“Naturalmente, un
manuscrito”
Umberto Eco
Dicen por ahí que las explicaciones tranquilizan,
pero no dejan nada claro. Yo comparto esa opinión. Por eso no explicaré nada
sobre el prodigio del que aquí se habla ni sobre la forma como llegó a mis
manos el manuscrito del que a continuación trans- cribo los fragmentos menos
incoherentes. Poco sé de su autor. Al final de las ciento veinte páginas
aparece una fecha, enero de 1907, y un nombre, Julius, que más parece un
seudónimo. El escrito comienza con tres citas, sobre cuya autenticidad preferimos
no opinar.
A manera de epígrafe
“¿Ha observado usted alguna vez la puesta del
sol en un horizonte de mar? Posiblemente, sí. ¿Ha seguido el astro
resplandeciente hasta el momento en que desaparece rozando la línea de agua con
la parte superior de su disco? También es posible. Pero, seguramente, usted no
se ha fijado nunca en el fenómeno que se produce en el instante mismo en que
lanza su último rayo, cuando el cielo, limpio de niebla, ofrece una pureza
inmaculada. Pues bien, la primera vez que tenga oportunidad de observar un
cielo despejado, no sucederá, como muy bien puede creerse, que hiera su retina
un rayo rojo, sino un rayo verde, pero de un verde maravilloso, de un verde que
ningún pintor puede obtener en su paleta. Si en el paraíso existe el color
verde, seguramente es éste, el ver- dadero color verde-esperanza!”
(Artículo del Morning Post, de Glasgow. Sin
fecha)
“...Aquel Rayo Verde estaba estrechamente ligado
con una tradición antigua, cuyo sentido último se le había escapado hasta
entonces. Se trataba de una tradición inexplicada, como tantas otras en el país
de los montañeses, según la cual dicho rayo poseía la virtud de hacer que quien
lo viera no se equivocase nunca más en cuestiones sentimentales; su aparición
destruía quimeras y mentiras y aquel que tuviera la suerte de verlo, podría ver
con claridad en su corazón y en el de los demás.”
(Jules Verne, escritor francés, famoso por sus
Viajes extraordinarios)
“Ayer, desde el mirador del Archiduque Luis
Salvador, miré una vez más hundirse el sol en el mar. Un amigo mencionó el Rayo
Verde y me dolió por adelantado que los niños presentes lo esperaran con la
misma ansiedad con que yo lo había deseado en mi absurdo horizonte suburbano.
Ahora sería peor, ahora las condiciones estaban dadas y no habría Rayo Verde.
Los padres justificarían de cualquier manera el fiasco para consolar a los
pequeños. La vida, así la llaman, marcaría otro punto en su camino hacia el
conformismo. Del sol quedaba un último frágil segmento anaranjado. Lo vimos
desaparecer detrás del perfecto borde del mar, envuelto en el halo que aún
duraría algunos minutos y entonces surgió el Rayo Verde. No era un rayo, sino
un fulgor, una chispa instantánea en un punto como de fusión alquímica, de
solución heracliteana de elementos, era un chispa intensamente verde, era un
rayo verde aunque no fuera un rayo, era el Rayo Verde, era Jules Verne
murmurándome al oído: ‘¡Lo viste al fin, gran tonto!’ ”
(Jules Corátzar, escritor belga, famoso por su
novela Oca)
Acercamiento al Rayo Verde
Corría el año de 1907, eran los primeros días de
ese año. Yo había regresado a la ciudad junto al mar, luego de una intensa
temporada en las alturas, allá en la ciudad de montañas donde viven mis
parientes.
Eran como las cinco y media de la tarde. Hubiera
querido ser más lento en mi acercamiento a los hechos, pero el Rayo Verde me
llama. En algún punto de mi relato me espera con impaciencia, para verme
fugazmente, y yo corro presuroso a su encuentro, al encuentro con la
inmejorable posición y actitud visual para mirarlo, corro hacia la tranquilidad
con que veía el no mucho menos bello atardecer.
Recuerdo que mientras el sol caía ocupé mi
tiempo en leer, en llamar a Nora de su anticipada atención, para que guardara
energías que iba a necesitar más tarde, en el momento preciso. Todo estaba
tranquilo, las condiciones eran óptimas. Yo recordaba a los dos Jules que me
habían hecho embarcar en esa empresa loca de esperar un rayo que podría
terminar siendo invención. Sentía que estaba en la antesala de un hecho que
bien podría unirnos o separarnos por el resto de nuestras vidas. Bien podría
suceder que ellos, los Jules, los escritores, quedaran en su lado de fantasías
ancladas en realidades y yo, indefenso, permaneciera en un mundo de completas
realidades; pero también era posible que los tres quedáramos del mismo lado,
testigos privilegiados de ese milagro llamado el Rayo Verde. De suceder lo
último, empujado por mi compulsión de escribirlo todo, yo ten- dría que
comunicarle la gran noticia al mundo, gritaría a los cuatro vientos que existe,
arrastraría conmigo a una multitud vociferante que querría ver y prostituir al
tan famosamente oculto Rayo Verde, de color verde, y no sería capaz de cargar
con esa culpa.
Mejor no. Mejor no les cuento nada. Yo no vi
nada. No vi el Rayo Verde. Lo busqué, pero no lo vi, os lo juro. No hay tal
Rayo Verde. ¡Ja! Verne y Corátzar estaban equivocados. No vi nada. No diré
nada.
Bajo amenaza es distinto
En realidad sí lo vi. Nora y yo habíamos entrado
a una librería porque ella quería darme un regalo. Al salir, con la mirada
fresca de andar entre libros, vi los balcones al- tos pintados de atardecer.
Entonces recordé las menciones recientes al Rayo Verde en las conversaciones
con mis dos tres amigos. Habían sido alusiones leves, indiferentes, comentarios
como de paso sobre lo escrito por Verne y por Corátzar. En realidad nunca tuve
un verdadero empeño por encontrarlo, por andar tras él tarde a tarde a pesar de
las halagadoras promesas para quien lo viera; a lo sumo sentía un deseo
esbozado de verlo, un “a lo mejor algún día”; además se requerían unas condiciones
muy precisas y menos frecuentes de lo que se cree: cielo totalmente despejado
en un horizonte de mar. Pero esa tarde el reflejo del sol en los balcones tenía
impecables augurios de maravilla. Fue fácil convencer a Nora para que se sumara
a la expedición; también ella sabía de la existencia del Rayo Verde, también
ella podía entender la importancia que pueden tener ese tipo de cosas.
Afortunadamente estábamos cerca del mar, pero mentiría si doy detalles de
nuestro recorrido hasta él; sólo puedo decir que algo como un viento de
aventura, de inminencia extraordinaria, nos depositó en el lugar
deseado. Ahora sólo quedaba esperar.
Mientras el sol, aún difícil de resistir con la
mirada, terminaba de bajar al despejadísimo y nítido mar, le di una hojeada
distraída al libro que Nora me regaló. Lo hice para no reventar de ansiedad.
Traté de conducirla a hablar del libro y de mi gratitud, pero ella quería no
perderse nada de ese espectacular atardecer y de ese lento aproximamiento al,
entre nosotros, tan cacareado rayo.
Pero tanto preámbulo me hace pensar si no es-
taré llenando de expectativas nocivas a quienes siguen mi relato. Me pregunto
si no será mejor que me deje de hacer mención a cierto rayo de cierto color y
me respondo que sí, que es lo mejor. Yo no he visto nada. Creo que nunca nadie
lo ha hecho.
Una extensa pradera repleta
de margaritas
Lo vi. No lo vi. Aquí no valen medias tintas
como el me quiere mucho, poquito y nada que otorga opciones más variables a los
pétalos. Aquí, en este caso, las cosas son o no son. El hecho sucede o no
sucede. El asunto en mención existe o no, se vio o no.
Si no se hubiera visto por obstáculos en las
condiciones para ver el atardecer, quedarían opciones futuras, ya vendrían
otros atardeceres. Pero si aún no se ha visto y se han tenido las condiciones
requeridas, esplendor sin bruma, y aún así no se ve nada, el sol simplemente se
hunde en el mar y se va, ya la suerte estará echada, algo nos separará de ese
par de gigantes que se escurren por el mundo con palabras, seremos menos amigos
de Verne y de Corátzar, de Jules y de Jules.
Pero si ocurre lo contrario, que en este caso
sería lo esperado, si después del naranja irrumpe un sobrenatural verde,
entonces habrá que pensar... No lo vi. Lo vi. No vi al Rayo Verde, no es cierto
que exista. Vi al Rayo Verde, existe. No lo vi. Lo vi. No lo vi... y una
extensa pradera que crece a medida que se la recorre.
Razones para no ver el Rayo
Verde
Nubes en la atmósfera a nivel del horizonte.
Obstáculos terrestres. Un edificio. Un auto que pasa por la avenida frente al
mar en el momento preciso. Una nube de pájaros espantados por un disparo. La
presencia cercana de Aristobulus Ursiclos. Una roca en el sitio justo del horizonte.
Algún promontorio. Un navío. Una rotunda isla. Pero también la legión de
turistas alelados con sus cámaras, sus rostros despellejados y sus piernas
descubiertas y flacas. Las mentes poéticas por ósmosis. La trivialización. La
comercialización. La posibilidad de que algún científico idiota intente romper
el encanto. El egoísmo. Las elaboraciones sosegadoras de inquietudes. El ruido.
La dificultad luego para encontrar un sitio amplio y despejado en el que sea
posible la soberbia sensación de que uno es el único que sabe, que las personas
que andan por ahí no tienen la menor idea, carecen de una atención educada. La
certeza, que ya Nora y yo hemos..., la certeza de que aunque suceda ante sus
ojos no lo verán porque no han recibido la sutil y secreta tradición de quienes
conocen el Rayo Verde o sueñan con poderlo ver. Ellos, los que no saben, se
irán a sus casas horas o minutos más tarde e ignorarán que fueron vistos por
una especie de parpadeo divino, que sólo nos fue permitido ver a unos pocos
iniciados... No. Mejor no verlo. Mejor no haberlo visto. Lo mejor es que no
exista.
Detrás de los párpados
Esa noche soñé con él. Era verdaderamente
importan- te; haberlo soñado le aumentaba su estatura ante mis ojos. Era
inmenso, como de telescopio, pero sin ningún artificio de lentes. Estaba ahí,
simplemente más cerca, más absoluto, furor de tierra mojada llenando de manera
poderosa mis ojos y pensamientos. Fue entonces cuan- do escuché voces, una voz
serena que bien podría ser mi voz y me daba consejos que con dificultad
recuerdo, como en una sutil y cálida ceremonia de iniciación, de iluminación
(¿será pedante llamarme iluminado?). Creo que al traducir al lenguaje de la
vigilia me quedé con una rígida fórmula de éxito, tres pasos: identificar,
visualizar y actuar, que no atrapaban con propiedad la verdadera magnitud de
ese mensaje.
Pero el mensaje permanece allí, al acecho. Como
ola que ha reventado en la costa y no se aleja, en espera de otra oportunidad,
está ahí, vive como presencia constan- te e importante en mis sueños, en los
recuerdos de mis sueños, en un rincón de imágenes tomadas a lo largo de mi
vida, que se encuentran cuidadosamente conservadas en la “Galería de Sueños que
Recuerdo”...
***
El manuscrito continúa con una prolongada
disertación, en la que el autor recuerda los sueños de su vida que más le impresionaron.
A medida que avanza, el texto se torna cada vez más impenetrable y dudo que
humano alguno pueda entender- lo. Tal hermetismo, sin embargo, no me siento en
capacidad de juzgar si obedece a la lucidez que supuestamente confiere la observación
del Rayo o a trastornos en la mente de Julius a causa del impacto producido por
la intensidad de la visión. En lo que resta del manuscrito se hacen pocas
menciones del Rayo Verde y el narrador parece empeñado en entender su vida y la
de quienes lo rodean. Por eso suspendo aquí la transcripción.
La aparición de objetos como autos en avenidas y
cámaras fotográficas en manos de turistas, que para la fecha del escrito no
eran comunes, nos hace dudar un poco de la autenticidad del documento;
desafortunadamente no habrá forma de comprobar tales sospechas pues, en un acto
impulsivo que aún no comprendo, le he prendido fuego al manuscrito y en unos
minutos arrojaré sus cenizas al mar.
Por último, creo que está de más decir que,
espoleado por las palabras del autor, me he vuelto un visitante asiduo de los
atardeceres; pero el mismo recato de Julius se apodera de mí. Algo me dice que
debo guardar silencio acerca de si he visto o no el fenómeno, algo me dice que
debo mantener la incertidumbre que de manera tan empecinada ha sostenido
Julius, que debo poner en torno al Rayo Verde un velo de misterio que sólo
descorrerán los espíritus inquietos, aquellos que aún buscan y encuentran en el
mundo motivos para seguir despiertos.
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