Un fragmento de Criatura perdida
en el suplemento Generación
—¿POR QUÉ?
La noche era vieja cuando ella interrumpió el monólogo
del viento. Una brisa que arreciaba a ratos, zarandeándolos, y después se
apaciguaba, los había acompañado desde la tarde. Estaban sentados frente a la
oscuridad, Eric envolviéndola y ella recordando poco a poco, sin precisarla,
una remota y perdida ternura en la que le gustaba refugiarse.
Eric venció con esfuerzo la quietud. A pesar de que no
había conseguido fundirse con la piedra —porque la presencia de ella lo
mantenía alerta—, el largo silencio en el que cayeron lo había conducido hacia
un júbilo extático, hacia un regocijo tranquilo por haber encontrado a ese ser
sosegado y capaz de callar a su lado.
Corina no se apresuró a exigir respuesta. También
allá, donde otro alguien la envolvía, eran pocas las palabras, casi ninguna, y
no había nada incómodo en eso. Pero cuando recordó que el tiempo transcurría,
cuando pensó en el regreso —ese regreso que, después de esa noche, tendría que
estar lleno de desasosiego— comprendió que ese ahora vertiginoso era la única
esperanza y la única opción que tenía frente a la rutina (porque era solo
rutina lo que poblaba la opulencia de sus días en la casona de la playa).
—¿Qué?
Corina imaginó que esa pregunta era arrastrada por la
brisa, se estrellaba contra la cara de Eric, se escurría por las mejillas,
atravesaba las ruinas desiertas, ascendía la breve colina y caía, minutos más
tarde, dispersa, en calles y parques y estatuas y techos, irrecuperable, nunca
más esa misma pregunta compacta.
La tarde y la
noche se habían deslizado hasta la quietud y hasta ese moroso regreso al movimiento,
como de quelonios que se desperezan. Era tan agradable la tibieza en medio del
frío de la brisa. Era tan triste, también, pensar que esa breve secuencia de
instantes concluiría al día siguiente, saber que resultaba improrrogable, imposible
de perpetuar sin violentar, sin engañar, también sin traicionar. Sentir todo
eso irrepetible junto ablandó a la mujer hasta el punto de querer compartir con
Eric un sueño: esa historia pulida y retocada a lo largo de los años, cada vez
más nítida y viva a medida que se hacía más improbable, esa ensoñación
recurrente en la que varias generaciones de una familia numerosa giraban en
torno a ella con insólita armonía.
Pero justo cuando se arrojaba a confesarse, Eric
agregó:
—No sé.
Corina pensó —como tantas veces en su vida en
circunstancias similares o distintas— que esa oportuna interrupción era una
señal de Dios, que le pedía que callara, que le concedía un instante más para
pensar que no era ni recomendable ni oportuno hablar aquella noche de su
sueño, porque era muy posible que el hombre que la envolvía viera una
insinuación poco disimulada, un burdo intento de transacción después de unas
horas agradables y gratuitas, antes de cumplir una promesa que siempre
estuvo implícita. En ese instante volvió a comprender cuánto detestaba que la
gente estuviera todo el tiempo regida por transacciones, por tácitos
convenios, por trueques y extorsiones y solo muy pocas veces por impulsos
generosos y espontáneos.
—¿Y no te cansas?
—Al comienzo sentí una mezcla de exasperación y de
cansancio. Después de una inspección superficial pensé que no había aquí nada
que cuidar. En medio de los días y las noches repetidas pensé que Pianetti se burlaba
de mí y que invertía unos cuantos pesos para divertirse haciéndome creer que
trabajaba. Pero pasaron los días.
La voz de Eric era un susurro cercano a su oído, firme
y tranquilo, una brisa que se enfrentaba a la brisa durante un instante y
luego era arrastrada.
—Ahora lo difícil es estar en Élice. Suceden tantas
cosas allá, la gente tiene tantos gestos, dice tantas palabras, hay tantas
cosas moviéndose al mismo tiempo que resulta imposible ir hasta el fondo de los
pensamientos y —lo que es todavía más difícil— dejar de pensar. Siempre hay
alguien que te habla, siempre hay alguien que pregunta, siempre hay alguien que
te obliga a elegir un lado de la acera, siempre hay alguien intentando adivinarte
en tu ropa o en tu aspecto, siempre hay alguien desfogando su furia en el que
pasa, odiando para aliviarse, cobrando en otro alguien una afrenta
imprecisable.
Corina cerró los ojos y empezó a arrullarse con las
palabras de Eric.
—Aquí, en cambio, he aprendido a percibir los matices.
Cuando llegué estaba aturdido, miraba hacia dentro, traía conmigo un zumbido
que tardé varios días en callar. Ahora lo simple está poblado de sentidos: el
mar nunca se repite, las formas que dibujan la luz y las nubes son siempre
distintas, la brisa y las aves tienen su voz propia —dicen al fin cosas
inteligibles—, y la piedra recuerda, poco a poco, sin orden y sin tiempo, los
ecos y las sombras que le han sido confiados.
Corina se incorporó, gateó por el merlón hasta la
tronera, alargó el brazo para tomar la botella, pero no pudo alcanzarla, tuvo
que bajar por ella. Dentro de la tronera tuvo la visión fugaz y estruendosa de
un disparo de cañón, pero al instante siguiente solo había viento y noche. Al
regresar junto a Eric venía jadeando.
—Ufff —dijo, de pie, zarandeada por la brisa,
contenta, tratando de mantener el cabello alejado de su rostro, sonriendo a
Eric y ofreciendo la botella.
Eric también tenía un sueño. Era un sueño en el que
siempre estaba con una mujer, en un planeta desierto, lejos de las opiniones y
murmullos y manipulaciones y sutiles y evidentes gobiernos del resto de la
gente; un mundo donde dos seres emprendieran sin tropiezos la labor de
conocerse. Y al recordar su sueño sintió que en ese instante amaba a Corina
como no había amado a nadie. Amó su cabello recortado a la altura de la nuca,
cubriendo a ratos su cara. Amó el dibujo difuso de su cuerpo contra la
oscuridad, delineado por la brisa que golpeaba contra su vestido. Amó su manera
natural de aceptarlo. Amó incluso, sin culpa, esa extraña zona de su ser en la
que no era ella sino un recuerdo de otro ser, impreciso pero a la vez indispensable.
Inundado de presente, llegó a preguntarse si el papel de esa otra que también
la habitaba no habría sido acaso el de constituir frente a él, esa noche, una
Corina más plena de significados.
—Qué tan alta es aquí la pared —preguntó Corina
asomada al vacío.
—Mejor no lo intentes —Eric decidió levantarse.
Lamentó que se hubiera terminado la quietud del abrazo. Pero también sintió la
paradójica alegría, el vértigo que ataca a quien vuelve a meterse en el flujo
del tiempo.
Tomó a Corina por la cintura, la pegó contra su cuerpo
y le dijo al oído: “Ten cuidado”.
Corina se volvió hacia él, lo besó, lo envolvió en sus
brazos y le dijo: “Quiero estar en el mar”.
El fragmento en la voz de Gabriela Agüero
* * *
“Siento el
galope y el trueno”
Allí, tomados de la mano frente a la noche de agua, de
nuevo unidos por debajo de cualquier palabra, sintió las olas y su corazón
despierto y pensó que eran ecos de un mismo galopar.
“Siento que
la sangre se derrama por conductos extraños”.
Pensó que a través de las manos unidas se tendían
puentes mucho más secretos, de nervios, de venas, de fibras aun más sutiles.
“Y es un
galopar tranquilo”.
Un viento fuerte los había sacudido durante la
peripecia entre las ruinas. Pero al llegar a la breve franja de arena y
piedras, el aire y las aguas estaban en calma.
Eric pensó que era como haber llegado a otra historia,
a otro tiempo, a otro espacio, a otros seres incluso, diferentes por completo a
los de hacía nos segundos, allá arriba. Le costaba entenderlo y explicárselo,
pero allí, aferrado a la mano de Corina, tenía la misma sensación que se tiene
cuando se cambia de sueño, la doble incertidumbre que significa saber que se
acaba de abandonar una historia que sigue transcurriendo en algún lado y, al
mismo tiempo, que se acaba de llegar a otra historia que había estado cumpliéndose
desde muchísimo antes de nuestra abrupta llegada.
Pensó en decirle a Corina que tenía miedo, que una vez
más, como siempre desde todos los tiempos que tenía al alcance de la memoria,
se sentía perdido, desligado de algo irrecordable, de una parte de sí mismo
que en ese instante lo buscaba en otro lado, quizá con las mismas dudas, la
misma incertidumbre y falta de convicción con que él sentía a veces estarla
buscando.
Pero Corina estaba eufórica. En su rostro brillaba
una mezcla de sudor y partículas de mar. Se despojó de sus zapatos y corrió
hacia el estruendo de las olas. Cuando el agua mojó por primera vez sus pies y
sus tobillos, se volvió a mirar a Eric con un gesto encogido de frío, pero
siguió caminando. Al hundirse hasta las rodillas, su vestido empezó a
desplegarse a los lados como una medusa. Eric empezó a hablarse en voz baja
para evitar ser arrastrado hasta otro sueño.
“Me llamo Eric. Mi nombre es Eric. Vivo solo en esta
isla, pero hoy tengo una visita. Su nombre es Corina y juega con las olas. Mi
nombre es Eric, me llamo Eric y no debo temer. Corina me invita a internarme en
las sombras y el agua y no temo. La voz de Corina conjura peligros y me abre
las puertas del mar”.
El llamado de Corina volvió a arrastrarlo hacia las
olas. Con gritos y gestos lo invitó a acercarse, lo obligó a mirar con atención
en el agua, empezó a mostrarle una prueba suprema de su magia.
—¿Ves?
Eric no dijo nada. Siguió maravillado los movimientos
de esas manos delgadas dentro y fuera del agua, tuvo el impulso de darle una
explicación racional a aquellas luces, pero ella lo invitó a residir un rato
más en la credulidad y la sorpresa: “¿No es hermoso? Mira, también salen de
ti”.
Eric vio que también sus movimientos en el agua iban
dejando una estela luminosa, una efímera galaxia que a veces persistía unos
segundos. Apoyados en la oscuridad arenosa, sus pies, encendían unas chispas
intensas, azules y blancas. A medida que se internaba en el agua, iba dejando
un rastro de luz como la cola de un cometa. Todo su cuerpo poseía esa
desconocida propiedad. Al levantar los brazos, el agua que caía era como una
lluvia de minúsculas bombillas. Eric rio, gritó, empezó a zambullirse en el
agua imitando los saltos de un delfín y después se detuvo a mirar fascinado el
reguero de luces como una cristalería rota, las chispas minúsculas que se
negaban a apagarse, que parecían nadar enloquecidas de alegría ante el
descubrimiento sorpresivo de la vida.
Después de un rato recordó a Corina y, a pesar de que
estaba muy cerca, tardó en encontrarla. Eric la vio llegar, hundida hasta el
cuello aunque el agua era poco profunda; la imaginó en cuclillas, como reptando
para evitar asomarse al frío de la noche, tratando de mantenerse tibia bajo el
agua, y vio en su rostro un chorreante y luminoso desamparo.
Eric se hundió también hasta los hombros y la envolvió
con sus brazos, pero había una trabazón de rodillas que solo era posible
eliminar adentrándose en el mar. La respiración del agua fue llevándolos, con
saltitos ingrávidos, hasta una profundidad donde las piernas pudieron
estirarse y renunciar a ratos, en una liviandad acompasada, al piso en
tinieblas con plantas acuáticas. Allí juntaron sus cuerpos y encendieron una
breve tibieza que solo era posible sostener si no se separaban. Besaron sus
bocas saladas, cerraron los ojos y se dejaron llevar por el movimiento de las
olas. Con lentitud ansiosa, evitando romper la proximidad, fueron eliminando
las distancias hasta entrar en un sueño de ser y no ser, de estar y no estar,
de hundirse, invadirse y dejarse llevar, dictado por la voluntad del mar.
A veces —muy pocas veces—, uno de los dos abandonaba
esa oscilante unidad de calamar y era de nuevo un ser frente a otro ser,
sorprendido, halagado por los círculos de luz que rodeaban el abrazo como una
música de fondo. Pero de nuevo era disuelto por ese extraño fuego que ardía
bajo el agua.
Antes de perderse por completo, Eric volvió a ser Eric
para ver el rostro abandonado de Corina, el gesto extraviado, los ojos cerrados
y viajando por oscuros recovecos. Pero el ímpetu lo arrastró de nuevo hasta el
centro encendido, poblado de ruidos, de explosiones de agua, de vientos terribles,
de espuma y de impulsos agónicos.
Y al sueño siguiente una quietud sin tiempo, un largo
instante eterno (allí estaba, en la nada de nada, ni siquiera podría decir que
era negra, ni siquiera podría decir que era algo), una serenidad vertiginosa y prolongada.
Y más tarde, milenios más tarde en un recinto oscuro,
una ansiedad frenética, una avidez desesperada que lo obligó a respirar, a
inundar sus pulmones de agua y de sal.
* * *
Un ser
aturdido que sube por una escalera de olas, una pobre criatura perdida que tose
y vomita en un raro paraje, como si fuera a desdoblarse, hasta caer vencida
entre sus aguas, entre sus frías babas de monstruo agonizante.
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