SANTA MARíA DEL DIABLO
O
LOS DIABLOS EN SANTA MARÍA
Por Humberto Rodríguez Espinosa
Obvio es decir que la conquista de América por los
europeos supuso un cataclismo para los aborígenes y para los europeos. Dos
culturas, dos modos de hacer la guerra chocaron con consecuencias
impredecibles. Los unos, divididos por luchas intestinas que facilitaron la
labor del conquistador español, por ejemplo, en México, y los otros envenenados
por una avaricia y ambición sin límites, ignoraron que también entraban en
combate dioses y demonios. Resultaba pintoresco describir los nuevos animales,
las nuevas alimañas, las nuevas plantas fabulosas para los aventureros
navegantes, y para los indios atacados, intentar comprender qué se traían esos
gigantes rubios que atacaban con perros y vomitaban fuego letal con la
extensión de su brazo. Pero, tras la sorpresa inicial que desafió lo mejor de
la sabiduría de chamanes y sacerdotes cristianos, se fue haciendo evidente que
se trataba de algo más que encontrar oro, plata, perlas para unos, y para otros, si no expulsar a los
extraños invasores, cuando menos ponerlos al lado para contar con sus armas y
sus caballos en el fortalecimiento de imperios aún no consolidados. Fue un
choque que hizo estremecer la tierra. Un escribidor español, ducho en milicia,
con algo de científico y mucho de fabulador, se dio a la tarea de compilar tan
interesantes acaeceres y lo hizo con verborrea de novelista ya que sería autor
de un libro de caballerías, anterior al Quijote, que pasa por ser la primera
novela escrita, o al menos inspirada, en América. A él, Gonzalo Fernández de
Oviedo, debemos casi todo lo que se sabe de Santa María la Antigua del Darién,
ciudad pionera en tierra firme que surgió y se extinguió en poco menos de
quince años. Por su empuje inicial y proyecciones futuras se intuyeron grandes
desarrollos para todo el Darién y lo que había más al sur. Pero ¿qué aconteció
para que esa inimaginada realidad de repente sucumbiera? Si bien hubo no poco
amor entre conquistadores y conquistados como el que unió a Balboa con la bella
nativa Anayansi, y otros casos parecidos, y abundantes exaltaciones de amistad,
camaradería, alianzas entre unos y otros, lo que llegó a estremecer los
enclavamientos españoles y los poblados indígenas debió de ser algo monstruoso que
superó el poderío y la maldad de los aventureros y las amenazas de canibalismo
y las flechas envenenadas de los invadidos. La peste de la modorra, por
ejemplo, se ensañó, sin explicación, con los europeos por muchos días y puso a
deambular por las afligidas callejuelas a unos seres famélicos, agonizantes,
que no podían dormir y en esa larga espera de una muerte sádica y burlona se
inició el despoblamiento del enclave que llegó a ser considerado tierra
maldita. Setecientos españoles perecieron por no poder dormir y por no lograr
explicar qué era esa peste que ponía a prueba la medicina de entonces. Miles y
miles de indígenas fueron pasados a espada o destrozados por los perros y sus
dioses tutelares tampoco pudieron deparar amparo. Un avezado militar, Pedrarias
Dávila, también colaboró en lo de añadir tintes, tan inverosímiles que se
acercaban a lo diabólico, a la cruel sucesión de barbaridades que asolaban a
unos y otros. Pedrarias había estado a punto de ser enterrado vivo y en cada
aniversario de su resurrección se introducía en un ataúd y se hacía oficiar un
réquiem en la catedral. Fue él quien mandó ejecutar a Balboa luego de hacerlo casar
con su hija en un extraño tejemaneje de odios y contentamientos. Los demonios
de unas y otras huestes hacían su labor y estaban lejos de calmarse. Los
nativos, llamados tuiras, podían desatar tempestades y traer en las noches
horrorosos endriagos que decapitaban y desollaban a los españoles dormidos o
los capturaban para luego engordarlos y consumirlos en bulliciosos festines;
los otros, tan espantables como los pintan los europeos a los pies de San Miguel
Arcángel, atacaban en inmensos perros sobre los cuales cabalgaban y distribuían
la muerte sin miramientos. Los vencidos, acobardados, se hacían bautizar para calmar
la sed de sangre de los gigantes demonios rubios. Para los indígenas llegaron a
ser especialmente poderosos los demonios que se escondían en los papeles, esos
misteriosos garabatos que sólo los españoles entendían y los hacían sorprenderse,
asustarse, dar voces jubilosas cuando leían una carta, de modo que un correo
que portaba un indígena hacía repetir al español que lo recibía lo que se había
escrito a muchas leguas de distancia, en forma tan milagrosa que los indígenas
que llevaban y traían cartas y documentos suponían que contenían un ánima
indescifrable, un espíritu digno de respeto y veneración. Algún indígena fue
instruido para preguntarle al papel que debía entregar asuntos difíciles que el
papel respondería. Todos esos demonios que llegaron a destruir, hasta sus
cimientos, lo que fue aventajada y prometedora urbe pueden ser percibidos en
forma sobrecogedora en un libro que, basado en las crónicas de Fernández de
Oviedo y otros apoyos, enumera lo que fue el escenario del choque de dos
poderes maléficos. Santa María del Diablo acierta hasta en su nombre. No es una
simple relación de vicisitudes y padecimientos; escarba incluso en esas tierras
fértiles de donde brotó el realismo mágico. Como una minuciosa carta colmada de
maravillosos detalles nos llega esa ánima misteriosa que causaba asombro e
incredulidad entre los nativos que llegaban a tener un escrito cualquiera en
sus manos. Sus lectores no nos cansaremos de formularle preguntas al libro. Y
el libro nos responderá cada vez más estentóreamente: no debemos olvidar lo que
estremeció esa tierra de Urabá donde libraron su combate dioses y demonios de
dos continentes. Gracias a Gustavo Arango por hacernos sentir todo eso.