La columna de Vivir en El Poblado
Llegó con Dios en la boca.
Era casi media noche cuando llamó a mi puerta. Era negro, delgado, de gestos amables.
Tendría unos treinta años y venía con dos chicos de la mitad de su edad. Había
visto el aviso de alquiler en el apartamento del primer piso y quería que lo
ayudara.
Le dije que no metiera a Dios
en el asunto. Era un grupo desigual. Uno de los chicos era alto, de cabello
rubio y rostro inexpresivo. El otro tenía rasgos hispanos. Su cabello
ensortijado me recordó al adolescente que fui hace muchos años. Me dijo que
eran sus amigos y que, para ellos, él era como un guía, como un hermano mayor. Dijo
que el apartamento era solo para él. Luego me habló de su situación.
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