Una reseña de "La casa del señor Medina", de Francisco González Medina,
en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República
La casa del señor Medina
Francisco González Medina
Universidad del Cauca, Popayán, 2016, 185 pp., il.
“Todo el mundo es
Popayán” llegó a ser una expresión popular en el siglo XIX. Era la línea de un
poema que señalaba la ubicuidad de las virtudes y los vicios, y ponía en
evidencia la centralidad y la importancia de la llamada Ciudad Blanca.
Escenario de la historia, cuna de presidentes, la capital del hoy departamento
del Cauca gozó de una distinción que el tiempo parece haberle arrebatado. Uno
de los temas que subyacen en La casa del señor Medina es justo
el de la gloria diluida por los años, el del abismo infranqueable entre la
épica de la historia y la prosaica insignificancia que se apodera de los
escenarios de esa historia.
La novela tiene
una premisa convincente y bien presentada: Alejandro y Laura, una pareja de
periodistas que ya empieza a considerar la idea del matrimonio, viajan a El
Tambo —un pueblo en las afueras de Popayán— con la intención de comprar una
casa que perteneció a los ancestros de Alejandro. Al principio, el motivo de la
compra parece sentimental: la madre y las tías del personaje vivieron en la
enorme casona y Alejandro pasaba allí sus vacaciones cuando era niño y
adolescente. La idea de comprar una casa en un pueblo casi sin vida, amenazado
por tomas guerrilleras, parece descabellada. Pero, cuando habla de sus motivos,
la pareja afirma que también los mueve algo que puede ser llamado orgullo de
estirpe, pues durante las luchas de Independencia un remoto antepasado de
Alejandro había tenido una actuación heroica en el lugar. Juan María Medina
salió de Popayán, el 22 de julio de 1816, al mando de un ejército de aguerridos
jovencitos entre quienes se hallaban José Hilario López y Tomás Cipriano de
Mosquera, y el 29 de julio cumplió un papel protagónico en la batalla de la
Cuchilla de El Tambo, contra el ejército de Juan Sámano.
La cita en la
notaría, para oficializar la compra de la casa, es un viernes en la tarde; pero
un contratiempo de última hora obliga a aplazar la gestión hasta el lunes. La
pareja no parece contrariada por el retraso. Alejandro y Laura deciden
disfrutar de la vida tranquila del pueblo y darle un vistazo a esa casa que
está a punto de derrumbarse. El resto de la novela se dedica a seguir la vida y
los recorridos de la pareja, su turismo de pueblo (con el colorido y oportuno
sábado de mercado), su visita al lugar de la batalla legendaria, y sus
encuentros y aventuras (incluida una toma guerrillera que la gente parece tomar
como un evento rutinario), hasta que llega el día de cerrar por fin el negocio.
La convivencia con la pareja le revela al lector que hay un motivo adicional
para la compra: las historias que circulaban en la familia de Alejandro, sobre
luces errabundas y apariciones de virreyes, parecen indicar la presencia de un
tesoro escondido en algún lugar de la casa.
El estilo de la
novela está gobernado por la idea de que menos es más. Es claro, directo, sin
excesos; permite disfrutar el cambio de registro del relato, que por momentos
es crónica de viaje, cuadro de costumbres, relato intimista sobre la vida de la
pareja, reflexión borgiana sobre el tiempo, memoria familiar (la historia del
descabezado es verdaderamente explosiva), novela de iniciación sin asomo de
culpa (de un Alejandro adolescente en brazos de la india Jacinta), novela
gótica, relato policial y, al final, comedia de errores (para no estropear la lectura,
digamos que el suspenso sobre la búsqueda del tesoro no
decepciona). La coincidencia del apellido Medina, en el título del
libro y en el autor, invita al juego de identificar y discernir la realidad de
la ficción. El libro viene acompañado por unas fotografías que aportan poco,
salvo —quizá— por la imagen del aviso de tablas desgastadas y escrito a mano
que conmemora e intenta en vano elevar la estatura del paraje donde ocurrió una
de las batallas más importantes de la historia nacional.
La novela acierta
en describir la impotencia que sentimos ante los lugares historiados. Durante
un recorrido por la casa que se disponen a comprar —con la esperanza de que su
percepción de clarividentes aficionados les ayude a ubicar el tesoro—,
Alejandro piensa que quiere hacer lo mismo en la Cuchilla:
Romper el velo del
tiempo y verle a la cara a Juan María Medina, el pariente que comandó a los
guerreros porque conocía el terreno como la palma de sus manos. Ver su
expresión, gestos, gesticulaciones, mirada, movimiento de labios, de cejas, las
manos en las riendas, posición del cuerpo en el caballo, su grito de guerra.
Pero debo conformarme con el fantástico inmaterial. (p.
96)
En otro momento
del relato hace “rotos en el tiempo” (p. 156) para viajar a la época en que
pasaba sus vacaciones en la casa, cuando su interés eran los abrazos furtivos
de Jacinta. Ahora intenta regresar a ese pasado para leer las facciones y los
gestos de la familia y la servidumbre, para sopesar la credibilidad de las
apariciones y recordar detalles que puedan ayudar a dar con el tesoro colonial.
Pero el pasado se niega, la sensación es siempre de impotencia.
Idéntica
impotencia para cruzar el umbral parece sentir frente a Laura, una mujer bella
y segura de sí misma, que al final del relato decide tomar las riendas de la
aventura. Alejandro no deja de notar su belleza, de nombrar el amor que siente
por ella, pero lo hace con tanta insistencia que parece preocupado por el
riesgo de olvidar o perder lo que percibe y siente. El “velo” del presente
también se niega a romperse.
El minimalismo del
estilo también se aplica a los personajes y a su relación. En este caso, queda
la sensación de un esbozo plano, sin matices. Es evidente que Alejandro ama a
Laura, no deja de repetirlo: “Laura está divina, podría jurar que en nueve años
de amores luce más hermosa” (p. 73). Pero, en una novela de intrigas y
misterios, de sospechas constantes, un amor tan libre de sombras no deja de
despertar sospechas. Los personajes principales son como espacios vacíos cuyos
pocos indicios no dejan de ser inquietantes. Alejandro, por ejemplo, vive
obsesionado con la estatura de la gente: nos dice que él mismo mide 1,70
centímetros y que su abuelo —a quien llamaban “el roble de Guazáraba”—
medía 1,90; señala que Laura se ve más alta que él si se pone zapatos de
tacones altos y dice que cuando se bañan juntos él empina los pies (“ahora soy
más alto que ella”); la abacera le parece baja de estatura (“yo diría muy
pequeña”), y el lunes de la firma de la escritura el notario “luce encogido,
más pequeño”. Es de suponer que la insistencia quiera decir algo,
pero ese algo se escoge y se hace invisible como el tesoro que
estamos buscando.
Algunas siestas
homéricas — “trepamos por una calle de casas construidas a lado y lado” (p.
37), “nos dejamos llevar por los sentidos [...] que nos llegan del olfato” (p.
50), “el clima pasional que arde y abraza” (p. 29)— adoban esta novela, por lo
demás limpia, seductora y bien escrita, en la que un olvidado rincón de la
historia vuelve a ser escenario de los vicios y virtudes —quizá tibios por el
paso de los años— de ese mundo central y omnipresente que alguna vez fue
Popayán.
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