Un texto de Wenceslao Triana sobre Teresa de Ávila
Todo viaje es un éxtasis. La palabra éxtasis, con todas las grandilocuentes emociones que sugiere, significa también estar fuera de un espacio o designa un espacio por fuera del espacio. Viajar, entonces, suele ser un éxtasis prolongado.
Emprendí
hace varios meses mi viaje a la madre patria con la idea de que saldría de mi
vida cotidiana y, al hacerlo, me saldría de mí mismo. Quise darle a mi viaje
una connotación mística, o al menos transformadora, porque estaba decidido a
dejar atrás muchos lastres pesados y a encontrar en el recorrido una imagen de
mí mismo más ligera y renovada.
Por eso no
es de extrañar que uno de mis principales intereses, mientras estuve allá, fue
el de seguir las huellas de místicos y santos, especialmente de aquellos que
unieron a su febrilidad el cultivo de las letras.
Dejaré para
otro día la historia de mi visita al más santo de todos los poetas y al más
poeta de todos los santos. Hoy quiero hablar de una contemporánea y amiga suya,
una de las mujeres más influyentes y poderosas de la historia: Teresa de Ávila.
Durante
buena parte de mi viaje a España mi centro de operaciones fue Segovia, la
antiquísima ciudad que, según la leyenda, fue fundada por Hércules y donde
persiste un acueducto romano cuyo origen concreto no ha sido posible precisar.
Ávila está muy cerca de allí, a poco menos de una hora, tras un monótono
recorrido a través de tierras áridas que lo llevan a uno a preguntarse qué
motivación pudieron encontrar tantos pueblos: romanos, árabes, castellanos,
para querer tener dominio sobre ese lugar.
El paisaje
es el mismo de siglos y milenios atrás. A la izquierda la sierra de Guadarrama,
a la derecha un quebrado horizonte de piedra. Lo único distinto es la recta
carretera que conduce al risco donde se erigen las murallas de Ávila, otro
antiquísimo monumento de origen imprecisable.
Afuera pacen
tranquilos los toros de piedra que parecen estar allí desde que la tierra fue
creada. Adentro se apiñan siglos de historia, iglesias y calles estrechas,
conventos y museos. Pero no es de edificios que quiero hablarles, sino de un
hallazgo más pequeño y al mismo tiempo más grande.
Ocurrió
cerca del convento que dirigió por muchos años Teresa de Ávila. El convento fue
su centro de operaciones, fue el lugar desde donde inició decenas de
expediciones a toda la península para hacer sus fundaciones, fue el sitio donde
manejó un poder que algunos comparan con el que hoy tiene Bill Gates, fue
incluso el lugar donde tuvo éxtasis místicos que la elevaban del suelo, como el
éxtasis famoso en el que Cristo la hizo su esposa.
Toda esta
información habría sido para mí una simple curiosidad si no acierto a entrar a
una pequeña librería que está justo al lado del convento. Allí venden obras de
la santa y de su protegido, San Juan de la Cruz. Allí venden toda clase de
imágenes y escapularios. Allí es posible comprar regalitos baratos para los
allegados.
Como no
tenía prisa, me dediqué a hojear libros, a leer placas conmemorativas, a internarme
hasta el fondo de la librería. Entonces encontré el dedo disecado de la santa.
Al principio
no lo distinguí bien, estaba en una pequeña capsulita de cristal, en medio de
un portareliquias ostentoso. Casi estuve a punto de seguir de largo, de entretenerme
con el tejido de un látigo antiguo, cuando mi vieja conciencia me golpeó en el
hombro y me dijo: "Mira bien, Wenceslao. Pocas veces se tiene el
privilegio de verle el dedo a una santa.”
Entonces
tuve la primera epifanía de mi viaje. Eso que estaba ante mis ojos, esa garrita
sombría y endurecida que parecía estar haciendo un gesto obsceno, ese pedacito
de muerta sublime adornado con un anillo enorme, fue alguna vez parte de una
mano que había tocado a Dios.
Mis lectores
vendrán ahora a aguar la fiesta y el milagro diciendo que no es para tanto, que
no fue que Teresa tocó a Dios, sino que sólo creyó verlo de tanto alterarse la
conciencia con tisanas de opio, oraciones y autoflagelaciones.
Y yo les
diré: “Claro, sigan creyendo que no creer es más meritorio.”
A mí me
bastan tres versos, esos que dicen: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta dicha
espero, que muero porque no muero”, me resulta suficiente esa paradoja
incomprensible y eterna para saber que la garrita que vi esa tarde, cuando
paseaba por Ávila, consiguió darle un rasguño a la epidermis del cielo.
Marzo 29, 2006.
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