Cuento publicado en el suplemento "Generación"
El ardor
Podría abundar en detalles para explicar la inusual
agudeza de aquel día.
Podría referirme a lo intenso y atípico de los días
anteriores, a ese placer egoísta que es salir de una sala de cine para entrar a
otra y salir de esa otra para meterse en otra y... pero ese es otro cuento.
Lo único importante es que, aquella mañana de domingo,
el mundo no era un sitio hostil y plano,
sino algo sinuoso y sugestivo.
Eran como las diez de la mañana y yo había llegado
al aeropuerto en compañía de mi amigo, Gustav Redsome, quien se había hospedado
en mi casa durante una semana: durante esa semana de luces proyectadas en
cavernas.
Esos días nos habían permitido renovar nuestra
amistad. Hablando entre películas —o el día en que, cansados de cine, nos
fuimos pronto a casa a escribir una novela, a dos manos derechas, hasta la
madrugada— compartimos aquellas dolorosas lucideces que han sido nuestro punto
de encuentro principal.
Aquella mañana de domingo, Gustav estaba triste y
pensaba con angustia en la vida que lo esperaba cuando su avión aterrizara.
También estaba atento a su equipaje y su tiquete. Por eso no pudo ver la pareja
que hacía la fila frente al mostrador de la aerolínea.
Ahora que lo pienso, fue un regalo de la vida que
fijara mi atención en la pareja. Suelo moverme por el mundo tan hundido en lo
que pienso, que las cosas que ocurren en torno mío casi nunca las percibo, aun
las evidentes y ruidosas. Pero aquel día —esta mañana, para ser sincero y
exacto— leí de inmediato en la pareja una historia subyugante. Él era un tipo
simple, como una sombra blanca —más tarde, Redsome me ayudaría a entender su
insignificancia—, pero ella era un ser florecido, un sol joven, un animal que
hacía muy poco se había reconocido en su fiereza.
Observé, con un gusto perverso, el fuego que tenía
en la mirada, su brillante altanería, su maldad y su fuerza. Comprendí que ella
estaba por encima del hombre, que algo en él la rehuía. Ella todo lo miraba
como si le perteneciera, como si el universo se moviera en torno suyo y le
debiera sólo a ella su energía.
Cuando fueron atendidos en el mostrador de la
aerolínea, traté de advertir a Redsome sobre lo que había visto, pero había
mucha gente allí y no encontré las palabras ambiguas y exactas para que sólo mi
amigo me entendiera.
Me limité a decirle:
“Acabo de ver una novela”. Al verlo dispuesto a
escuchar, agregué disuasivo: “Después de que te atiendan te la cuento”.
Y mientras la fila se movía, y Redsome trataba de
entender desconcertado lo que quise decirle, vi a los dos alejarse, pero
especialmente a ella, con sus piernas vacilantes y hermosas, como si intentara
acostumbrarse a un cuerpo acabado de adquirir, su cuerpo verdadero, no el de
aquel largo aplazamiento que por fin había terminado. Fue ella quien buscó y
trenzó sus dedos con los del hombre sombra.
Caminábamos por un pasillo del aeropuerto cuando
pude explicarle a Redsome el asunto:
“Acabo de ver una escena deliciosa”, le dije. “Una
pareja muy joven, no tienen más de veintitrés. Ella tiene unos ojos de fiera
satisfecha”.
Tardamos poco en encontrarlos —el aeropuerto de la
aldea donde vivo es tan tremendamente chico, como la misma aldea— y Redsome
siguió con interés mi recomendación de mirar a la chica de vestido amarillo,
con falda muy corta, y al muchacho con la camisa a cuadros, que hacían fila
para salir a la pista.
También Redsome percibió lo que irradiaba esa pareja
que para el resto de la gente era invisible. Se bebió —como yo— cada sutil
movimiento, cada compás de esa hermosa melodía dedicada a un momento decisivo
de la vida.
“Está completamente exhausto”, dijo Redsome. “Y ella
está rebosante de vida. Es como si le hubiera robado la energía”.
La mirada de la mujer era perturbadora, de una
soberbia arrogancia. Estaba contenta de haber conquistado su verdadero
carácter. Se sentía dispuesta a enfrentar cualquier mirada.
“¿Te imaginas la intensidad de las imágenes que
pasan por su mente?”, dije. “Los olores, las texturas, los vértigos que los
sacuden mientras actúan como dos ciudadanos comunes”.
“Sí, no hay duda”, dijo Redsome cuando la mujer
volvió a tomar la mano del hombre, a apretujarse contra él sin importarle si la
fila avanzaba.
Después, cuando el joven se alejó por un momento,
para dejar un papel en un cesto de basura, Redsome y yo nos dedicamos a mirar a
la mujer. Yo me preguntaba qué sentiría ella si un hombre, cualquier hombre,
buscara su mirada y le expresara con los ojos su deseo. Entonces ocurrió ese
movimiento culminante, ese destello súbito que llevó el gozo de ese instante
hasta lo máximo. Fue sutil y más que rápido, pero aquella mañana de domingo nos
sentíamos singularmente hipersensibles. Por eso el ardor que la obligó a
sacudir brevemente sus caderas cayó como un rayo en nuestros viejos corazones.
“Qué hermosura”, dijo Redsome, mientras la miraba
conmovido.
“Y qué tristeza”, pensé yo.
Al verlos caminar rumbo a la pista, tomados de la
mano y a punto de alejarse para siempre de esos días, a punto de volar a su
ciudad —donde un mundo de rutinas y allegados estaría esperándolos con las
fauces abiertas—, no pude dejar de lamentarme por la forma tan ciega y
obediente en que la dicha camina en dirección a la desgracia.