Un viejo texto de Wenceslao Triana,
publicado en Cartagena en Línea
en septiembre de 2006
La vida está llena de ironías, de circunstancias absurdas
que nos obligan a tragarnos nuestras palabras, a digerirlas y rumiarlas, aún
después de que nos hemos olvidado de haberlas pronunciado.
Las palabras en general están sobrevaloradas, en especial
las escritas, pues tienen la capacidad de hacer perdurables estados de ánimo
que duran instantes, confusiones de segundos, malestares pasajeros. Es por eso
que casi no me gusta leer diarios personales. La gente suele escribir cuando
está aburrida o preocupada y, rara vez, cuando está feliz. Al final el
resultado es siempre sombrío y uno queda con la sensación de que Virginia Woolf
jamás sonrió y que Kafka nunca llegó a
retorcerse de la risa.
Hace poco leí una biografía de Samuel Beckett donde la autora se
refería al carácter engañoso de lo escrito y citaba una anécdota que ilustraba
perfectamente esa idea. Un día cualquiera de su vida Beckett dedicó la tarde a
escribir cartas a sus amigos. En una carta le decía a alguien que se sentía
miserable, que esa vida que llevaba no era vida. Otra carta, escrita esa misma
tarde, decía lo contrario: Beckett se sentía
contento, lleno de vida y de proyectos.
Un mal biógrafo, uno que no se hubiera tomado el tiempo
de buscar y confrontar esas dos cartas, se habría quedado con una impresión
general y parcial, habría concluido que ese día, o que en ese período de su
vida, Beckett fue feliz o
miserable, una de dos o de dos una.
Cuando uno piensa en esa anécdota no le queda otro
remedio que recordar el viejísimo dictum de Heráclito: “Las opiniones de los hombres son juegos de niños”, y
agregar de paso que, cuando se expresan por escrito, las opiniones se
convierten en juegos de manos, esos juegos de villanos que siempre terminan con
alguien lastimado.
He hecho este larguísimo preámbulo para referirme a una
opinión que he expresado con más frecuencia de la que habría debido. Me refiero
a mi rechazo al aparato de televisión, a esa caja embobadora que se la pasa
diciéndonos lo que debemos pensar.
Mi opinión estaría incompleta si no digo que también a
esa cosa le debo buena parte de mis experiencias, de mis miradas al mundo, de
mi vida en general. Siempre que he visitado a Colombia he quedado con la
sensación de que los colombianos están envueltos en una adicción terrible a la
televisión, pero he tardado en comprender que yo también lo estoy, que mi vida
sería demasiado simple y plana si no pudiera encender el aparato y tener la
sensación de estar participando en las cosas que pasan.
Este descubrimiento, sin embargo, no me hace perder las
proporciones, ni me lleva a abrazar sin criterio todo lo que la televisión
ofrece. Sigo pensando que muy pocas películas y series se salvan, sigo pensando
que lo único de verdad valioso que se puede hallar allí son los espectáculos en
vivo.
Esta semana, por ejemplo, me tocó ser testigo de un
espectáculo maravilloso: la despedida de André Agassi, en el abierto de tenis de los Estados Unidos, el final
de su carrera, su llanto y su alegría.
Seguí con emoción ese partido que prolongó el suspenso
hasta el último servicio. Siempre estuvo viva la ilusión de que Agassi ganara un título
más, a los treinta y seis años de edad, veintiún años después de haber
emprendido la aventura de las canchas. Pero los años pesaban, eran crueles,
despóticos, y hacían que este descendiente de iraníes y franceses aprendiera
una de las lecciones más fuertes que debe aprender el ser humano: la de la
decadencia, la del envejecimiento, la de la entrada en el último trayecto de la
vida.
Todo en aquellos minutos fue bello, trascendente: el
llanto que Agassi fue incapaz de
contener cuando terminó el partido, el tributo del público, la incomprensión de
sus hijos pequeños, quizá preguntándose por qué su padre estaba llorando, si
era sólo un partido.
Me emocionaron hasta las lágrimas sus palabras de
gratitud, el momento en que dijo que llevaría por el resto de su vida el
recuerdo del cariño recibido. También me horrorizó la muerte implícita en esa
afirmación, lo injusta que es la vida con los deportistas, lo pronto que los
obliga a aprender la lección definitiva.
Mirando esas imágenes de adiós recordé aquel cuento
prodigioso de Onetti, "Bienvenido Bob", ese cruel homenaje al
envejecimiento que todo joven debería leer en el momento de la plenitud, para
entender lo valioso y fugaz de los tiempos que vive, también lo inevitable de
la decadencia.
Pero, de todos los instantes de aquella despedida, me
quedo con uno en particular. No fue el llanto abierto, mezcla de tristeza y
deber cumplido. No fue la ovación general y prolongada, ni las palabras
certeras del hombre que se marchaba. Ahora guardo, como un recuerdo propio,
como si fuera un instante de mi vida, el momento en que Agassi se disponía a
recibir el último servicio.
En ese momento creía que sus gestos no eran vistos. Se
sentía a solas en su juego y en el mundo. Trató de ser optimista y pensar que
podría remontar el marcador, hacer un acto heroico y ganar. Pero de repente
supo, con una certeza abrumadora, que perdería ese juego, que sólo unos
segundos lo alejaban del vacío.
Allí, esperando la última bola de su vida, Agassi entendió que ese
juego y su carrera eran historia, sintió la vejez apoderarse de sus células,
sus ojos se inundaron de tristeza y se supo concluido.