxito cuando se había ausentado.
Así, diciéndole “brrrm”,
tirándole besos, diciéndole adiós con las manos, le habían hablado a la luna a través de
los meses.
Las noches anteriores, frente a
un cielo callado, él la había tranquilizado diciéndole que volvería, que no se
impacientara, que ella siempre volvía.
Vio la uñita de luz y pensó que
sonreía.
Vio a la niña ofrecerle el tetero
a la luna y se sintió reconfortado.
“Dale tete”, le dijo. "Dale
tete a la luna".
domingo, 10 de junio de 2018
Media hora con Melissa
Texto publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en julio de 2007.
Media hora con Melissa cuesta
treinta mil pesos. Tres cuartos de hora, cuarenta. La hora, cuarenta y cinco.
De las cinco muchachitas que están libres a esa hora, solo ella tiene gestos
que no mienten demasiado. Una a una han desfilado en ropa íntima y tacones, con
las caras muy pintadas y ademanes seductores. Han saludado coquetas, han
pronunciado algún nombre. El negocio lo concreta una señora de modales
respetuosos, una inocencia en el trato que cualquiera creería que son mangos y
no gente lo que se está negociando.
La habitación es inmensa y el
mobiliario es escaso: una triste colchoneta, una silla de madera y una caneca
pequeña.
Afuera el mundo transcurre,
tumultuoso y agitado, centropolitano.
–Cuéntame un cuento, Melissa.
–No sé ninguno –responde.
–¿Qué lugar te gustaría visitar?
–La luna.
–¿Y en la tierra?
–Quiero conocer el mar.
–¿Tienes sueños?
-–Tengo el sueño de casarme y
tener hijos.
–¿Y qué harías si tuvieras mil
millones?
–Me compraría una casa y le daría
el resto a los pobres.
El cabello de Melissa es color
noche ensortijada. Tiene ojos indefinidos que varían con las luces del entorno.
–Dime un recuerdo feliz.
–Cuando iba con mi padre a
cabalgar.
–Y uno triste.
–El día que lo mataron.
–¿Y si un genio te ofreciera tres
deseos qué cosas le pedirías?
–Que mi padre vuelva a estar
vivo. Que Muñeca mi yegua vuelva a estar viva. Quiero un novio que me quiera.
–¿Has amado?
–Yo, jamás.
En los ojos de Melissa puede
verse que es inmune a la maldad.
-–¿Qué edad tienes?
-–Yo, dieciocho -–se apresura a
responder.
–¿Qué quieres ser cuando grande?
–Ser médica o profesora.
–¿Qué te gustaría enseñar?
–Quiero enseñar a escribir. Tengo
siempre una libreta en la que escribo mis cosas.
–¿Me lees lo que has escrito?
–Te lo digo de memoria: “Si me
pides que te quiera, te quiero. Si me pides que te ame, te amo. Si me pides que
te olvide, te quiero, te amo, pero olvidarte no puedo”.
–¿Eso es tuyo?
–Más o menos, una parte. “Cómo
quieres que te olvide, si cuando empiezo a olvidarte me olvido del olvido y
empiezo a recordarte”.
¿Y si el genio te ofreciera
responderte tres preguntas?
Una mano sin modales golpea
fuerte la puerta, el tiempo se ha terminado.
–Solo quiero que me diga cómo y
cuándo el mundo se va a acabar.
Texto publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en julio de 2007.
martes, 5 de junio de 2018
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