miércoles, 13 de junio de 2018

Dale tete a la luna



La vieron alejarse.
Ella intentó llorar, pero el dolor que sentía no era suficiente para empujar el llanto. Saber que él estaba a su lado la tranquilizaba.
Él miró el leve gesto de angustia y pensó que debía idear algo pronto, borrar la incipiente tristeza. Mirando la calle a través de la reja, empezó a cantarle. Ella se alegró. Ahora dibujaba una sonrisa.
Se quedaron mirándose un rato. Ella descubriendo los detalles de su rostro, los poros, las pequeñas cicatrices, y él nadando en esos ojos que tanto lo intrigaban. Y cantaron, tararearon su vieja canción sin ataduras, un sonido de flautas afónicas en el que se encontraban. Pero pronto se cansaron de mirarse, de sentir que caían, y le dieron la espalda a la reja y a la calle y entraron a la casa.
La casa estaba sola e invadida por las sombras de la tarde. Sólo entraba del patio una luz suave y amarilla que cortaba las sombras con trazos finos y formaba un rectángulo en el piso. Lo demás era penumbra, pronto habría que encender algunas luces.
Él pensó, sin lamentarlo, que sus planes estaban cambiando. Había apresurado el trabajo en la oficina para llegar temprano y dedicar el final de la tarde y el comienzo de la noche a ese libro subyugante que llevaba una semana devorando.
Los actos de ese día estuvieron marcados por esa expectativa. Desde el primer momento, trató de ver el mundo como el autor del libro, con sentidos renovados, sin rutina ni prejuicios. Como a las diez de la mañana, se sorprendió con lo bien que iban las cosas. La prisa, la agitación, la angustia y la fatiga, se habían disipado con la sola inminencia de seguir la lectura. La tarde no fue inferior. Casi podría decirse que disfrutó de los trámites. En una fila de clientes disgustados que amenazaban con elevar su protesta ante el gerente, le pareció escuchar música en el aire. Un presente dichoso esperó la llegada del turno en el banco.
Le sucedía muy pocas veces. Sabía que ese día era una de esas raras piezas de museo. Al mediodía, almorzando de prisa y con calma, pensó que un buen nombre sería Pavo Real, “Días Pavo Real”.
Las cosas habían marchado tan bien, tan intensas, tan cargadas de sentido, los rostros en la calle habían sido tan sugestivos, su capacidad para relacionar ideas e imágenes había funcionado de manera tan despierta, que saber que habría un cambio en sus planes no logró desanimarlo. Supo, siempre lo había sabido, aunque la prisa a veces lo obligara a olvidarlo, que había cosas inaplazables y aceptó que una de ellas lo ocupara por el resto de esa tarde y el comienzo de la noche, ese tiempo que tenía reservado para el libro.
De haber quedado solo, no se habría visto obligado a pensar en hacer algo de inmediato. Se habría puesto cómodo, dejando que los ritmos se ordenaran, que todas las ideas circularan, tratando de poner su mente en blanco. Pero estaba con ella y sentía que debía asumir ese hecho por completo, que debía dialogar, proponer cosas nuevas, despertar todas esas ideas que pensó en despertar cuando ella también era una idea.
Antes de su llegada, él gastó mucho tiempo imaginando las charlas que tendrían, los paseos, los atardeceres y las brisas entibiándolos y refrescándolos mientras hablaban. No conocer su rostro le había permitido imaginar también sus rasgos. Cada vez que la pensaba le ponía en su mente un rostro diferente, un timbre de voz modificado. Llegó a imaginar los disgustos que tendrían, los momentos de alegría, los gestos y los rasgos cuando hubieran pasado muchos años y ya no fueran dos que esperaban conocerse, sino viejos, y tal vez distanciados, conocidos.
Pero su estrepitoso arribo había arrastrado con todo. No hubo tiempo de rescatar los pensamientos previos, de ir mirando las previsiones acertadas. Ahora era sólo ella, dándose a conocer, rasgos precisos, timbre de voz determinado, presentándose, tímida y distraída al comienzo, como añorando su anterior vida, luego más amable, más de este lado, aceptando las condiciones de su nueva vida, conociendo, adquiriendo destrezas para moverse más hábil en esa realidad que poco a poco le fue revelando sus secretos y empezó a repetirse día a día.
Al comienzo se sintieron como extraños. En un lado estaban ellos, la pareja de anfitriones, tratando de ser amables, de hacerle agradable la estadía, y en el otro estaba ella, enigmática y poco comunicativa, pero confiada y tranquila. Hubo momentos críticos, llantos y ofuscaciones, pero la mesura de los tres permitió que los problemas no pasaran a mayores y pronto la costumbre se posó sobre sus actos, pronto empezaron a quererse, a sentir que los tres, de alguna forma, eran como uno solo.



Una luz agradable llega hasta aquí. Nace en un sol debilitado que corona los arbustos del patio. Tu rostro se ensombrece cuando miras hacia la reja de la calle y se ilumina cuando miras al patio.
Te diré algo increíble: te amo. Sí, te amo, te adoro, daría la vida por ti. Sí, yo, que hace un tiempo no habría dado la vida ni por mí.
Cómo sucedió, tal vez nunca lo sepa. Son muchos los detalles que ignoro para siempre. Ignoro el comienzo y lo que pensaba, ignoro el afecto que hubo en ese abrazo, ignoro la noche o, tal vez, el día. Ignoro el abismal encuentro de lo eterno con una realidad. Ignoro tus temblores iniciales, la infinita distancia que nos separaba. Lo ignoro casi todo.
Ignoro momentos en que escuchabas mi voz y te estremecías. Es mucho lo que no supe de tu nacimiento. Aún hay cosas que siguen pasando de largo por mi lado, sin que yo las note, sin que sepa que existen. Sólo sé que ya dices más palabras. Crece en ti esa fatal facultad que te puede salvar o condenar. Ayer no decías coa, por ejemplo, y ahora pareces la hija de una multinacional. Tomando de ese brebaje que da miedo, solicitándolo. Tampoco decías fiíz, eso es cierto, y eso demuestra que vamos aprendiendo de la mano lo que nos ata con lo que nos libera.
Tengo miedo de lo que serás. Pienso en el mundo que te rodeará, en el planeta macilento y fatigado que te llevará. Pienso en los televisores y las emisoras de radio. Pienso en las calles que parecen claros de selvas. Pienso en las mil caras del dolor, buscándote, sucediéndose.
Tengo miedo de perderte, de no poder jamás volver a estar así contigo, solos en la casa y en el mundo, un extraño episodio de dos seres que habitan un planeta abandonado y que conversan, como sólo conversan los amigos entrañables.
Tengo miedo de muchas cosas más. Si quisiera hacer un inventario cómodo tendría que pensar en las cosas a las que no le temo. Tardaría en empezar.
Le temo a morirme ahora mismo. Le temo a no hacer lo que sentí que vine a hacer. Le temo a las sombras, a la noche –a veces– pero más al día, a las sombras del día desplazándose osadas y envilecidas.
Le temo al dolor, especialmente al tuyo, a esa herida remota que siento y no puedo calmar.
Me dueles en cada dolor que manifiestas, respiro tranquilo cuando duermes o sonríes, cuando dejas de sufrir.
Me duele tu rostro fotografiado para una posteridad desconocida.
Me duelen las ventanas del futuro en las que estarás llorando. Me duele tu soledad. Me duele cada mirada ofensiva que te dirijan, cada sentimiento enrarecido.
Me duelen los momentos en que la felicidad te hará sentir que vuelas para luego arrojarte contra el suelo.
Me duele… me duele todo. Me duele hasta el temor que me inspira el dolor.




¿Qué tal si llamamos un poco de música?
Tiruríntintán, parece que esa palabra no te suena. Te sonará cuando veas lo que traigo, ya vengo, no os impacientéis, respetado público, no os sintáis solos en el mundo, estoy en el cuarto de al lado trayendo nada más y nada menos, ¿me escuchan allá en la sala?, la estoy descolgando de la pared, la estoy apoyando en mi gordo vientre y la presento en sociedad con un rasgueo de cuerdas: ¡una guitarra!
El público se entusiasma. Levanta los brazos y sacude las manos eufórico, sonríe con una boca abierta, rosada y sin dientes. En sus mejillas se hacen unos hoyitos. Su piel es trigueña. Su cabello, casi invisible, de cerca es de color oro. Tiene un pañal en el que puede cagarse y orinarse con toda tranquilidad. A su lado tiene unos cubos con dibujitos y letras, hechos en espuma forrada con plástico. Tiene también un caballo con un jinete, unas tapas de gaseosa, y una muñeca llamada Elotra. ¿Elotra? ¡Qué nombre tan raro!
El público se entusiasma con las cuerdas. Se anima a pasar sus dedos por ellas, a considerar las diferencias. Se está dando un banquete de sonidos. Tal vez se esté acordando de que sonaba música cuando quiso nacer.



Sonaba como una mañana tranquila y tibia después de una noche de lluvia. El oboe cantaba con una alegría nostálgica.
Recuerdo que pusimos, a lado y lado del vientre, unos audífonos con una vieja y dulce melodía de llegada. Una tranquila bienvenida a un lugar sobresaltado, a una feria de ruidos y jolgorios, de golpes y canciones, de besos a escondidas y de llantos.
Recuerdo que la música te hablaba de la vida, del destino y de la muerte, de la simple y fiel muerte, esperándonos, como madre que espera la llegada de sus hijos.
Y escuchando el oboe te calmaste, te serenaste casi hasta el silencio y, un instante después, decidiste nacer.
Te llevaron en tu madre hasta una sala en la que no pude entrar y, detrás de la puerta, en la quietud de un pasillo, de espaldas a la pared, un abismo de espejos me veía caer.
Miré el reloj y eran las once y veintitrés, supe que sería antes de la medianoche. El médico no llegaba. Adentro, una enfermera y un tipo asustado no sabían qué hacer, le pedían a la mujer que se calmara, que respirara, que no lo fuera a tener.
Hasta que apareció, en el fondo del pasillo, ese anciano de pelo negro teñido, mirada de sádico y gesto de quien ya no tiene en este mundo nada más que ver, y me tranquilicé.
Me dijo que no podía entrar con una mirada seca, casi de burla. Me dejó abandonado en el pasillo y, con voz recia, propició tu nacimiento. Dirigió con fortaleza por sobre la tempestad, ordenó, dispuso, ejecutó y, entre las once y treinta y uno y las once y treinta y tres, como nunca sabré cómo fue, te asomaste entre gritos y sangre a un frío volátil, a un aire candente, y fue entonces que tu voz me atravesó y un fuego se encendió en mi corazón.
Milenios más tarde pude entrar al cuarto y vi en una cama tu rostro inicial, algo golpeado, húmedo, arrugado, como estrella caída en forma de copo de nieve.



El público ya recibe con algo de desinterés el espectáculo de cuerdas. Mira hacia la puerta, señala y pregunta: ¿mama?
“Mama está en la calle”, le informamos. A su gesto de angustia le agregamos: “Pero vuelve”.
El público parece no estar satisfecho con la respuesta.
Señala de nuevo la reja y pregunta: ¿mama?
“Mama se largó. Dijo antes de marcharse que la niña se las arreglara como pudiera”.
Esa tampoco parece ser la respuesta que espera. Señala una vez más, con la insistencia de quien no sabe si ya ha hecho la pregunta, ni le preocupa. Ahora mueve su cabeza y su frente se arruga en forma de nubes que anuncian el llanto.
“Mama se fueeee”, le decimos alargando la e, dando por descontado que la gente siempre se vaaaaa.
El público no parece resignarse, pide un poco de tete y hay que correr a prepararlo. Sólo dice tete una vez, sabe que lo han comprendido y mira casi sonriente, sigue los movimientos al botellón de agua pura, a la despensa donde está el tarro de leche en polvo, ve contar onzas y cucharadas, tapar, revolver, crear ese líquido blanco que acostumbra beber. Recibe el tetero con una sonrisa, solicita con gestos ser puesto en el coche y el sueño lo empieza a envolver.



Qué obstinada serie de repeticiones hay detrás de cada uno de tus actos. Qué insistencia de electrón te ha llevado a relacionarme con ese par de explosiones de los labios, qué infinito bregar hace que mires con ojos conocedores hacia la reja, hace que estés segura de que ella volverá.
Estás en tu coche, derramada sobre un espaldar muy inclinado, con un gesto absoluto de perezosa, con el tetero sobre tu pecho y con el líquido lejos de la salida del chupo.
Recuerdo que la primera vez que te vi comer tuve ganas de llorar. De hecho lloré. Recuerdo que tu madre y mi madre te cuidaban. Tu madre sostenía tu fragilidad de saquito de gelatina y huesos y mi madre alargaba hacia ti un tetero, enseñándote a aceptarlo entre la lengua y el paladar, acostumbrándote a rodearlo con los labios. Recuerdo tu avidez, la ansiedad con que bebías, la obstinación de seguir viva sin preguntarte por qué. Las mujeres no me vieron: ni mi madre, ni tú, ni tu madre. El llanto sólo duró unas pocas fracciones de segundo, fue una flaqueza breve. Lloré con ese llanto sin consuelo que traigo desde niño, pensando que lo que hay hacia adelante sólo es noche, solitaria y fría noche.
Sólo duró un instante. De inmediato la voz que me acompaña me ayudó a sobreponerme, me hizo pensar que también yo hice lo mismo, que yo tuve avidez, que una voz sin palabras que venía de adentro me exigía vivir, repetir esos gestos y nombres, vivir.



Después de un sobresalto, ella se mueve intranquila sobre su coche. Se estaba quedando dormida y trató de evitarlo. Tenía una oportunidad magnífica y no quería desperdiciarla: como muy pocas veces, estaba pasando la tarde con el archiconocido y archiadmirado y archiquerido papa.
Decide obligarlo a pensar y entonces se pone a llorar. Con un grito continuado, como de sirena, le hace entender que extraña a mama, que no quiere tete y que tiene sueño pero no quiere dormir.
Papa piensa con prisa. Tiene que inventar algo pronto para calmarla. La saca del coche y la carga, le da palmaditas en la espalda, pero ella no para de llorar.
Entonces se le ocurre una idea afortunada. Espera una fisura entre los gritos, una pausa de ella para respirar y le habla, confiando en que la palabra pronunciada produzca efectos mágicos.
“Avha”, le dice.
Y su llanto se interrumpe y, mirando hacia el patio, con los ojos brillando, repite en voz baja: “Avha”.



Terminó de inflar la piscina en medio de un forcejeo. Ella estaba impaciente, sabía lo que venía, la frescura, la alegría. Pensó que tal vez ella recordaba la tarde cuando el agua la obligó a olvidar el llanto. Los diamantes provocados por el sol, escurriéndose, alejándola, invadiéndola, inundándola.
Durante los primeros días de ella en casa, impotente contra el llanto, él había concluido que las crisis terminaban con el sueño o el cansancio. Incapaz de entender tanto lamento, tanta noche de insomnio incomprensible, había optado por pensar que se trataba del llanto natural que producía saber que se ha nacido. Pero sólo aquella tarde descubrió que podía interrumpirlo.
Esa vez fue con ella hasta el patio, la puso en la bañera plástica y empezó a echarle agua con una manguera. Mama dormía cansada. Hasta entonces, las noches habían sido pesadas.
Con la bañera llena, empezó a sacudir la superficie del agua. Sacaba la mano y la dejaba escurrirse, le decía que escuchara el ronroneo de los hilitos de agua. Ella empezó a calmarse, si lloraba no escuchaba.
Él tardó en descubrir que el sol brillaba en el agua. Hacía mucho había olvidado que el sol brillaba en el agua. Dejó por más tiempo la mano afuera y llamó su atención sobre las gotas deslumbrantes agarradas a las yemas de los dedos. Ella estaba fascinada.
Ahora había un sol bajo y brillante pegado a los arbustos, como el de la otra tarde. Ahora ella se movía con destreza en medio de una piscina que no había esperado a que llenaran para ocuparla. Sonreía con los ojos viendo el agua rodearla. Sacudía con sus manos para oír el ronroneo. Levantaba su mano contra el sol en busca de sus diamantes y la euforia la obligaba a desatar una lluvia luminosa.
Viendo el brillo resbalarse por su cuerpo, él pensó en esas mujeres a las que se hallaba unido por la sangre. En una breve zona de pureza residían las madres de sus padres –ahora muertas–, su madre, su hermana y este ser diminuto que jugaba con el agua, lo miraba y le mostraba los diamantes.
Sonrió al pensar en ese abigarrado y reducido conjunto de mujeres ajenas a los avatares de un deseo que siempre había sospechado fraudulento, impuesto, truculencia destinada a controlarlo. Las veía como seres con los que de verdad era posible algún encuentro, sin que hubiera transacciones de por medio.
Miró su cuerpo infantil y perfecto brillando en el agua. Las líneas delgadas del poquísimo cabello y la leve hendidura en el cráneo, esa membrana que la vida iría endureciendo, como a sus pensamientos. Vio ese rostro que empezaba a repetir algunos rasgos, algunas formas de reír o parpadear con las pestañas goteando. Vio su pechito plano y fresco, los pequeños pezoncitos que algún día serían senos que darían a algún hombre la tortura del deseo. Vio su barriguita prominente, los chorros escurriéndose brillantes por sus piernas y el almohadoncito breve de su sexo. Se preguntó quién sería ese hombre al que ella se entregaría, qué conciencia tendría de esa entrega, en qué bañera o piscina se bañaría en ese instante, qué posibilidades habría de que se ahogara.
Pero había que poner fin a la delicia del agua. El sol iba tan lejos que no daba calor y le había puesto la firma a la pintura de amarillos, rosados y naranja que deja al retirarse.
Le mostró una toalla para invitarla a salir, pero ella protestó. Temblaba de frío, pero no quería abandonar el estruendo transparente que la envolvía, que rodaba una y otra vez por su cabeza, que se agitaba y fragmentaba, cuando ella lo golpeaba con sus manos alegres, y luego se aquietaba y recogía.
Él le prometió jugar con la pelota, pero ella gruñó que no. Le dijo que cantarían y ella empezó la melodía de flautas desafinadas mostrándole que no era necesario salir del agua. Por un momento pensó que se había quedado sin argumentos, pero un obediente sentido del deber le hizo saber que a él le tocaba prevenir un resfriado, que él era quien conocía ese planeta de fríos y calores, de fuerzas que debían estar equilibradas.
Ella gritó y forcejeó cuando él la sacó del agua. Protestó todo el trayecto hasta la biblioteca. Cuando la sentó sobre la alfombra, su llanto se cortó en seco.
Ahora él debía proponer algo nuevo. Ella estaba esperando, pero no tardaría en volver a protestar, en preguntar con llanto dónde estaba su mamá.
Él empezó a cantar:
Hasta el viejo hospital de los muñecos llegó el pobre Pinocho malherido, porque un cruel espantapájaros bandido lo sorprendió dormido y lo atacó.
El gesto de ella cambió. Ahora sonreía. Había reconocido la canción que le cantaba su mamá.
Llegó con su nariz hecha pedazos, una pierna en tres partes astillada, una lesión interna y delicada que el médico de guardia no advirtió.
Ahora ella seguía la canción con un balbuceo que imitaba las palabras.
A un viejo cirujano llamaron con urgencia y con su vieja ciencia pronto lo remendó, pero dijo a los otros muñecos internados: “Todo esto será en vano, le falta el corazón”.
La toalla estaba mojada. Ella aún temblaba de frío y él pensó que tendría que buscar pañales y ropa, vio roto el encanto de la canción.
Le dijo a ella que no tardaría, que pronto volvería, que no se impacientara. Pero al salir vio en el estante más alto la vela de los apagones y pensó que usaría un poco de sugestión.
Cuando encendió la vela y la puso en la mesita del centro se felicitó por su idea. Ella estaba hipnotizada por el fuego.
Entonces llegó el hada protectora.
Ella no lo escuchaba, se dejaba absorber por la luz.
Y viendo que Pinocho se moría.
Él pensó en el largo viaje del hombre por la tierra. En lo muy antiguo, en lo inabarcable, en lo eterno.
La vio enamorada del fuego en esa biblioteca en la que había soñado verla leyendo y sintió que a los libros de los estantes se les borraban las palabras, que sólo eran troncos de árboles iluminados por las llamas.
De manera desganada hizo que el hada protectora le pusiera a Pinocho el corazón de fantasía para que Pinocho sonriendo despertara, pero ya una sensación de desencanto le había quitado a la canción toda su gracia.
Ella acompañó con balbuceos las últimas frases mientras se levantaba para tocar el fuego.
Una vez más, el que sabía las reglas del planeta tuvo que actuar. Para hacerla pensar en otra cosa, puso un libro en sus manos. Ella empezó a hojearlo. Sabía cómo tomar un libro, jugar con las hojas.
Él pensó que de todas maneras tendría que ayudarla, que no era posible dejarla indefensa, vulnerable, llena de estupores milenarios. Sabía que tenía que entregarle muchas cosas, pero no tenía claro qué clase de cosas eran. Sabía que tenía que sembrar en esa mente semillas provechosas. Sabía que tenía que mostrarle opciones diferentes a las que da el rebaño, pero ni siquiera sabía por qué era necesario apartarse del rebaño.
La veía pasando las hojas, balbuceando sonidos, y pensaba que tenía que traerla de su lado, conducirla a lo largo de años y golpes y libros, a lo largo de gestos y afectos hasta el lugar donde él estaba, ese paraje situado más allá de los abismos del absurdo, más allá de coqueteos con la muerte, donde, después de todo, la vida era vivible y tolerable.
Se puso a cantarle la canción que había inventado para ella y ella le respondió con su sonrisa, con golpecitos leves de sus manos que querían ser aplausos.
Te quieerooo... Te quieerooo... Te quieerooo... Te quieerooo... Te quiero más que a mi velero, que me lleva a ver el mundo enteeerooo... Te quieerooo... Te quieerooo
Pero su sonrisa se rompió con el recuerdo de mama.
“Mama”, dijo ella mirando hacia la puerta de la biblioteca, pensando en la reja de la calle.
“Mama se fue”.
“Mama”.
“Fue a traerte cositas”.
“Mama”.
Él supo que la pausa reveladora había terminado. Pensó que ya de nada servirían la llama de la vela y sus canciones, que habría que pensar en otra cosa, que habría que seguir respondiendo a ese reto que de antemano sabía que lo superaba. Pensó que de todas maneras tenía que entregarle ese secreto incomprendido que una larga tradición de antepasados de la sangre y las ideas esperaba que él le diera.
Decidió salir con ella.
La llevó al cuarto y buscaron unos cucos, un pantaloncito corto y una blusa. Buscaron el coche en la sala, prepararon un tetero y salieron.
Había poca gente en las calles de ese barrio que estaba oscureciendo. Unos niños jugando con sus trompos. Dos señoras acodadas en ventanas, pensando en maridos o ensaladas. Un perro orinando en un árbol del parque.
Era agradable estar en lo oscuro del parque, solos, lejos y cerca del mundo, mirándolo todo. Él estaba sentado en un banco y ella al lado en su coche. Era agradable ver al fondo la calle iluminada por las lámparas. Una que otra persona llegando a su casa.
Era agradable sentir que a pesar de la prisa que vendría al día siguiente, el trabajo, las rutinas aplastantes, había sido posible ese momento, esa tarde fría y tibia por fuera del tiempo.
En el coche ella empezaba a quedarse dormida. Luchaba con sus párpados, quería ser consciente de cada minuto pasado a su lado.
Él miró divertido la lucha, pensó que tendría que llevarla dormida a la casa, pero un sobresalto volvió a reanimarla.
Ahora sus ojos brillaban. Sostenía el tetero con sus encías apretadas y levantaba las manos.
Sonrió y el tetero cayó a su regazo. Se incorporó y empezó a señalar hacia las copas de los árboles. Le pedía con sonidos ansiosos que mirara. Él pensó que era un pájaro y miró entre las hojas. Sólo cuando ella empezó a decir “brrrrm”, pudo comprender. Con ese sonido saludaron a la luna cuando ella la conoció. Con esa metralla de besos la vieron crecer y angostarse a través de las noches. Con esa voz, primaria como el aullido, la habían llamado sin éxito cuando se había ausentado.
Así, diciéndole “brrrm”, tirándole besos, diciéndole adiós con las manos, le habían hablado a la luna a través de los meses.
Las noches anteriores, frente a un cielo callado, él la había tranquilizado diciéndole que volvería, que no se impacientara, que ella siempre volvía.
Vio la uñita de luz y pensó que sonreía.
Vio a la niña ofrecerle el tetero a la luna y se sintió reconfortado.
“Dale tete”, le dijo. "Dale tete a la luna".
Y la niña, parada en el coche, estiraba la mano hacia arriba.








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