jueves, 13 de agosto de 2020

De regreso a Popayán

Una reseña de "La casa del señor Medina", de Francisco González Medina,

en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República

 La casa del señor Medina

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La casa del señor Medina

Francisco González Medina

Universidad del Cauca, Popayán, 2016, 185 pp., il.

“Todo el mundo es Popayán” llegó a ser una expresión popular en el siglo XIX. Era la línea de un poema que señalaba la ubicuidad de las virtudes y los vicios, y ponía en evidencia la centralidad y la importancia de la llamada Ciudad Blanca. Escenario de la historia, cuna de presidentes, la capital del hoy departamento del Cauca gozó de una distinción que el tiempo parece haberle arrebatado. Uno de los temas que subyacen en La casa del señor Medina es justo el de la gloria diluida por los años, el del abismo infranqueable entre la épica de la historia y la prosaica insignificancia que se apodera de los escenarios de esa historia.

La novela tiene una premisa convincente y bien presentada: Alejandro y Laura, una pareja de periodistas que ya empieza a considerar la idea del matrimonio, viajan a El Tambo —un pueblo en las afueras de Popayán— con la intención de comprar una casa que perteneció a los ancestros de Alejandro. Al principio, el motivo de la compra parece sentimental: la madre y las tías del personaje vivieron en la enorme casona y Alejandro pasaba allí sus vacaciones cuando era niño y adolescente. La idea de comprar una casa en un pueblo casi sin vida, amenazado por tomas guerrilleras, parece descabellada. Pero, cuando habla de sus motivos, la pareja afirma que también los mueve algo que puede ser llamado orgullo de estirpe, pues durante las luchas de Independencia un remoto antepasado de Alejandro había tenido una actuación heroica en el lugar. Juan María Medina salió de Popayán, el 22 de julio de 1816, al mando de un ejército de aguerridos jovencitos entre quienes se hallaban José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera, y el 29 de julio cumplió un papel protagónico en la batalla de la Cuchilla de El Tambo, contra el ejército de Juan Sámano.

La cita en la notaría, para oficializar la compra de la casa, es un viernes en la tarde; pero un contratiempo de última hora obliga a aplazar la gestión hasta el lunes. La pareja no parece contrariada por el retraso. Alejandro y Laura deciden disfrutar de la vida tranquila del pueblo y darle un vistazo a esa casa que está a punto de derrumbarse. El resto de la novela se dedica a seguir la vida y los recorridos de la pareja, su turismo de pueblo (con el colorido y oportuno sábado de mercado), su visita al lugar de la batalla legendaria, y sus encuentros y aventuras (incluida una toma guerrillera que la gente parece tomar como un evento rutinario), hasta que llega el día de cerrar por fin el negocio. La convivencia con la pareja le revela al lector que hay un motivo adicional para la compra: las historias que circulaban en la familia de Alejandro, sobre luces errabundas y apariciones de virreyes, parecen indicar la presencia de un tesoro escondido en algún lugar de la casa.

El estilo de la novela está gobernado por la idea de que menos es más. Es claro, directo, sin excesos; permite disfrutar el cambio de registro del relato, que por momentos es crónica de viaje, cuadro de costumbres, relato intimista sobre la vida de la pareja, reflexión borgiana sobre el tiempo, memoria familiar (la historia del descabezado es verdaderamente explosiva), novela de iniciación sin asomo de culpa (de un Alejandro adolescente en brazos de la india Jacinta), novela gótica, relato policial y, al final, comedia de errores (para no estropear la lectura, digamos que el suspenso sobre la búsqueda del tesoro no decepciona).  La coincidencia del apellido Medina, en el título del libro y en el autor, invita al juego de identificar y discernir la realidad de la ficción. El libro viene acompañado por unas fotografías que aportan poco, salvo —quizá— por la imagen del aviso de tablas desgastadas y escrito a mano que conmemora e intenta en vano elevar la estatura del paraje donde ocurrió una de las batallas más importantes de la historia nacional.

La novela acierta en describir la impotencia que sentimos ante los lugares historiados. Durante un recorrido por la casa que se disponen a comprar —con la esperanza de que su percepción de clarividentes aficionados les ayude a ubicar el tesoro—, Alejandro piensa que quiere hacer lo mismo en la Cuchilla:

Romper el velo del tiempo y verle a la cara a Juan María Medina, el pariente que comandó a los guerreros porque conocía el terreno como la palma de sus manos. Ver su expresión, gestos, gesticulaciones, mirada, movimiento de labios, de cejas, las manos en las riendas, posición del cuerpo en el caballo, su grito de guerra. Pero debo conformarme con el fantástico inmaterial. (p. 96)      

En otro momento del relato hace “rotos en el tiempo” (p. 156) para viajar a la época en que pasaba sus vacaciones en la casa, cuando su interés eran los abrazos furtivos de Jacinta. Ahora intenta regresar a ese pasado para leer las facciones y los gestos de la familia y la servidumbre, para sopesar la credibilidad de las apariciones y recordar detalles que puedan ayudar a dar con el tesoro colonial. Pero el pasado se niega, la sensación es siempre de impotencia.

Idéntica impotencia para cruzar el umbral parece sentir frente a Laura, una mujer bella y segura de sí misma, que al final del relato decide tomar las riendas de la aventura. Alejandro no deja de notar su belleza, de nombrar el amor que siente por ella, pero lo hace con tanta insistencia que parece preocupado por el riesgo de olvidar o perder lo que percibe y siente. El “velo” del presente también se niega a romperse.

El minimalismo del estilo también se aplica a los personajes y a su relación. En este caso, queda la sensación de un esbozo plano, sin matices. Es evidente que Alejandro ama a Laura, no deja de repetirlo: “Laura está divina, podría jurar que en nueve años de amores luce más hermosa” (p. 73). Pero, en una novela de intrigas y misterios, de sospechas constantes, un amor tan libre de sombras no deja de despertar sospechas. Los personajes principales son como espacios vacíos cuyos pocos indicios no dejan de ser inquietantes. Alejandro, por ejemplo, vive obsesionado con la estatura de la gente: nos dice que él mismo mide 1,70 centímetros y que su abuelo —a quien llamaban “el roble de Guazáraba”— medía 1,90; señala que Laura se ve más alta que él si se pone zapatos de tacones altos y dice que cuando se bañan juntos él empina los pies (“ahora soy más alto que ella”); la abacera le parece baja de estatura (“yo diría muy pequeña”), y el lunes de la firma de la escritura el notario “luce encogido, más pequeño”.  Es de suponer que la insistencia quiera decir algo, pero ese algo se escoge y se hace invisible como el tesoro que estamos buscando.

Algunas siestas homéricas — “trepamos por una calle de casas construidas a lado y lado” (p. 37), “nos dejamos llevar por los sentidos [...] que nos llegan del olfato” (p. 50), “el clima pasional que arde y abraza” (p. 29)— adoban esta novela, por lo demás limpia, seductora y bien escrita, en la que un olvidado rincón de la historia vuelve a ser escenario de los vicios y virtudes —quizá tibios por el paso de los años— de ese mundo central y omnipresente que alguna vez fue Popayán.

 







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